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Domingo, 29 de diciembre de 2002

MUESTRAS

La ciudad de los senderos que se bifurcan

Ciudad mítica de cuchilleros, laberintos y anaqueles, la Buenos Aires de Jorge Luis Borges es la vedette de una muestra en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Montada con los últimos gritos de la ars museologica –que despliega tótem de la alta cultura con las estrategias de un parque temático–, Kosmópolis: Borges y Buenos Aires ayuda a conocer menos una ciudad que a su mejor arquitecto.

Por RODRIGO FRESAN, Desde Barcelona
Es el mismo Borges quien señala la particularidad del milagro y la maldición en uno de los dos prólogos del libro Ficciones. Ahí, refiriéndose al cuento “La muerte y la brújula”, Borges explica: “...pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en Buenos Aires”. Esta rareza espacio-temporal se hace todavía más extraña e inasible cuando se funde con la Buenos Aires rimada de sus poemas, todos ellos afectados por la rara nostalgia de estar en un sitio al que no se puede ver muy bien. Allí y allá leemos que: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire” y que “...aquí mis pasos / urden su incalculable laberinto”, lo que arroja la conclusión contradictoria pero lógica de que a la devaluada Reina del Plata “No nos une el amor sino el espanto; será por eso que la quiero tanto”.
Ésta es la Buenos Aires de mito que, una vez más, se funda y permanecerá hasta el 16 de febrero del 2003 en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Pasen y léanla. En la exposición Kosmópolis: Borges y Buenos Aires: un mapa más de una ciudad que no deja de cambiar y parir mapas.

NORTE
Uno de esos mapas, sí, supo ser trazado por un ciego que supo verla como ninguno. Menos pintoresca que la Dublín de Joyce y la Praga de Kafka y la Lisboa de Pessoa –a las que estuvieron dedicadas sendas y pasadas exposiciones en el CCCB–, la ocre y funesta Buenos Aires Marca Borges se beneficia, paradójicamente, de los modales de esta nueva forma de montar exposiciones, ars museologica que busca exhibir alta cultura sin por eso desdeñar ciertas estrategias cercanas al faraón Walt Disney y a sus metrópolis mesiánicas. Digo que Buenos Aires —y el Buenos Aires de Borges, Borgesland o Borgesworld— son especialmente afines a este formato EPCOT referencial o estilo Las Vegas Tercer Milenio de la arquitectura clónica e icónica. Lo digo porque para Borges el universo entero era una enciclopédica biblioteca de referencias cruzadas y espejos enfrentados. Una ciudad de estantes más que de andamios. Y Buenos Aires, después de todo, siempre quiso ser una definitiva y vampírica y tan lejana ciudad europea que –por virtud de telepatía cartográfica y espiritual– se nutriera de las calles y arterias de esos reflejos en el Viejo Mundo que la inspiraron y por los que nunca dejará de suspirar.

