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Domingo, 2 de febrero de 2003

CINE

Sobre seguro

John Wayne como cazador, Ava Gardner como la dama y Tyrone Power en el papel del canalla. Filmada en el Mato Grosso. Encargada por Darryl F. Zanuck en persona para la Fox. Y dirigida por Sam Fuller. Nada podía fallar, pero falló: el precio de los seguros para meter a esas tres estrellas en el Amazonas era demasiado alto. Cuarenta años después, el finlandés Mika Kaurismäki rescató los fragmentos de aquella filmación trunca, juntó a Fuller con Jim Jarmusch y concibió Tigrero: el film que nunca existió, un peculiar homenaje a dos especies en extinción: los indios y el cine.

POR MARIANO KAIRUZ

En una entrevista realizada por Fernando Martín Peña y Ronald Melzer en 1997 en Uruguay, el director finlandés Mika Kaurismäki decía: “Jim Jarmusch fue mi primera elección para acompañar a Fuller. Porque la idea para el supuesto guión era que yo quería mostrar que los indios y el cine están en la misma situación: ambos son especies en peligro de extinción”. El guión al que se refería Kaurismäki era el de Tigrero: el film que nunca existió, el viaje para el que había convocado a Jarmusch tenía como destino el Mato Grosso y el tal Fuller no era otro que Sam Fuller, director de films enérgicos y duramente criticados, tales como El rata, Perro blanco y Más allá de la gloria. Aquella entrevista fue publicada en la revista Film como parte de un dossier dedicado a Fuller en diciembre del ‘97, dos meses después de la muerte del director, a los 86 años de edad. Tigrero, que ya se vio en alguna ocasión en ciclos de la Lugones y más recientemente en una retrospectiva de la obra de ambos hermanos Kaurismäki (Mika y Aki), se estrena comercialmente en Buenos Aires esta semana, casi diez años después de terminada.

LO QUE NO FUE
Hay algo intrigante, decididamente atractivo, en el relato y la reconstrucción de films que pudieron haberse hecho, que estuvieron a punto de hacerse, que comenzaron a rodarse y fueron abandonados en condiciones más o menos trágicas o más o menos absurdas, y cuya compilación constituiría un material perfecto para el lado B de la historia de Hollywood. Fuller, para el caso, escribió numerosos guiones (y debidamente remunerados) antes de lograr convencer a los productores de que algunos de ellos, además, se verían muy bien en una pantalla, motivo por el cual dirigiría I shot Jesse James, su primera película, a los 36 años de edad. A lo largo de su carrera sumaría unos cuantos proyectos frustrados, generando incluso un bache en su continuidad como realizador, a partir de mediados de los setenta. En sus últimos años todavía imaginaba historias protagonizadas por esos personajes nada heroicos que solía poner en sus películas (esos bastardos poco gloriosos, para citar a Unglorious Bastards, título de un largamente anunciado proyecto de Quentin Tarantino, incondicional de Fuller junto a directores como Jonathan Demme y Martin Scorsese). En el camino, Godard lo incluyó en Pierrot el loco diciendo que “el cine es como un campo de batalla. Amor. Odio. Acción. Violencia. Muerte. En una palabra: emoción”. Y Wim Wenders también lo incorporó como actor en El amigo americano, El estado de las cosas y El fin de la inocencia. “Diablos –decía Fuller–, podría vivir otros cien años y tener un montón de ideas originales que, al convertirse en películas, todavía agarrarían al público de las pelotas.” Ese estilo sensacionalista, formado desde adolescente en las secciones policiales del periodismo gráfico, lo convertiría en el blanco de acusaciones cruzadas a diestra y siniestra, tachándolo, en años de paranoia y propaganda, tanto de comunista como de salvaje buchón macartista e identificándolo muchas veces de manera directa y banal con la ideología de sus personajes. Demócrata y furibundo opositor al partido republicano de su país, estaba convencido de que Nixon sería un excelente personaje protagónico de otra de esas películas que jamás llegó a hacer, bastante antes de que Oliver Stone le hincara el diente a la historia.
Como It’s All True!, el documental de Norman Foster, Bill Krohn y Myron Meisel que intenta reconstruir la experiencia de Orson Welles en Sudamérica, pero con la indudable ventaja de contar con su protagonista, Tigrero narra la historia de la frustración de un ambicioso proyecto encargado a Fuller por Darryl F. Zanuck para la Fox. Zanuck se había hecho de los derechos para filmar la historia de un cazador de jaguares (de ahí el título) del Amazonas. Al encargarle el proyecto a Fuller, Zanuck ponía en manos de un tipo, con fama de dirigir con una pistola en el set, el relato de un cazador selvático que desconfía de las armas de fuego y sevale de lanzas y machetes. El elenco era lo que en Hollywood modelo 1955 se consideraba absolutamente All Star: John Wayne como el Tigrero, Tyrone Power como un reo prófugo de prisión y Ava Gardner como su mujer y cómplice. Cansado de hacer de héroe, el propio Power había solicitado el papel de canalla, el cual “amaba honestamente a su mujer, pero se amaba un poco más a sí mismo”. La Gardner se las vería en una situación no muy distinta de la de Mogambo, sólo que Fuller no estaba dispuesto a darles una oportunidad romántica a ella y a Wayne, como sí tenían ella y el Gable cazador del film de John Huston. Para Fuller, esas oportunidades no eran más que una inverosímil concesión sentimental. “Eso ya se hizo unas 25 veces, y yo sólo escribo historias originales”, se jacta en una de sus conversaciones con Jarmusch.
La idea de Tigrero, le explica Fuller a Jim, es la de la naturaleza como cuarto personaje. El problema: el alto costo del seguro contratado por el estudio para los otros tres; en caso de darse la eventualidad de que, por ejemplo, Wayne regresara de la selva con los pies para adelante, el asunto costaría unos 8 millones de dólares, recuerda Fuller. Cinco por Tyrone y unos tres nomás por Ava. Zanuck cambió de aseguradora, pero los agentes osaban sugerir alternativas para reducir el riesgo del rodaje y al productor no le gustaban nada ese tipo de intromisiones. Fuller tenía en mente una escena que funcionaba como idea-símbolo para su film (pájaro devorado por cocodrilos, devorados por pirañas, devoradas por pájaros; una visión del círculo de la vida bastante más cruda que las ñoñerías que proponía El Rey León cuarenta años más tarde), pero pronto todo quedaría en la nada.
O no todo: varias de las imágenes que Fuller llegó a registrar entre la tribu de los Karajá pasaron a integrarse, a color, en la narración en blanco y negro de su alucinatoria Shock Corridor (1963), verdadero desquicio que transcurre en el interior de un asilo psiquiátrico y de las mentes de varios de sus internos, entre ellos un negro acosado por la idea de que él mismo pertenece al Ku Klux Klan y otro que delira tormentas eléctricas en los pasillos. Aquellas escenas tribales se proyectan ahora en Tigrero para las nuevas generaciones y los más viejos, con la esperanza de que éstos aún lo recuerden.

