EL MUNDO COMO DEBERÍA SER
Arte Pintor, periodista, educador, político, filósofo, poeta y abogado, Pedro Figari fue un artista fundamental en el Río de la Plata entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, un hombre que supo retratar su entorno, intervino en política, hizo humor con las clases altas y se ganó elogios de, entre otros, Jorge Luis Borges. Su carrera como pintor es quizá la más conocida, pero en 1930 publicó una muy peculiar novela utópica, Historia kiria, que él mismo ilustró. Ahora esos bocetos se exhiben por primera vez en el Museo Figari de Montevideo que, además, acaba de reeditar la novela en un elegante volumen de trescientas páginas.
Por Verónica Gómez
Pedro Figari (Montevideo, 1861-1938) tenía casi 60 años cuando decidió dedicarse a la pintura. Sus imágenes surgieron entonces llanas y graciosas, acordes con un temperamento maduro que había sabido nutrirse por décadas de la observación minuciosa de su entorno (montevideano y bonaerense) y la acción directa en el entramado político de su tiempo. De una singularidad más afín al humor mesurado que al manifiesto altisonante, la pintura de Figari supo retratar con ternura la tipicidad de lo local, escabulléndose finamente del estereotipo y la postal a través de un gesto pictórico que no intenta describir las superficies sino la materia emotiva de los personajes y su hábitat. Por sus cartones desfilaron negros candomberos, pericones, cielitos, gauchos, pampas, patios coloniales, ombúes, bailes de salón, entierros y jugadores de bochas. Mantuvo una mirada humorística, aunque no irónica, hacia las clases patricias, que aparecen en sus obras hechas de la misma materia y bajo similares torsiones que el esclavo. Jorge Luis Borges diría en 1930: “La misma brevedad de sus telas condice con el afecto familiar que las ha dictado: no sólo en el idioma tiene connotación de cariño el diminutivo. Esa, también, puede ser la íntima razón de su gracia: es uno de los riesgos generosos de la pasión el bromear con su objeto, y es modestia del criollo recatar en burla el sentir”. Pero antes de ser pintor Figari fue periodista, educador, político, filósofo, poeta y abogado (célebre fue el caso del crimen de la calle Chaná, en 1895, en el que Figari asume la defensa del alférez Enrique Almeida y, mientras cientos de dedos acusadores lo dictaminaban culpable, Figari demuestra su inocencia a contrapelo de toda lógica y produciendo un gran revuelo). Como periodista, Figari se pronunció en varias oportunidades contra la pena de muerte, y su postura fue decisiva para la aprobación de la ley abolicionista de 1907. En el campo de la escritura, exploró distintos géneros: en 1912 publicó su tratado Arte, estética, ideal; entre 1900 y 1910 redactó varios proyectos de ley para la creación de escuelas de arte, y en 1928 publicó el poemario El arquitecto. Pero es dos años más tarde cuando logra reunir sus intereses políticos, artísticos y filosóficos, dando a luz a su novela más ambiciosa: Historia kiria. Un relato utópico, una visión del mundo “tal y como podría y debería ser”, que Figari ilustra exquisitamente y que sería, a la postre, su último libro. En el Museo Figari, en Montevideo, abierto al público en 2010 con una colección maravillosa de pinturas de Figari, puede disfrutarse la serie de 50 bocetos con que el artista ilustró su “Historia kiria”, adquiridos por el museo y nunca antes exhibidos. Difícil pasearse por allí sin esbozar una sonrisa. Los que meditan sonriendo La apuesta del Museo Figari es doble: no solamente adquiere y exhibe una zona poco conocida del pintor, sino que reedita la novela en una cuidada publicación de trescientas páginas que incluye las ilustraciones bajo un atractivo diseño. La novela está estructurada en capítulos breves, que dan cuenta detallada del carácter, organización política, creencias y hábitos del pueblo kirio. Fiel a su estilo, Figari dedica el libro A los que meditan sonriendo. Sin dejar de ser crítica y filosa, a menudo rozando el lamento tanguero aunque a