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Domingo, 20 de febrero de 2011

CINE > JAVIER BARDEM, LO MEJOR DE BIUTIFUL, DE GONZáLEZ IñáRRITU

Las intermitencias de la muerte

Candidata al Oscar como mejor película extranjera, Biutiful, del realizador mexicano Alejandro González Iñárritu (Amores perros, Babel), transita con algo de sadismo por la Barcelona del Raval, alejada de la postal turística, y revisita sus obsesiones: la muerte, la periferia, el sufrimiento físico, la inmigración precaria, la injusticia, la infancia como última esperanza. Pero, sobre todo, brilla Javier Bardem, interpretando a Uxbal, un moribundo padre de dos hijos. Candidato a mejor actor, Bardem es capaz de ponerse al hombro cualquier personaje con gran dignidad, en otra interpretación notable, llena de claroscuros e inteligencia.

 Por Natali Schejtman

Muerte, mucha muerte y más muerte. Los que se murieron, los que se están muriendo, los que se van a morir. Como realidad, como videncia o como perspectiva. Eso es casi todo en Biutiful, la nueva película de Alejandro González Iñárritu que, a pesar de tanta podredumbre, aterriza con mucha vitalidad a los premios Oscar como una de las candidatas al premio de Mejor película de “lenguaje extranjero”, tanto como su protagonista, Javier Bardem, una especie de Adonis de piedra resquebrajada que raspa con la mirada.

Biutiful plantea unas condiciones que se amontonan en una lista de contras: Uxbal es un español que trabaja al borde de la legalidad –desde afuera– con inmigrantes chinos y africanos en Barcelona, tiene un cáncer terminal, una ex esposa adicta y no confiable, y una continua culpa/responsabilidad por los extranjeros con los que trata, quienes se desenvuelven en condiciones deplorables. Uxbal también tiene dos hijos –nada sutilmente considerados lo bueno y luminoso en ese mundo cruel– de los que se ocupa cariñosamente, porque se quedó con la tenencia. Además, puede comunicarse con los recién muertos. Los planos de las paternidades se cruzan: España es un destino “mejor” que los países de origen para esta gente (es decir, no es exactamente la “madre patria” para los asiáticos y africanos, pero...); sin embargo, la vida demuestra ser ahí más que apremiante para esta mano de obra invisibilizada y sumida en una mafia explotadora. Uxbal es padre, pero también es muy hijo y es ambiguo frente a estos hombres, mujeres y chicos de otros países, de quienes vive.

Antes de Biutiful, el mismo Javier Bardem había ayudado a mostrar una Barcelona perfecta, otoñal y millonaria, en donde la muerte era un detalle que funcionaba como amenaza trágica de un escenario de locura y lujuria. Eso era Vicky, Cristina, Barcelona de Woody Allen. Pero González Iñárritu, como hizo ya otras veces, parece decir y repetir y subrayar: “Esa era una Barcelona vista por un gringo, yo que soy latino veo a Barcelona así”. Y “así” es como una combinación de subsuelos hediondos, calles atestadas, departamentos ajados y gente infeliz. Nada de Gaudí, ésta no es la Barcelona de las postales, dice una y otra vez el director, que llamó al mismo protagonista que Woody Allen, o sea, Bardem. Uxbal –que es españolísimo, pero lidia con la inmigración ilegal todos los días– recoge algo de su punto de vista, se mimetiza con la vida subterránea y compone su persona con elementos típicos de “la caída” de los relatos de inmigrantes, como estudia Josefina Ludmer en su último libro Aquí, América latina. (“Pueden caer todavía más abajo, a las cloacas o al pozo de la sociedad extranjera... Y se funden con la literatura del subsuelo del presente: con el naturalismo de las secreciones y los afectos desnudos”.) Es más: el vínculo con los deshechos es evidente: el síntoma del cáncer de Uxbal, ya expandido, es la orina con sangre, detallada más de una vez a lo largo de la película. (A Iñárritu le gusta mostrar el sufrimiento físico: recordemos aquella pierna en Amores perros, el trasplante de corazón que atravesaba Sean Penn en 21 gramos o la terrible operación sin anestesia de la rubia Cate Blanchett de paseo por el tercer mundo en Babel.)

¿Qué hay en Biutiful además de una miseria gris, combinada con una idealización de la infancia como territorio de todo-lo-puro? Javier Bardem. No por nada es uno de los hombres del momento. Su interpretación de Uxbal tiene una sordidez emotiva y desesperada que hasta puede a veces contener al guión. Su belleza es de otras dimensiones: tiene la cara más larga, el cuerpo más grande y la nariz más extraña que otros seres humanos, y quizá por eso le salen tan bien personajes híbridos y ciertamente monstruosos como el afectado Anton Chigurh de Sin lugar para los débiles o el desgraciado Uxbal. Su españolidad no es un detalle. Además, mientras que da rudo y macho, no está obligado a hacer siempre de Juan Pérez. Fue un dandy español para Woody Allen, es ahora un héroe triste.

Y González Iñárritu vuelve a su tema recurrente: la narración de la periferia vista desde la aceptación hollywoodense. Forma parte de la troupe de latinos aceptados que miran el mundo del subdesarrollo como agentes dobles. Con la sonada y predecesora Babel, González Iñárritu se había dedicado a la inmigración ilegal mexicana usada como mano de obra en Estados Unidos, entre otros muchos temas que, de la mano de Gael García Bernal, Brad Pitt y muchos otros, pretendía reunir las injusticias de este mundo en una película coral. No sorprende entonces que vuelva a estar nominado para un Oscar. Además hay una cierta tendencia en esos premios a premiar películas extranjeras de países no centrales cuando en las películas hay algún indicio de subdesarrollo, violencia, barbarie, más allá de que puedan ser películas de enorme calidad. Tierra de nadie (No Man’s Land) es una película bosnia que ganó en 2002 hablando sobre la guerra de Bosnia (representada en dos soldados enemigos). Tsotsi, una sudafricana ganadora de 2006, también refregaba miseria y perdición en un chico del suburbio de Johannesburgo. Para irnos a un caso argentino, el premio a La historia oficial podría enmarcarse en esa línea (incluso se puede ver algo similar en El secreto de sus ojos).

El año pasado, otro estadounidense de origen latino, Robert Rodríguez, se dedicó a la inmigración cuando hizo Machete, con una acusación que no pretendía ser documental, y a la vez era suculenta y salpicada de clichés (sobre todo en lo relativo a la mujer latina). El mexicano González Iñárritu sigue en parte esa línea: pareciera que ser latino en Hollywood implica de alguna manera hablar de violencia y barbarie. Hasta ahora, mal no le fue.

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