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Domingo, 27 de octubre de 2013

CINE > SE ESTRENA RUSH, DE RON HOWARD, LA PELíCULA SOBRE NIKI LAUDA Y JAMES HUNT

LA CANCIÓN DE HIELO Y FUEGO

La Fórmula 1 de los años ’70 es un terreno dramático ideal para una película, con su hedonismo sin culpa, la estética irrepetible del jet-set de la Costa Azul y, sobre todo, las historias de los corredores que manejaban al filo del peligro, con las precarias condiciones de seguridad de la época. Ron Howard, director de Una mente brillante y Apollo XIII, se atrevió con Rush, que se estrena en la Argentina, a la reconstrucción de estos años míticos, y especialmente a poner en escena la historia más impactante de todas: la del frío campeón austríaco Niki Lauda y su accidente (el incendio del auto le quemó y desfiguró el rostro, pero él volvió a las pistas). Y la de su antagonista y compañero, el desaforado y talentoso James Hunt: una rivalidad que además sintetiza ese mundo de glamour, excesos, nervios de acero y juegos con la muerte.

 Por Pablo Perantuono

Era un tiempo fabuloso: el swinging London se había convertido en plaga. A mediados de los ’70, la Costa Azul europea era la medialuna fértil del placer, la dicha en movimiento. El jet-set regía los patrones estéticos de Occidente: solapas voladoras, patillas insolentes, Benson & Hedges y champán. Hedonista sin culpa –el rasgo de época–, buena parte de la nueva aristocracia se había dejado embriagar por el combo de pecado, glamour y vértigo que, como nadie, la Fórmula 1 interpretaba.

Aquellas carreras eran, todavía, una excitante batalla entre pilotos talentosos y salvajes que parecían gozar con el hecho de poner en riesgo sus vidas. Un circo romano itinerante patrocinado y celebrado por el establishment de su tiempo.

Ese espíritu es el que recrea de forma magnífica Rush (se estrena aquí con el subtítulo “Pasión y gloria”), el nuevo film de Ron Howard (Una mente brillante, Frost/Nixon) que sitúa su narrativa en un año (1976) y en dos héroes antitéticos: los inolvidables Niki Lauda y James Hunt.

“Al menos dos de nosotros morirán este año”, dispara la voz en off de Lauda al comienzo de la película, mientras la cámara va reptando por los rincones de un pelotón de autos encendidos. Podrían ser los prolegómenos de una batalla medieval donde sólo un milagro podrá evitar la tragedia. Pero no, es apenas una competencia en la que se ponen en juego millones de dólares y en la que la muerte es una presencia acechante debido a las precarias condiciones de seguridad que nadie –o pocos– se animaban a interpelar. “A 170 kilómetros por hora, esta cosa es una especie de bomba con ruedas”, dirá, sonriente, Hunt más adelante. Son jinetes que montan máquinas infames.

Ambos produjeron una de las mejores rivalidades de la historia de la F1, el duelo entre dos antagonistas perfectos. Seductor serial y carismático, Hunt –interpretado por Chris Hemsworth– era un héroe primitivo atravesado –invadido– por las pulsiones de sexo y de muerte cuyo genio para el manejo parecía ser un mandato del alma. Era pura pasión: una suerte de Robert Plant precipitado, sin esperanza de un mañana.

Descendiente de la oligarquía austríaca, Lauda –enorme tarea de Daniel Brühl–, en cambio, era un piloto perfeccionista y poco agraciado que no hacía ningún esfuerzo por simpatizar. Para él, campeón del mundo en 1975, ese mundo poco tenía de aventura: era un violinista adoctrinado en el rigor que parecía estar tocando en el Titanic, alguien que estudió la partitura al detalle, pero que no estaba exento del encuentro con el iceberg. Y el iceberg aparece.

Imborrable, aquella temporada ofreció una de las primeras catástrofes automovilísticas en vivo. En agosto de ese año, millones de livings familiares en el mundo se sacudieron con las imágenes de un Niki Lauda en llamas. Era el Gran Premio de Alemania, al que ambos habían llegado con la presión de estar peleando el campeonato. La televisión –ya regía los destinos del deporte– le mostraba al planeta en directo cómo la hermosa Ferrari roja del austríaco se prendía fuego. Parecía que se estaba quemando un mito.

Recreado en forma impecable, el accidente funciona como punto de quiebre en una relación que hasta entonces había estado gobernada por la aversión y la chicana y que a partir de ese momento se rige por el respeto y la admiración.

Recibida con elogios por la crítica, Rush intenta trascender el deporte –con el riesgo que eso implica– y abordar el juego de espejos que suele ser un duelo legendario. Así lo entendió Ron Howard, el director: “Sabía tanto de la F1 como de la Luna antes de hacer Apollo XIII, o sea, muy poco. Lo que me interesaba era la carga dramática del deporte y en especial de la F1. Creo que la película más que ser una historia sobre la F1 es el relato de una rivalidad personal entre dos hombres cuya competencia también se extendía por fuera de las pistas”.