una distancia prudencial de “Cambalache”, su visión del ser humano es de un profundo optimismo. El punto de partida de la novela es un encuentro ficticio: el artista paseaba una mañana por los malecones del Sena cuando se topa con un mercader que le ofrece un antiguo legajo, escrito con atildada caligrafía, en un idioma que Figari no entiende, pero repleto de ilustraciones que atrapan su curiosidad. Previo regateo, Figari adquiere el manuscrito y acude a la casa de Alí Biaba, hombre docto y eximio políglota, que al ver el tesoro exclama emocionado: ¡La historia del pueblo kirio! ¡Por Builah, qué hallazgo! Está escrita en viejo caldeo. Y ahí nomás Alí Biaba empieza la aventura de traducir el antiguo legajo para su amigo que, fascinado, iría tomando notas y tejiendo una empatía cada vez mayor hacia los kirios, al punto de declararse a sí mismo como kirio. A lo largo del libro, las notas de Alí Biaba, teñidas siempre de una posición crítica hacia el mundo contemporáneo, en comparación con el habitado por los kirios, irán mezclándose con las reflexiones de Figari y con la misma traducción más o menos objetiva del documento, a las que se agregan preceptos de filósofos kirios (tan insólitos como sensatos) en el inicio de cada capítulo, lo cual hace de Historia kiria un verdadero coro polifónico. Aclaremos: todas las voces son pergeñadas por Figari, que despliega una inventiva formidable en la proliferación de personajes que resultan funcionales a la hora de dar consistencia a la existencia del pueblo kirio. La situación geográfica del pueblo kirio no es posible precisarla. Se sabe que vivían en una isla deliciosa con forma de corazón, bendecida por una fauna y flora riquísimas, en algún lugar del océano Pacífico. Se sabe que la isla se sumergió de pronto y en bloque, unos trece siglos antes de la era cristiana, sin dejar vestigio alguno. Se sabe que de la hecatombe sólo se salvaron los pájaros. Qué dulce es vivir Historia kiria recurre a una prosa por momentos encantadora y llevadera, de ritmo grácil, que describe primorosamente la filosofía y costumbres del pueblo kirio y, en largos tramos, la prosa se vuelve dogmática, alentada por un ímpetu moralista, como si la caracterización del individuo kirio fuera la excusa para manifestarse abiertamente acerca de los males y vicios de la sociedad contemporánea. Todo lo que Figari consideraba equivocado (o poco sensato, diría como buen kirio) de su tiempo fue la materia prima con que modeló al individuo kirio, en su versión positiva. Nada supersticiosos, de ingenio agudo y de imaginación contenida, los kirios enfrentaban la realidad como a su ambiente natural, en forma llana, “sin alas de cóndor ni de búho”. Vivían con gran aplomo, contentos de vivir, y sus anhelos eran mesurados y escalonados. No estaba en su espíritu ser noveleros ni versátiles. Los relatos de luchas bélicas heroicas los tenían sin cuidado (la guerra les resultaba poco interesante y además cara) y miraban con cierta condescendencia lo truculento y lo trágico, teniéndolos como cuentos para niños (siempre y cuando “no les volaran los sesos”). Cuando se les quería hablar de asuntos ampulosos, ellos se erguían y decían: “¿Cree usted que yo pierdo la cabeza tan fácilmente?”. La felicidad para ellos era hacer lo debido (que era actuar con sensatez), fumar su pipa y tocar el peliandro (instrumento mezcla de guitarra y gaita). Entre las variopintas costumbres curiosas que adornaban a los kirios, había una indispensable para vivir en armonía: así como un músico pide el La para orientarse en la escala sonora, los kirios con frecuencia pedían el Ké (algo así como la relación realidad-medida), deseosos de no desafinar. En cuanto a la existencia de Dios, no habían llegado a aclarar ese punto. “Al no saberse cómo es ni dónde está, lo mejor será que nos ocupemos, entretanto, a la manera de dioses, de nuestros propios caminos”, decían. Reacios a adorar las nubes, o cualquier otra cosa de índole fantástica e inalcanzable, los kirios rendían culto a sus