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Domingo, 5 de enero de 2014

ELIGE TU PROPIA AVENTURA

Cine En su nueva película, Ben Stiller adapta un cuento clásico de James Thurber, publicado en The New Yorker en 1939 y ya llevado al cine hace casi setenta años, en una versión protagonizada por Danny Kaye. El relato original, “La vida secreta de Walter Mitty”, es tan popular que lo “mittyesco” es, en inglés, un adjetivo para describir la vida de esos hombres grises suburbanos que se escapan de una existencia frustrante con aventuras mentales gloriosas, con fantasías de logros y viajes y heroísmo. Casi un personaje y una historia ideal para Ben Stiller, que con su empatía y rara modestia, cierta melancolía de comediante clásico y la capacidad de humillarse a sí mismo que suele imprimirles a sus personajes consigue en La increíble vida de Walter Mitty, además de sumarle fantasías a ese hombre apocado, hacer un comentario sobre las nuevas tecnologías en el nuevo milenio, deslumbrar visualmente y hasta arrancarle una increíble autoparodia a Sean Penn.

 Por Mariano Kairuz

Un cuento de un par de páginas convertido en una película de dos horas no es una adaptación, es otra cosa. Como el cuento en cuestión es “The Secret Life of Walter Mitty”, un relato famoso del norteamericano James Thurber publicado por primera vez en The New Yorker en 1939, y transformado en lectura casi obligada (y hasta texto de aprendizaje escolar) en Norteamérica, las dos veces que fue llevado al cine fue recibido con mirada vigilante, recelo, predispuesta decepción y hasta enojo por parte de la crítica cultural. Que qué quedó, se pregunta, de aquellos sencillos y contundentes 10 mil caracteres –tan liberados a las más amplias interpretaciones sobre el hombre moderno y su vida gris– en estas engordadas superproducciones; primero la que protagonizó Danny Kaye 67 años atrás, ahora la que Ben Stiller acaba de estrenar en todo el mundo.

La increíble vida de Walter Mitty se llama acá la nueva película, que Stiller protagoniza y también dirige, y por una vez el título en castellano tiene extrañamente más sentido que el original, “La vida secreta de Walter Mitty”, por razones de guión que tienen mucho que ver con todo esto de convertir un brevísimo clásico en un largometraje multimillonario. La vida increíble de Mitty –que ya era increíble, pero solo por momentos, como en flashazos, en el cuento de Thurber– ya no es exactamente secreta, sino que tiene el efecto deslumbrante y ostentoso de grandes paisajes aumentados con tecnología digital, yendo de la escala mental, psicológica, de los delirios y las fantasías más íntimos e inconfesables del protagonista del original literario, a la desproporcionada medida de la vanidad de las estrellas de cine.

EL MITO MITTY

“Estás teniendo uno de esos días. Me gustaría que dejaras que el doctor Renshaw te examinara”, le dice la Sra. Mitty a Walter a poco de empezar el cuento de Thurber, porque en el cuento Mitty está casado –un factor no menor del relato– y es ella quien lo saca de su primera aventura y lo trae de regreso a la realidad. El cuento arranca en medio de una de las incursiones del protagonista en un universo lleno de las emociones, la acción y el peligro que no abundan en la cotidianidad de Mitty. Es, efectivamente, “uno de esos días”, en los que Mitty se fuga mentalmente a una de esas otras existencias tanto más interesantes que la suya. Cuando lo conocemos, es el valeroso comandante Mitty, quien está a punto de conducir a sus hombres a través de una tormenta feroz. Un rato más tarde, es el Dr. Mitty, eminencia médica a la que todos consultan en la sala de cirugía en la que se debate el delicadísimo caso de un amigo personal del mismísimo Roosevelt. Luego, será un peligroso asesino que comparece ante el juez. Y eventualmente, un abnegado piloto de la fuerza aérea que se ofrece para la misión suicida que nadie más quiere. Lo de Mitty es eso a lo que se llama soñar despierto, soñarse un héroe, o un villano grandioso; probablemente como lo hace cualquier mortal, aunque con mayor asiduidad que la mayoría y acaso con más intensidad, al punto que el mundo (el de verdad, el de las obligaciones, el trabajo y el compromiso) desaparece para él mientras su cabeza vuela.

