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Domingo, 5 de septiembre de 2010

CINE > EL HOMBRE DE AL LADO, DE COHN Y DUPRAT

A la caza del vecino

Un hombre exitoso vive en una casa impecable; la casa y él son emblemas del diseño, la excelencia y el imperio del buen gusto. Hasta que de pronto un vecino abre una ventana en la medianera y lo que se asoma es mucho más que el fantasma de la indiscreción, la pérdida de privacidad y un enfrentamiento sordo entre vecinos. Con la casa de Curuchet de Le Corbusier en La Plata como tercer protagonista, la película de Mariano Cohn y Gastón Duprat, con guión de Andrés Duprat, explora el esnobismo, los prejuicios y el sentido común no sólo de los protagonistas, sino del espectador: tomar partido por uno de los dos también es definir un modo de pensar el mundo.

 Por Mariano Kairuz

El asunto puede resumirse en cinco palabras bien sabidas: el infierno son los otros. En este caso, el otro es el vecino hinchapelotas. En la vida urbana y suburbana, de apretujamiento, de pujas miserables por espacios compartidos, todos los demás pueden ser nuestros potenciales vecinos hinchapelotas. Y uno puede ser, por supuesto, el vecino hinchapelotas de los demás. Por ende –es un silogismo sencillo– uno mismo es el infierno.

Así están planteadas las cosas desde la primera escena en El hombre de al lado, la nueva película de Mariano Cohn y Gastón Duprat: hay uno que vive (o cree vivir) muy cómodamente en su casa, y otro que viene a destruir esa supuesta comodidad cuando empieza a construir una ventana en la medianera que comparten sus propiedades. Pero no los dividen únicamente la medianera y sus intereses enfrentados sino también sus personalidades, sus estilos de vida, sus marcas de clase. Ahí está, tan canchero con su peinado vectorial y su tono altivo y elegante, Leonardo Kachanovsky, diseñador industrial exitosísimo, creador de una silla premiada internacionalmente y de la que, como indica su pulcro sitio oficial, ha vendido más de 500 mil unidades. Del otro lado, tratando de “atrapar unos rayitos de sol”, aparece Víctor Chubello, vendedor de autos usados que podría –por su rusticidad, su estilo directo, firme, informal– haber sido concebido en un universo distinto del de Leonardo. Esa ventana, le explica el diseñador, no puede estar ahí, es ilegal, vulnera su intimidad y la de su familia. “Pero yo no soy ningún psicópata”, le aclara Víctor, que no va a escandalizarse si acaso llega a encontrarse con “una bombacha colgada, la de tu esposa o la de tu hija”.

Escrita por Andrés Duprat, hermano mayor de Gastón, El hombre de al lado se pone en funcionamiento alrededor de un juego central que consiste, sin desligarse nunca del punto de vista principal de Leonardo, en alternar nuestra simpatía y desconfianza entre uno y otro vecino. Entre el snob, refinado y pretencioso, y el grasa avasallante detrás del que –y esto ya queda en el prejuicio de cada uno– se aloja un violento peligroso. La otra apuesta fundamental es la de no abandonar nunca esa escenografía central que provee la casa en la que vive Leonardo, que no es cualquier casa sino una obra maestra de la arquitectura: la casa Curutchet de La Plata, la única casa de Le Corbusier en toda América. Con la muy precisa geometría que vamos descubriendo a medida que avanza el relato, la casa marca un estilo de vida en sí y, proponen Cohn y Duprat, se convierte en el tercer personaje protagónico de su película.