LAS DOS PELICULAS
El Tigrero de Kaurismäki se compone de dos narraciones paralelas. Por un lado, la entrevista entre Jim y Sam, cada uno “caracterizado” a su manera (aquél con remera de los Ramones, y dejando ver que lee un libro de Richard Stark; éste de gorra, camisa y cigarro). En ella, Fuller nunca termina de explicar su fascinación por los Karajás (habla de la honestidad, la alegría, la fidelidad a las mujeres, esa impresión, compartida por él mismo, de que “su Dios es la Naturaleza”). La segunda película es la que se detiene sobre la propia tribu, mostrando algunos de sus rituales, narrando la historia de la construcción de un hotel turístico en la zona durante la presidencia de Kubischek (y la del accidente que lo redujo a cenizas); más algún testimonio acerca de la voluntad karajá de aprender “sólo lo bueno” del hombre blanco. Pero lo más interesante llega sobre el final: Fuller habla de la fama de marginal que se labró en Hollywood, y argumenta que nunca fue intencional sino debido a los temas que trató (de modo “factual”, dice, por su formación periodística), y que para Jarmusch no son otra cosa que “las grandes mentiras norteamericanas, que recorren la obra de Fuller”.
A Fuller le quedaban unos tres años de vida, hacía otro tanto que no dirigía, y ya no volvería a hacerlo. En cuanto al Hollywood al que pertenece toda esta anécdota, en el que Tigrero fue una posibilidad y el público recibía cada tanto descargas de alto voltaje como las de Shock Corridor, para Fuller, instalado por ese entonces en Europa, ya no existe. Será por eso que, como confirmando el paralelo propuesto por Kaurismäkientre cine e indios, en la escena en que dos karajás pasan repitiendo incansablemente algo que no se termina de distinguir pero que resulta más que sugestivo, Fuller no se priva de decir que “si lo que están diciendo es Hollywood-Hollywood, llegaron tarde”.

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