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Domingo, 27 de abril de 2003

CINE

Bomba de tiempo

En La hora 25, su nuevo joint, Spike Lee finge retratar las últimas horas de libertad de un dealer condenado a prisión. El film, en rigor, es el homenaje a Nueva York que Hollywood se niega a rendirle desde el aciago 11 de septiembre de 2001.

POR MARIANO KAIRUZ
La hora 25 –el título de la nueva película de Spike Lee– alude al incierto, temible primer momento de los siete años que se avecinan en la vida de su protagonista, Monty Brogan. Narcotraficante de mediana monta que responde a un jefe de la mafia rusa afincada en Nueva York, Brogan ha sido pescado con algo de mercadería en su propio departamento y –decidido a no delatar a nadie, no tanto por prudencia como por principios– debe enfrentar ahora ese largo septenio tras las rejas. Y todo indica que su aspecto todavía aniñado, muy poco temible (el aspecto de Edward Norton, que ya tuvo sus experiencias tumberas en America X), no le va a hacer las cosas precisamente fáciles a la hora de integrarse a la población carcelaria. Lo que narra La hora 25 son esas veinticuatro horas previas, salpicadas con unos cuantos flashbacks que sumergen a Monty en los sucesos que, de manera más o menos directa, lo metieron en la situación en la que se encuentra ahora. Veinticuatro horas de despedidas –de su padre, de su novia, de sus dos amigos de siempre, de sus “colegas”–, pero también de cierta introspección, propicias para un arrepentimiento que no tiene tanto que ver con la conciencia o la culpa como con la certeza de que podría haberse corrido a tiempo, y de que su pecado fue la codicia. También lo invade la sensación de que está quedándose solo, en especial desde que alguien de su entorno le sugirió que tal vez su entregadora no haya sido otra que su hermosa novia Naturelle (Rosario Dawson, que ya trabajó bajo las órdenes de Spike Lee en El juego sagrado). Pero lo que verdaderamente lo atormenta es lo que se le viene encima: esos siete años, y el después.
Spike Lee proyecta ese tormento personal sobre la ciudad de Nueva York, de manera que la cuenta regresiva de un personaje parece convertirse en el tiempo de descuento de todo un mundo y depara la angustiante sensación de que algo está por estallar. Porque el nuevo joint (la palabra con que el director de Malcom X designa a todos sus films, y que significa tanto “porro” como “asociación”) de Lee, triste, poderoso y sensacionalista, es uno de los primeros films protagonizados por la ciudad de Nueva York desde el 11 de septiembre de 2001, lo que queda claro ya desde los créditos iniciales, dominados por los enormes haces de luz que se elevan en el Ground Zero, ahí donde el World Trade Center ya no está más, y que en cierta manera toman la posta del final de las todavía humeantes Pandillas de Nueva York de Scorsese, estrenada en Estados Unidos una semana antes que La hora 25. A partir de ese momento, ese espectro que parece querer resistirse a la idea de apocalipsis, en complot con la omnipresente, desbordante, excesiva banda sonora de Terence Blanchard, se apodera de todo el relato.
A diferencia del grueso de su filmografía, compuesta casi exclusivamente de proyectos personales, en La hora 25 Spike Lee filmó la primera novela del escritor neoyorquino David Benioff, convertida en guión por su propio autor y producida por el actor Tobey Maguire, que, aun siendo considerablemente más joven que Edward Norton, planeaba protagonizarla. Lo interesante del asunto –al menos fue el tema central de varias de las entrevistas que Lee dio para el estreno de la película– es que la novela se publicó a principios del 2001, unos ocho meses antes del atentado contra las Torres Gemelas. Por lo tanto, aunque el guión se ciñe a la letra del original, Lee se las ingenió para apropiárselo y terminó logrando que el tributo compitiera con el relato personal del protagonista. Todo en el film está permeado por esa sensación post-11-S y aprovecha materiales que ya estaban en el original, sólo que resignificándolos y potenciándolos. Tal vez el ejemplo más elocuente sea el monólogo, pronunciado frente al espejo de un baño, en que Brogan se despacha con un rosario de fuck yous contra la Nueva