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Domingo, 2 de octubre de 2011

La ley del mercado

 Por Alan Pauls

Primera vez en la vida que me echan de un lugar.

Lo que en más de cincuenta años nunca hicieron mi familia, ni mi club, ni mis patrones, ni las parejas que tuve, ni los lugares públicos que frecuenté, ni las autoridades del país en el que vivo y los que visité alguna vez, lo hizo por fin mercadolibre, una de las comunidades modelo que el mundo virtual exhibe a la hora de proclamar las virtudes, la eficacia y la tasa de civilización de las formas de organización de intercambios online.

Supe que mercadolibre me había excomulgado cuando entré a mi cuenta (abierta un mes atrás para comprar una bicicleta usada) y me topé con una leyenda que decía: “Tu cuenta se encuentra inhabilitada para operar”. Además de la contrariedad, francamente inesperada, me molestó en particular el tuteo: siempre es desagradable que te traten con confianza para darte malas noticias. Pero así se presentan las comunidades virtuales: informales, juveniles, relajadas. Penalizan como cortes marciales o bancos, con severidad y sin apelación –no hay un solo lugar en todo mercadolibre donde el ex usuario pueda reclamar por la inhabilitación–, pero impostando el tono cool de una boutiquera de Palermo Viejo que estudia artes. Al parecer me habían inhabilitado la cuenta porque “mi reputación” no superaba “el mínimo solicitado para operar”.

Mercadolibre es un mundo de compra y venta, circulación de mercancías, encuentros entre vendedores y compradores, precios y subastas, ofertas y contraofertas. Pero es un mundo tan moral como comercial –un mundo moral-comercial: como el Veraz, digamos–, y la “reputación” es la piedra de toque que hace girar todo el sistema. Toda reputación (de vendedores y compradores) descansa en un sistema de calificaciones ternario (“positiva”, “negativa”, “neutral”) usado por unos y otros para ponderar recíprocamente sus conductas.

Las mías, parece, habían sido una catástrofe. Los dos vendedores de bicicletas con los que había hecho contacto me habían calificado negativamente. Dos intervenciones: menos dos puntos. Todo un record. Un boletín doblemente humillante porque yo, a mi vez, los había calificado a ellos como “neutrales”. Las operaciones no se consumaron: ni ellos ni yo conseguimos lo que buscábamos. Pero yo los absolví y ellos me bocharon. ¿Cómo explicar esa asimetría?

Creo que por una razón muy simple: yo decidí no comprar, lo único que un mercado –incluso uno libre, directo, “horizontal” como mercadolibre– no está dispuesto a tolerar. Es cierto que cliqueé en “comprar” en los dos casos: las bicicletas me interesaban en serio y mercadolibre exige que uno haga clic en “comprar” si no se conforma con las deslucidas instantáneas que retratan los productos que codicia y pretende verlos en vivo y, en lo posible, probarlos. Después, si la cosa no funciona –y hay muchas razones razonables por las que puede no funcionar–, uno informa que la transacción no se consumó, califica todo de “neutral”, como sugiere hacer en estos casos la etiqueta imperante en el sitio, y nadie sale herido.

En un caso desistí por cortocircuitos de comunicación con el vendedor. Después de “comprar” le mandé un par de e-mails proponiéndole ver la bicicleta un día determinado y no recibí respuesta. Pensé que se habría echado atrás. Me contestó cuatro días más tarde: alegó que esperaba un llamado telefónico, que los mails no los bajaba él sino su hija. Le dije que lo lamentaba, pero que ya había buscado otras opciones. Junto con la mala nota dejó registrado este comentario: “Jamás me llamó para concretar la compra, y salió diciendo que buscó otros avisos”.

En el otro fui hasta Villa Luro, vi la bicicleta y la anduve una vuelta manzana. Me descorazonaron un poco la ineficacia de los frenos y un problemita en los pedales. No me hacía gracia tener que mandar a arreglar algo recién comprado, aunque fuera de segunda mano, y me arrepentí. Todo el trámite debe habernos llevado quince minutos. El vendedor me aplazó, justificándolo con este epígrafe gruñón: “Compró de dama para hombre (?!), le pareció chica, un poquito de juego en pedal que lo arreglé con 5 pesos: una chaveta nueva. Un vueltero”.

En mercadolibre los comentarios se pueden responder, pero no inciden en las reputaciones; las calificaciones, que las deciden, no admiten réplica. Es curioso que un website tan preocupado por regular –con un derroche de corrección política conmovedor– hasta la más ínfima descortesía –publicar información privada sobre los usuarios, agraviar, amenazar, lesionar derechos, incurrir en obscenidad, promocionar indebidamente– decline toda responsabilidad por “la confianza depositada en las calificaciones”, que es el criterio crucial de todo el sistema, puesto que decide no tanto si el juego de la compraventa se juega respetando las reglas como quién tiene derecho a jugar y quién no, qué usuarios están adentro del juego y qué usuarios –como leí con estupor, shockeado por esa jerga de secta racista, que se decía de mí hace un par de días– “ya no pertenecen a la comunidad”.

¿Conclusiones? Soy un paria de un mundo extraño, el de mercadolibre. Un mundo donde para ver lo que uno quiere comprar hay que decidir primero comprarlo (una decisión que parece sólo formal pero después, sobre todo con vendedores hipersensibles, se vuelve peligrosamente comprometedora); donde se hace alarde de respeto, confianza y buenos modales, pero se alienta la lapidación unilateral; donde la hospitalidad y el interés por el bien común se fundan en nociones como “reputación” y “calificación”, siempre interesadas, sospechosas de arbitrariedad y más que frecuentes en el idioma bastante poco comunitario de las calificadoras de riesgos.

No me voy a morir por haber sido expulsado de mercadolibre. Tampoco por haberles caído mal a dos vendedores de la comunidad. (Sólo espero que el antecedente no afecte futuras visas a Estados Unidos o posibles créditos bancarios.) Pero no deja de sorprenderme que haya sobrevivido sin mayores sobresaltos a las instituciones más expulsivas de Occidente y sucumbido, en cambio, al reglamento de una joven comunidad online que se jacta de representar formas de comercio nuevas, más “saludables”.

Por lo demás, sigo a pie, sin bicicleta. Me gustan viejas, inglesas, rodado 26 mínimo, en buen estado. Mercadolibristas, por favor, abstenerse.

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