“¡No tan rápido! ¡Estás manejando muy rápido!”, lo despierta su esposa. James Thurber describió este efecto tan común con tal energía y precisión, que el nombre Mitty y “mittyesco” hoy funcionan como adjetivos para los norteamericanos. Para describir al que vive en esos otros mundos que están en éste, así como –en su anverso menos luminoso– para nombrar al hombre corriente y frustradísimo, que se siente aplastado por la rutina y la burocracia. Lo más notable del cuento de Thurber es que de esto, de la rutina de la vida suburbana del hombre del siglo XX, casi no dice nada, apenas un par de líneas nos indican todo lo que sabemos sobre Mitty: que sus cinco aventuras mentales ocurren durante un paseo de compras al que se ve obligado a acompañar regularmente a su esposa. Una pequeña responsabilidad, una cárcel enorme.

En su libro El hombre que fue Walter Mitty (2001), el biógrafo Thomas Fensch sugirió que Thurber (1894-1961) pudo haber sufrido de esta misma condición “extrema” de su personaje, un caso clínico. De chico, el escritor había perdido un ojo en un juego con sus hermanos (una suerte de Guillermo Tell) y la visión del que le quedaba se fue deteriorando con los años hasta quedar casi ciego. Al parecer, Thurber puede haber padecido el síndrome de Bonnet, una condición neurológica que induce en personas que han visto reducida su capacidad visual, “vívidas y complejas alucinaciones”. Sin embargo, uno de los méritos de su cuento es que parece describir al hombre perfectamente común y corriente –no un objeto de estudio clínico ni de diván– y sus ansiedades más ordinarias.

Caricaturista un poco accidental y autor de infinidad de cuentos, reacio a los relatos largos, Thurber hizo la mayor parte de su carrera en The New Yorker, entre fines de la década del 20 y los ’50. Uno de sus mejores amigos y mentores allí fue EB White (el autor de clásicos infantiles como Stuart Little y La telaraña de Charlotte): “El fue quien me enseñó a mejorar el lenguaje periodístico, a limpiarlo de vaguedades”, le contó a George Plimpton para The Paris Review, “y quien me alejó del más bien curioso estilo que estaba empezando a perfeccionar: un ajustado lenguaje periodístico entrelazado con altas dosis de Henry James”. Otro fue el editor y fundador de la revista, Harold Ross, un obsesivo de la claridad y la precisión que también lo ayudó a pulir su estilo conciso y esencial. Para Thurber, Mitty era básicamente una pieza típica de humor americano. “Alguien escribió alguna vez que el humor inglés trata lo común como extraordinario, y el humor estadounidense trata lo extraordinario como cosa común –le dijo a Steiner–. En ‘La vida secreta de Walter Mitty’ intenté tratar lo extraordinario como algo común.”