SUR
Le pasa a todo aquel que llega por primera vez a Buenos Aires: cree estar, según el barrio, en Milán, en Londres, en Madrid, en París, en todas partes menos ahí... Le pasa –una vez más, varias– a todo aquel que sale de Buenos Aires. Me pasó a mí no hace mucho en Budapest: doblé una esquina y allí estaban, de golpe, la Plaza de Tribunales y sus edificios injusticieros y esa luz dorada del otoño y de mi infancia. Así, tal vez, la Argentina como enfermedad y Buenos Aires como virus expansivo y sintético, como síntoma recurrente que nunca nos abandona del todo. Si en algo se parecen Borges y Buenos Aires es que una y otra dan para todo, para lo que venga.
La muestra del CCCB destila y urbaniza la “mirada” de Borges a través de siete salas temáticas de ambientación mortecina y luminosa con los nombres de “Fundación Mítica”, “Fervor de Buenos Aires”, “El Sur Metafísico”, “La Ciudad Transfigurada”, “La Biblioteca Infinita”, “El Heresiarca Canonizado” y “Cosmópolis”. Ambientes de iluminación mortecina pero en los que —como corresponde, el amarillo le gana al negro— se disponen ingeniosas vitrinas protegidas por cristales que emulan el efecto borroso de la ceguera y obligan a hacer foco en las reliquias de una en una para poder apreciarlas. Se las mira fijo, y el contexto se difumina como en una niebla. Se exhiben libros anotados con caligrafía ínfima y precisa, artefactos del amigo Xul Solar, filmaciones, monolitos à la 2001: Odisea del Espacio dedicados a preservar la memoria de cuentos paradigmáticoscomo “Emma Zunz” o “Pierre Menard, autor de El Quijote”, y por encima de todos ellos, la voz de Borges. Una voz tan inmediata como la de Orson Welles o la de Bob Dylan. Una voz en español y en inglés —y en ese idioma propio que hablaba Borges— flota como si se tratara del oxígeno puro del CCCB. Una voz que dice cosas inteligentes y cosas raras. Y uno la respira y, cuando se intoxica, busca refugio en la instalación “La Biblioteca Infinita” que —con su mecanismo de proyecciones de estanterías sin fondo sobre paredes, suelo y techo de espejo— ya provocará el vértigo de los incautos y, seguro, el placer de los amantes de ciertas pastillas y hierbas que, en cuanto corra la voz, la adoptarán como perfecto santuario lisérgico. Tal vez, quién sabe, alguno de ellos compre uno de los libros de Borges a la salida y lo ponga junto a William Burroughs o a Irvine Welsh o a Jeff Noon. A Borges —como Fred Astaire, viejo desde siempre pero joven por toda la eternidad— le causaría gracia, le hubiera encantado, supongo, convertirse en nuevo mesías químico y hacedor de colores.
La última sala —”Cosmópolis”— muestra al Borges “descubierto” por Barthes y ya de paseo por el resto del mundo: por las viejas ruinas y las flamantes glorias de ese planeta que, para él, cabía en todas esas Buenos Aires o, mejor todavía, en todos los libros que leyó o le leyeron o inventó para que otros leyeran en Buenos Aires.

ESTE
La sensación —de salida— no es la de haber conocido a una ciudad pero sí la de haber encontrado a su mejor arquitecto. El mejor elogio que se le puede hacer a Kosmópolis es, supongo, que da ganas de volver a leer al Buenos Aires de Borges.
Quien firma estas líneas recuerda haber visto varias veces caminar a Borges por esa ciudad y recuerda también haber leído por primera vez, muy lejos de allí, que la región imaginaria de Tlön acabaría devorándolo todo, hasta que todo fuera Tlön. Del mismo modo en que Borges, por suerte, devoró a Buenos Aires con pasión de ferviente minotauro y nos la entregó y nos la sigue entregando, perfecta, poblada de cuchilleros épicos y de textos misteriosos y de héroes y traidores. Una Buenos Aires que —más allá de aquellos que creen ver en Borges a un demonio clasista, elitista y reaccionario— sigue siendo una Buenos Aires mucho mejor escrita y mucho más digna de una muy buena exposición que la Buenos Aires de Evita, que la Buenos Aires de Maradona, que la Buenos Aires del corrupto, inútil y efímero presidente argentino de turno. Esa Buenos Aires que —después de todo y de todos, explica Borges, su generoso amo y señor— es “lo que se ha perdido, lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral”, y nos “impone un extraño amor” y “el deber terrible de la esperanza”.

OESTE
Días atrás, en el mismo centro cultural que alberga a Kosmópolis, el escritor chileno Roberto Bolaño dio una conferencia donde establecía la idea de la literatura argentina como el plano de una casa tomada o no. Dentro de ese plano, Borges aparecía, de un modo u otro, en todos los cuartos, en las escaleras, en desvanes y sótanos, en el baño y en la cocina y en la chimenea. Bolaño teorizó que —para la literatura argentina— la muerte de Borges equivalía “a la muerte de Merlín en un paisaje que nunca pudo llegar a ser Camelot”. O algo así. Es una idea interesante. Borges tiene mucho de maestro hechicero, y Buenos Aires —más allá de esos videos de avión que a la hora del aterrizaje y del reencuentro nos la sintetizan postal y torpemente como Obelisco y fútbol y asado y neones de calle con cines y un par de famélicos bailarines de tango en Caminito— no será la capital triunfante del Rey Arturo pero bien podría pasar, sí, por una colosal y alguna vez mágica Stonehenge. Ruinas circulares escondiendo apenas el trazo de un laberinto que consta de una sola línea que es invisible. Santuario donde una civilización desaparecidase empeñó en la miopía de afirmar que Dios —ese cosmopolita— era uno de los suyos en lugar de conformarse con algo mucho más raro y admirable: uno de los suyos era Dios.
Tal vez sea por eso que infieles y fieles toman tanto y tan en vano su nombre.

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