antepasados; les constaba que sin ellos no hubieran existido. No tenían gran imaginación y eran “sanchopanchescos” en su manera de razonar, lo cual los mantenía de buen humor. Sin embargo, no eran superficiales, por el contrario: procuraban examinar las cosas no sólo exteriormente sino por dentro, lo que ellos llamaban el “quinto lado”, refiriéndose a lo oculto, aunque nada que ver con lo esotérico. El reino de la buena pipa Figari viste al kirio con los atuendos del ser humano ideal, pero no platónico sino posible. Recalca que los kirios no admitían el entenebrecimiento de la vida (algo que va a ser hilo conductor en su pintura, que puede escarbar los interiores sin volverse por eso tenebrosa). La vida para los kirios era un pasaje, mas no por un valle de lágrimas, sino más bien por el reino de las buenas empanadas, los peliandros, los bombones y las pipas. Los kirios desconfiaban del melodrama, la teatralización y la grandilocuencia. Sin embargo, podemos deducir en el capítulo “Otras peculiaridades, usos y costumbres” que el kirio era un ser hipersensible a lo cercano, a lo aparentemente trivial y pequeño, aquello que no apela a recursos efectistas ni pretende causar un gran impacto emotivo: “Las congojas de un insecto, las ansiedades de un nido de jilgueros, una nidada de patitos anhelosos de vivir, los emocionaba más de lo que puede emocionarnos hoy el Muro de los Lamentos o cualesquiera de los viejos cuadros patibularios con los que se nos quiere consternar”. Ajenos al artificio, los kirios no eran buenos artistas. Aquí es donde vemos al Figari filósofo desafiar al artista. Los kirios eran malos poetas (Figari apunta una serie de coplas compuestas por el pueblo kirio, torpes y de escaso vuelo) y no soportaban el teatro. Los dramaturgos y actores, sin público, se vuelven marginales en la sociedad kiria y pronto entran en vías de extinción. En un pueblo tan feliz, tan libres de convulsiones anímicas, no puede prosperar el arte. Y Figari, curiosamente, se inclina por la vida feliz y serena, aun cuando eso implique la desaparición del arte. Curiosamente, la descripción de los correctivos que aplicaba el pueblo kirio a los antisociales (aquellos que se apartaban de las maneras sencillas que regían la vida en sociedad) entra en contradicción con aquel joven Figari que abogara por la abolición de la pena de muerte. En Kiria existía el “Epa”, que era una prevención amable dirigida al insurrecto, el “Aka”, equivalente a un sopapo, y por último el “Tok”, que era una patada elegante y fulminante, que aseguraba una muerte rápida y dulce. Exclusivamente a las mujeres se les permitía utilizar la “Utasia”, que era también un golpe mortal, propinado con coquetería, a los viejos chochos, que trataban de acercarse a las más lindas para terminar sus días con gracia. Los niños en Kiria eran “risueños como pelotas” y se esperaba de ellos que fueran útiles y amenos. Los kirios detestaban (aunque la palabra es muy fuerte para el sentir kirio) el victimismo y la monumentalidad. No vivían para la posteridad y el único monumento que existía en la isla era el de los antepasados (una pareja desgarbada sobre un montículo). Si Historia kiria tiene algunos aspectos en común con la novela utópica paradigmática, la utopía renacentista de Tomás Moro, como la condición de isla, el ordenamiento de los capítulos, la primacía de la política y organización social sobre las circunstancias individuales. Se distancia de ella por un elemento que estructura el relato: el humor. Los dibujitos de Figari, muñequitos graciosos y queribles, que condensan en la versatilidad de sus posturas una manera de ser, son el anclaje indispensable para mantener la sonrisa en vilo durante el recorrido de la isla de Kiria. Al final, Figari nos hace sentir que todos podemos ser un poquito kirios y que el mundo podría ser, sin grandes convulsiones, un lugar mucho más amable. Historia kiria: Cincuenta bocetos Pedro Figari. Hasta el 20 de marzo de 2014 en el Museo Figari, Juan Carlos Gómez 1427, Montevideo, Uruguay.