York multiétnica. Tratándose de Norton, la escena podría recordar a El club de la pelea, pero –como señaló el propio director– está presente en la novela y remite también a la violenta verborragia de Sal (Danny Aiello) en Haz lo correcto. “Seamos honestos –dice Lee–: cualquiera que viva en Nueva York siente algo de eso con cualquiera de esas razas. Acá las nombramos a todas. Pero no por eso sos racista o prejuicioso; es parte de la vida en esta ciudad, con todas esas culturas diferentes que se combinan y chocan unas con otras. Pero cuando uno lo verbaliza, ahí hay algo más. Voy a ser honesto: ha habido épocas en que me subía a un taxi y quería bajar la ventanilla. ¿Qué quieren que haga? Eso es lo que amo de Nueva York. Cualquiera que viva acá tendrá una relación de amor-odio con la ciudad.”
Entre los aportes que el director hizo al guión figura también algún homenaje nada velado al escuadrón de bomberos de la ciudad. Pero Spike sube la apuesta y, luego de la secuencia de títulos, va en busca del impacto directo en una escena jugada entre los dos amigos de toda la vida de Monty, el corredor de bolsa Frank Slaughtery (Barry Pepper) y Jakob Elinsky (Philip Seymour Hoffman), un profesor de literatura angustiado por la atracción que le despierta una alumna quinceañera. La escena transcurre en el departamento de Slaughtery (slaughter = matanza), cuya ventana da al Ground Zero. Es ahí donde el director asume la postura combativa que lo hiciera famoso. Se lo podrá acusar de sensacionalismo, no de incoherencia, cada vez que dice que su película favorita del 2002 es Bowling for Columbine, el premiado documental de Michael Moore, con quien asegura sentir una absoluta sintonía ideológica.
Después de todo, para Spike Lee todo el asunto es cuestión de sensatez y sentimientos, no de negocios. Cuando le preguntan sobre la “osada” inclusión de los haces de luz gemelos en su película, el director recuerda la indignación que le produjo la operación de borrado de las torres que puso en acción Hollywood de manera automática, y señala el caso ineludible de El hombre araña, cuyo trailer (con la participación central de las Twin Towers) fue levantado instantáneamente de los cines y de Internet. “No hubieran perdido un centavo”, dice Lee, augurando qué habría pasado si Columbia hubiera conservado las imágenes del WTC en la cola y la película. “Sólo pensaban en los resultados. No trataban de ser sensibles. Estaban preocupados por el impacto que podría tener cierto tipo de controversia. Pero la película habría hecho la misma cantidad de dinero. Como neoyorquino me sentí defraudado. ¿Cuántas veces vimos esos aviones entrando en las torres? La gente puede hacer lo que quiera, pero La hora 25 es mi película y mi película incorpora el 11 de septiembre. Pero ésa no fue una gran decisión; la decisión mayor fue cómo incorporarlo.” Y Lee insiste: “No hubo ningún error, hubo como un año de moratoria. Pero ahora que ya superamos la moratoria, espero ver mucho más material. Nos parecía muy importante que eso –los efectos del hecho sobre los personajes– apareciera representado en la película”.
Una jornada dramática en la vida de un tipo transformada en una bomba de tiempo: La hora 25 subraya ese efecto monstruoso valiéndose de las exageraciones musicales de Blanchard (colaborador de Spike Lee desde Más y mejores blues, de 1990) y de cierta estilizada crudeza proporcionada por la fotografía de Rodrigo Prieto, el mismo de Amores perros y Mile 8: la calle de los sueños. Sobre los créditos finales se escucha “The Fuse”, la canción de Bruce Springsteen incluida en su disco-tributo The Rising, donde resuenan versos como “Luna de sangre que se eleva en un cielo de polvo negro/ Decime, nena, en quién confiás”. Pero la película alcanza su pico de intensidad y emoción un poco antes, sobre los minutos finales de la hora 24, justo cuando Lee y Benioff disparan la imaginación de Brogan hacia fuera de la ciudad que nunca duerme, que jamás volverá a dormir -según la advertencia que le hicieron sus enemigos–, y lo sumergen en una especie de sueño donde ya no piensa en lo que pudo haber sido pero no fue sino en lo que podría ser todavía pero nunca será.

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