Rectas y diagonales

La casa Curutchet, cuenta Andrés Duprat, fue encargada a Le Corbusier en 1949 por un médico llamado Pedro Curutchet, “un hombre de Lobería, provincia de Buenos Aires. Después, la obra tuvo mil quilombos, tardó muchísimo en terminarse y costó como diez veces más de lo proyectado”, recuerda Duprat. “Y Curutchet vivió con su familia ahí apenas unos doce años, en los ’60. Luego, durante muchos años, estuvo desocupada y olvidada. Yo, que estudié Arquitectura en La Plata entre 1982 y 1988, recuerdo que en esa época nadie la conocía. En el ’88 la alquiló una fundación médica, y desde hace unos años es la sede del Colegio de Arquitectos de la provincia de Buenos Aires, que se había encargado de alquilarla para la familia Curutchet. Hoy hay un proyecto del Senado provincial para expropiarla, pagarle a la familia Curutchet y convertirla en patrimonio público, lo cual no me parece mal: es una obra máxima de la arquitectura moderna. Hay sólo tres obras de Le Corbusier en América: la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, un edificio para la Universidad de Harvard y esta casa. Es decir, hay tres construcciones de él en todo el continente, pero la única vivienda es ésta, y es además un proyecto único en el mundo, con una situación compleja a resolver porque está en un lote chiquito, con medianeras, plantada en medio de la complejidad urbana y no en medio del campo, y que reproduce la geometría doble de la ciudad.”

La composición visual de la película responde a la precisión formal y estructural de la casa, a sus líneas rectas y a sus colores claros y fríos. “Y es que en una casa se ven los pingos, porque las casas son modos de vivir”, argumenta Gastón Duprat. “Ideológicamente dicen más que cualquier edificio público. La casa propone recorridos, hay que transitarla toda. Y al filmar escenas sin corte, con un mismo fondo de la casa, nos obliga a tener un punto de vista fuerte y una posición sobre el lugar. Cada espacio está cuidadosamente elegido, porque es lo que arma y determina las relaciones.”

Mis ladrillos

Andrés Duprat no es, aclara, un guionista profesional. Sí es arquitecto, y un profesional del mundo del arte, con amplia experiencia como curador, y actual director de artes visuales de la Secretaría de Cultura de la Nación, además de responsable del guión de la película anterior de Cohn y Duprat, El artista (2008), el primer largo de ficción de los directores. El argumento para El hombre de al lado surgió de una experiencia personal. “Un día voy a cenar con Gastón y Mariano –recuerda Andrés–, y les cuento esta cosa que me estaba pasando con mi vecino. Se los cuento por contárselos, pero ellos me dicen que les parecía increíble, que ahí había una película. Pero yo estaba viviendo una pesadilla.”

La expresión de los mundos opuestos que chocan en la película les debe mucho también a sus actores: Rafael Spregelburd (Leonardo) y Daniel Aráoz (Víctor). Si en algún momento podemos congraciarnos con el primero y su padecimiento, otras escenas propician la toma de distancia, como cuando el personaje de Spregelburd cuenta su “experiencia antropológica” con el “grasa” del vecino, muy risueño, en una cena entre amigos de alcurnia. En este retrato de clase, vida acomodada y “exquisita sensibilidad artística”, se reedita un tema que es cercano a Cohn, Duprat y Duprat desde, por lo menos, El artista: el de los habitantes del mundo del arte, sus genios y sus fraudes, los talentos cultivados y los improvisados, su brillo y sus taras. Con su historia del enfermero (Sergio Pángaro) que se arroga como propias las pinturas de uno de los viejos enfermos que tiene a su cuidado (Alberto Laiseca) y se convierte en una revelación insospechada en el círculo cerrado de críticos y galeristas, El artista abordó la cuestión de modo directo. El hombre de al lado le da una vuelta: un hombre que goza de un enorme reconocimiento en su mundo se ve obligado a cruzarse con otro universo, donde sus armas discursivas, su chapa, todas sus seguridades, quedan automáticamente neutralizadas. Andrés Duprat reconoce que hay una inspiración autobiográfica incluso en los aspectos menos encantadores del protagonista más fino de la película. “En mi caso, cuando el tipo empezó a hacer sin pedir permiso el agujero, fui a hablar con él pensando ‘bueno, voy con mucha solvencia; soy arquitecto, sé de esto, es un tema que va a demandar 15 minutos’. Pero lo que pasó fue que cuando nos encontramos, él, que yo esperaba que fuera mucho más rústico, mucho menos entrenado que yo, desmanteló enseguida todo lo que le dije. Yo le decía cosas como ‘esto es algo que no se puede hacer acá’, y él me contestaba cosas que después tomamos para la película, como: ‘Según parece, al barrio no llegó la noticia’. Y era cierto, el barrio de Congreso está lleno de casas hechas después que la mía, con ventanas que dan hacia mí. El hombre manejó un código ultra amistoso; jamás nos habíamos visto y enseguida me sacó el nombre y me empezó a tratar como si el vecino damnificado fuera él, como si yo le estuviera poniendo un freno. Yo me quedé duro, y le dije: ‘Bueno, hablamos en otro momento’. Y me fui. Me fui con mi mamá. Y no es que no tuviera mis razones: tengo una hija de 16 años y no me causa mucha gracia que un extraño tenga vista a mi terraza privada. Pero el problema es cuando llega la hora de formular este reparo: manejando ese código de viejos conocidos, el hombre hizo que todo lo que yo decía sonara muy fascista.”