Rush puede verse también como un documento de su tiempo, porque a la extraordinaria recreación de época –vestuario, sonido, escenarios deslumbrantes– se suma la revelación de la verdadera trama que palpitaba detrás del champán, la purpurina y las sonrisas. La película cuenta cómo la falta de empatía de Lauda con sus compañeros termina siendo crucial para disputar una carrera –la del accidente– en un circuito que no ofrecía garantías. Lauda quiere detener ese Gran Premio, pero no sabe cómo: es un piloto orgulloso, frío y altanero a quien nadie quiere. Mientras Hunt es el inglés histriónico y playboy al que todos adulan, a Lauda lo llaman Rata. Eso resulta decisivo.

El trabajo de Brühl se destaca por la aproximación física pero, sobre todo, por su capacidad para emular un acento y una gestualidad muy particulares. Aun cuando parece caer en la caricatura –con ver al verdadero Lauda esa sensación se disipa–, Brühl consigue una interpretación llena de verdad. Enfermo de honestidad brutal y dueño de un método de reflexión en el que el superyó parecía ausente, Lauda generaba odio en el resto de los pilotos con afirmaciones pedantes –“Nadie en esta sala puede correr más rápido que yo”– que más que disparadas por su vanidad parecían surgir de las cavidades de una psiquis tenaz y muy segura de sí que no abundaba en sutilezas. “La felicidad me incomoda, no es buena”, concluye en su misma noche de bodas. Algo ominoso parecía latir en sus cavilaciones insomnes.

Para recrear esas escenas, el guionista de Rush, Peter Morgan (especialista en antinomias y duelos verbales: fue también el guionista de Frost/Nixon), se nutrió de la historia documentada –ayudó que su esposa es austríaca–, pero contó con un aliado invalorable: el mismo Lauda, quien pese a su fama de hosco y taciturno aceptó colaborar con la reconstrucción de los diálogos. No sólo eso, sino que ayudó a Brühl a personificarlo. “Me llamó un día –contó Brühl– y me pidió que volara a Viena para charlar. Enseguida me dijo algo que me dio la pauta del tipo de persona que es: ‘Vení con equipaje de mano, ya que si no nos caemos bien mutuamente, te volvés de inmediato a Berlín’.” Pese a las sospechas, ambos se cayeron bien. En recientes declaraciones, Lauda comentó que quedó sorprendido con el papel de Brühl y con la recreación del clima de época. Y agregó, nostálgico: “Si James (por Hunt) viviera, también hubiese estado contento con su escenificación”.

Aun cuando parecía que tenía un destino inexorable de muerte dramática –su estilo de manejo así lo indicaba–, Hunt sobrevivió a la F1. Fue campeón ese año, luego de que Lauda perdiera puntos decisivos por su convalecencia tras el accidente. En lo que sin duda constituyó uno de los mayores hitos de la historia del deporte, Lauda, que fue reemplazado en esas semanas por Carlos Reutemann en su butaca de Ferrari, volvió a las pistas apenas seis semanas después de prenderse fuego. Su cara era un mapa informe de arrugas, pliegues y mutilaciones. El mundo observaba azorado a ese Terminator surgido de las profundidades del Danubio que parecía indestructible. La película recrea sus homéricos esfuerzos por recuperarse. “Cuando agonizaba en el hospital veía cómo vos ganabas las carreras. Eso me daba impulso para volver”, le dice a Hunt en un momento. Ya ganado por el cariño aunque sin poder abandonar el humor cruel, Hunt le responde: “Niki, sos el único ser humano al que se le prende fuego la cara y queda mejor que antes”.

Tras su retiro, Lauda se dedicó a la aviación –tiene una línea aérea exitosa– y a asesorar equipos de F1. A los 64 años, siempre debajo de una gorra que intenta maquillar las heridas del pasado, goza del impensado rebrote de su fama. “Hicieron un gran trabajo, es realmente sorprendente.”

En una definición que tuvo una enorme carga de incertidumbre y suspenso, Hunt atrapó el título. Fue su canto de cisne. Mientras Lauda siguió persiguiendo la perfección –sería campeón dos veces más–, Hunt se entregó a una bacanal de promiscuidad, alcohol y diversión. Se convirtió en una celebridad en todo Occidente. El patriciado mundial del placer lo nombró uno de sus capitanes. Se hicieron legendarias sus incursiones nocturnas, volando de fiesta en fiesta y saltando de cama en cama. Los diarios sensacionalistas británicos y las revistas se dieron una panzada con sus extravagancias y su falta de control. Podía aparecer descalzo en un canal de televisión, totalmente drogado. Siguió corriendo, aunque ya sin el fuego sagrado de antaño. Aun con su locura, Hunt será recordado como un piloto noble: en 1978 rescató a Ronnie Peterson de –otra vez– las llamas en el Gran Premio de Monza de F1. Peterson murió días más tarde y esa pérdida resultó devastadora para el inglés, quien si bien podía aparecer como un sujeto superficial era en realidad muy vulnerable –así se deja ver en la película también– a ese tipo de episodios. Se retiró en 1979 y se dedicó a comentar la F1 en la BBC. Murió en junio de 1993, cuando su cuerpo, aquejado por el castigo de una vida de excesos, se sacudió por un infarto fulminante. Tenía 45 años. Fue un fantasma dorado, que atravesó la vida como un rayo.

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