AGENTE SECRETO DEL RECONTRA-ESPIONAJE

Walter Mitty –o al menos un par de sus ideas– llegó al cine por primera vez ocho años después que al papel, con producción de Samuel Goldwyn y dirección de Norman Z. McLeod –responsable de varias de las mejores películas de los Hermanos Marx– y Danny Kaye y Virginia Mayo como protagonistas. En esta película –que en inglés mantuvo el título del cuento pero por acá se conoció como Delirio de grandezas– Kaye encarna una versión más que ampliada del Mitty del cuento, convertido ahora en un lector de pruebas de una editorial especializada en libros baratos y sensacionalistas (pulp fiction) de amor, terror, sexo y sangre. Acá no está casado, pero sí comprometido con una mujer algo superficial e insufrible, y vive bajo la sombra de su propia, dominante madre. Sus aventuras toman algo de las del cuento, pero mayormente se trata de situaciones nuevas diseñadas al servicio de los siempre discutibles (se lo ama o se lo odia) talentos humorísticos de Kaye, esa colección irrefrenable de morisquetas gestuales y verbales, y sus canciones-trabalenguas. Una idea original interesante del guión era que la chica que aparecía recurrentemente en los sueños diurnos de Mitty tuviera el rostro idealizado de la platinada Mayo, antes de que él la conociera en la vida real, donde pasaba a ser la misteriosa chica que lo involucraba en una trama de espionaje relacionada con joyas de la corona holandesa y nazis. Boris Karloff, uno de los grandes monstruos de la Universal, componía un villano memorable, que en un momento dice, siniestro y convincente: “Sé cómo asesinar a un hombre sin dejar rastro”.

Se sabe que Goldwyn invitó originalmente a Thurber a participar del guión, pero que terminó desechando todas las ideas aportadas por el escritor, quien a su vez detestó la versión final del libreto. Este descontento consta en una carta publicada por Thurber en la revista Life; lo que es más difícil de corroborar pero sin embargo figura en la trivia del film, es que Thurber llegó a ofrecerle a Goldwyn 20 mil dólares a cambio de no hacer la película. Más allá de las estériles discusiones habituales sobre la “fidelidad” de las películas a los textos literarios en que dicen inspirarse, lo cierto es que la producción con Kaye trastrueca una cuestión esencial del cuento: el hecho de que éste nunca le daba a su protagonista la oportunidad de salir al mundo a materializar sus aventuras interiores. Al parecer, Thurber llamaba a la película con sorna y resentimiento, “La vida pública de Danny Kaye”.

MEDIO SIGLO EN LAS NUBES

El truco con que la película de Goldwyn “expandió” el universo de Mitty, hay que reconocerlo, tiene su potencial, y para seguir exprimiéndolo en secuelas y remakes hubiera bastado con imaginar nuevos escenarios para las escapadas mentales del protagonista, de acuerdo con las posibilidades técnicas de cada década. Por eso sorprende un poco que hayan tardado tanto en filmar una nueva versión; aunque no es que no lo hayan pensado antes. Samuel Goldwyn Jr. quiso hacerla a mediados de los ‘90 con Jim Carrey –que venía de Ace Ventura y Tonto y retonto– y Chuck Russell, que lo había dirigido en La máscara; caída esa posibilidad, el proyecto no hizo más que crecer en ambiciones, saltando de estudio en estudio e interesando a directores como Ron Howard y Steven Spielberg. Es increíble que nadie mencione a Tom Hanks –en especial después de Forrest Gump– como un Mitty ideal para esos años, pero los nombres que circularon luego no fueron menores: Owen Wilson (que llegó a hacer pruebas de cámara con Scarlett Johansson), Sacha Baron Cohen, Mike Myers. Y recién hace un par de años, Ben Stiller, que se quedó además con la dirección cuando Gore “Piratas del Caribe” Verbinski abandonó el bote para hacer El Llanero Solitario.

EL HUMOR SECRETO DE SEAN PENN

“Deja de soñar. Comienza a vivir”, reza el slogan de La increíble vida de Walter Mitty versión 2013, y sí, suena un poco a manual de autoayuda, y algo debe tener que ver la mano del guionista Steve Conrad, quien ya había incurrido en otra torpe berretada de superación personal y autoafirmación con Will Smith y su hijo, llamada En busca de la felicidad. Pero la diferencia entre el “tú-puedes” y el resultado final de este despareja pero simpática Mitty 2013 la pone toda Stiller con su empatía, esa melancolía y esa rara modestia y capacidad de humillarse a sí mismo que suele imprimirle a sus personajes. Como si no fuera una estrella de cine.