Siendo ya antiguos habitantes del mundo del arte local, vale preguntarse si nadie se enojó con Andrés, Gastón o Mariano al verse identificados en personajes que aparecen retratados con algunos de sus costados más oscuros. “Creo que todos saben que nosotros pertenecemos a ese mismo mundo”, dice Gastón. “Lo hacemos todo desde adentro. No nos gusta ni nos gustó nunca de cierta parte del nuevo cine argentino el miserabilismo, esa chotez como para afuera, del tipo que hace un traslado social de su mirada, que filma, qué sé yo, las cárceles, y que no tiene la más puta idea; lo que tiene es la visión reaccionaria y conservadora, que es por otro lado la que te corresponde. Mientras que el mundo que retratamos nosotros es el de Andrés, y también un poco de nosotros, que hicimos durante mucho tiempo eso que se llama video-arte. Todos los artistas que participaron de El artista son amigos nuestros en la vida real.”

“Yo, que lo conozco –dice Andrés–, puedo decir que es un mundo mucho más ridículo de lo que está contado en El artista, y que las anécdotas verdaderas son bastante más fuertes y terribles que las que llegamos a poner en la película”, agrega Andrés. “Por otro lado, son cosas que conocen todos los que pertenecen a este ámbito, como que tal conocida crítica de arte está en una inauguración, borracha, tratando de levantarse a un pendejo de 23 años; o que tal otra, de un medio muy conocido, es una boluda que sólo se fija si tu camisa es Ralph Lauren, pero no ve las obras. Además, en el retrato de un personaje como el de Spregelburd hay algo de la construcción del personaje que uno se hace para uno mismo”, agrega Andrés. “Y es parte de esa ensalada que es nuestro país, que es algo que tiene de lindísimo, que por ahí vas a Proa un sábado al mediodía y te encontrás a vos mismo hablando unas boludeces que te decís: ‘Esto mismo lo digo en otro contexto y me cagan a trompadas’. Y está bien que así sea. El mundo del arte es menos boludo de lo que a veces se cree, hay gente muy piola y no todos tienen un respeto reverencial por cualquier cosa que esté colgada en el Malba.”

En el final de la película sobreviene un episodio violento que es mejor no adelantar, pero que también habla del choque entre esos personajes de planetas distintos, y sobre los prejuicios que rodean esos mundos. “Para nosotros, un tema recurrente es el de la ideología y la apariencia”, dice Gastón. “Cómo actuás cuando las papas queman de verdad, cuando alguien necesita algo, cuando tenés que ser solidario. A mí me fascina eso: quiero saber cómo se va a comportar la gente, los de izquierda, los de derecha, los intelectuales, los que tiene guita. En qué momento llama uno a la policía, a quién se le frunce primero. O, si te mandás una cagada en el tránsito, quién frena a los 20 metros, quién a los 50 y quién nunca. Creemos que la película, en este sentido, obliga al espectador a tomar partido, y a revelar sus modos de pensar profundo.”

Esto es algo que tiene cierto efecto universal, como pudieron comprobar ahora que la película pasó por Sundance el verano pasado y que se dio en el MOMA neoyorquino. “En cada lugar en que se vio la película, en Mar del Plata o en Estados Unidos, todo el mundo cree haber visto algo”, dice Cohn. “Y te dicen: ‘Ah, este tipo es un hijo de mil putas’. Pero vos no sabés a quién se refiere. Se da como un hecho, les preguntás y te dicen: ‘Aráoz, por supuesto’. O: ‘Spregelburd, por supuesto’.” A cada uno, su infierno personal.

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