Y, a cambio de hacer con el cuento de Thurber una operación similar a la del film de Kaye (usarlo solo como punto de partida), al Mitty de Stiller le sobran buenas ideas. Una de las principales consiste en darle ciertos matices a la gris existencia de su protagonista, que ahora tiene un oficio subvalorado (por no decir considerado obsoleto) por el mundo contemporáneo, pero infinitamente noble. Walter Mitty es el jefe del sector de negativos de fotografía –es decir, de esa cosa casi extinta que es la fotografía en fílmico– de la revista Life, justo en el momento en que la legendaria publicación está a punto de dejar el papel para ser únicamente un medio online, y él enfrenta el inminente e inevitable recorte de personal a manos de sus nuevos dueños. Mitty ama su trabajo y es esencialmente bueno con los demás; su único problema radica en ser un superhéroe en sus fantasías mientras que en la vida real no se atreve a dirigirle la palabra a su nueva compañera de oficina (Kristen Wiig, ex alumna de Saturday Night Live y hermosa incorporación de la nueva comedia americana al mainstream).

Otra de las grandes ventajas con la que contaba un Mitty para el siglo XXI son los efectos digitales: ahora sí que las aventuras del hombrecito gris en la tierra de sus propias fantasías se parecen, apropiadamente, a una superproducción de acción y explosiones hollywoodense, y su primera gran transición entre el hombre suburbano sin anécdotas y el paladín capaz de saltar al tercer piso de un edificio en llamas para rescatar al perro con tres patas de la chica de sus sueños, tiene toda la acción, la capacidad de asombro y dinámica de una película de Los Avengers (y el mismo absurdo, sólo que en este caso autoconsciente). El problema de la paleta digital es su abuso: al extenderse también a la infinidad de escenografías naturales por las que Mitty emprende sus nuevas aventuras en la vida real –por Groenlandia, Islandia, en medio del océano rodeado de tiburones, en Afganistán–, y contrario al concepto de Thurber, ya no distinguimos realmente una vida de otra.

El gran as de la película finalmente no es ni el propio Stiller ni Wiig ni MacLaine –ni la graciosa aparición del comediante Patton Oswalt– sino el misterioso perfecto opuesto de Mitty, el hombre que siempre ha vivido todas las aventuras que soñó, el hombre de acción, el que no reprimió jamás nada. Un fotógrafo de la vieja escuela, a lo Magnum, corresponsal de zonas conflictivas, de parajes inhóspitos y con una gran sensibilidad por regiones castigadas del Tercer Mundo que interpreta, con un humor inusual y encantadoramente autoparódico Sean Penn, la superestrella progre y humanista. Alguien escribió por ahí que, en su dimensión más seria, el personaje de Penn encarna a un hombre del Viejo Mundo para una época en que todo el mundo saca fotos todo el tiempo pero nadie se detiene a observar nada. Suena un poco solemne para una película que brilla cuando se apoya en el humor más absurdo, pero la idea es simpática y pertinente.

Lo extraordinario nunca deja de ser narrado como algo extraordinario en La increíble (y no secreta) vida de Walter Mitty pero es probable que en eso radique buena parte de la diferencia entre el cine clásico norteamericano y el tanto más explosivo de hoy. El cuento no buscaba enmendar la existencia vicaria de nadie, ni arreglarle la vida para poder superar (o más bien reprimir) sus fantasías, pero ninguna de las dos películas pudo con su genio mensajero y moralista, y sintieron que sus protagonistas debían ser capaces de tomar sus destinos en sus manos. Ya no existe el hombrecito sencillo de 1939, dos páginas, 10 mil caracteres. Stiller, Wiig y Penn no van a cambiar eso –tal vez ni quieran–; en su lugar, van a hacernos soñar despiertos, como un corte en medio de las pesadas rutinas de nuestro trabajo diario, del calor húmedo y pesado de la ciudad, los cortes de luz y las pequeñas miserias pregonadas por los noticieros, que somos alguno de ellos.

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