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Domingo, 3 de abril de 2005

Viaje al centro del bunker

 Por Rodrigo Fresán

UNO

En Running Dog –novela publicada por Don DeLillo en 1978 y traducida al castellano como Fascinación–, una serie de personajes más o menos siniestros lucha por conseguir el botín definitivo en materia de coleccionismo nazi: una home-movie supuestamente porno filmada y dirigida –en las profundidades de los últimos días del Tercer Reich, en las tripas del bunker de Berlín, bajo las ruinas de la Cancillería– por el mismísimo Adolf Hitler.

Al final, luego de que muchos mueran por verla, la película existe, pero ofrece algo mucho más inquietante que el paisaje del Führer desnudo entregado a orgías esvásticas. Lo que se ve en la pantalla –nos cuenta DeLillo– es a Hitler caracterizado como Chaplin, entreteniendo a los rubios hijos de Goebbels que están a punto de ser sacrificados.

Y la idea tiene su gracia y su horror: sabiéndose derrotado, con su sueño en ruinas, Hitler huye de su realidad, parodiando al que lo había parodiado antes en El gran dictador. Porque, tal vez en ese instante terrible, Hitler comprende que a partir de ahora –su inminente cadáver suicida próximo a ser incinerado– será carne de celuloide inflamable, materia de frío documental, oscuro pero encandilante icono de la infamia y, de tanto en tanto, paladín de humor negro. Porque, a no olvidarlo, es Hitler el que le firma un autógrafo no solicitado al héroe aventurero de Indiana Jones y la última cruzada, y es Hitler el que –imitado por Peter Sellers en una grabación tan desopilante como siniestra– deforma una canción de los Beatles con la métrica histérica de sus discursos; y es Hitler el que se convierte en leitmotiv de ese musical demente, “Primavera para Hitler”, que está en el centro de Por un fracaso, millonarios de Mel Brooks. De algún modo, Hitler presiente lo que se le viene. Y al comprenderlo, Hitler, en la novela de DeLillo, opta por su propia solución final: convertirse en un comediante de sí mismo, imitando –ironía de ironías– a un cómico que se rió de él para que todos nos riéramos con él.

DOS

Y, sí, Hitler –junto con los judíos Freud y Einstein– como una de las personalidades que definieron el siglo XX. Si Freud revoluciona nuestro interior y Einstein nuestro exterior, entonces Hitler revoluciona ese estadio intermedio y difícil de ubicar que es la concepción que hasta entonces se tenía del Mal y el Bien. Hitler como insuperable MegaVillano (porque Stalin es tanto menos “interesante” desde un punto de vista anecdótico). Hitler, que –según cuenta la leyenda urbana– fue descalificado a último momento por los responsables de la revista Time en la carrera por el galardón de “Hombre del Siglo”, y que –pese a la siempre ácida insistencia de John Lennon– quedó afuera de la portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (hay fotos de la sesión donde se lo ve de refilón, descartado, apoyado contra una pared del estudio fotográfico).

Y todo esto –Hitler y su breve bigote y su locura operística– vuelve con El hundimiento, largometraje de Olivier Hirschbiegel basado en el libro homónimo del historiador Joachim Fest, y con Hasta el último momento, las memoirs secretariales y subterráneas de la por entonces joven taquígrafa y mecanógrafa Traudl Junge y, de forma indirecta, con el texto por encargo de los servicios de inteligencia británicos que funda y alienta a toda futura investigación bunkeriana: Los últimos días de Hitler, del inglés Hugh-Trevor Roper.

Digámoslo de una vez: El hundimiento está lejos, muy lejos, de ser gran cine. Encuadres rutinarios, ritmo previsible, guión funcional, y resulta inevitable pensar lo que podría haber hecho Stanley Kubrick con semejante material. Digámoslo mejor: lo único que importa en El hundimiento –el resto de los actores es invariablemente mediocre, o tal vez sucumbe antela injusta comparación con el protagonista– es el retrato que hace Bruno Ganz de Hitler. Una obra maestra de la recreación inventiva. Sí: a partir de ahora, el Hitler de Ganz ocupa el mismo podio que el Lawrence de Arabia de Peter O’Toole o el Ed Wood de Johnny Depp; reencarnaciones sublimes, literalmente “de película”, que se las arreglan para suplantar en nuestro imaginario al modelo original.

De acuerdo: hubo muchos Hitler. Entre los más recordables están el de Richard “Viaje al fondo del mar” Basehart; el de Derek Jacobi en Adentro del Tercer Reich; el de Mel Blanc, que le ponía voz e histeria a los dibujos animados de Bugs Bunny & Co.; el de Robert Carlyle en la reciente miniserie que narra su vertiginoso ascenso al poder; el de Anthony Hopkins en El bunker, la miniserie sobre su caída; el de Alec Guinness en Los últimos diez días; el Hitler sobreviviente de Narciso Ibáñez Menta en El monstruo no ha muerto; el Hitler falsificado de Ser o no ser de Ernest Lubitsch... Todos ellos se esfuman como fantasmas de cinemateca. A partir de ahora, Ganz es Hitler y Hitler –desde un punto de vista fílmico– pasa a ser sólo alguien interpretado por Ganz, ex candidato a un merecidísimo Oscar que, en un año infestado de biopics, se sabía imposible porque... ¿alguien se atreve a darle un premio a Adolf? Mejor, Ray Charles. Hit the road, Adolf...

TRES

Viendo El hundimiento, y recordando la tan poco sustancial polémica alemana sobre los peligros de este Hitler “humanizado” (porque a nadie se le ocurre pensar que este señor, que elogia los spaghetti y se conmueve ante la muerte de su perro y justifica el holocausto de su propio pueblo, alegando que “no supieron estar a la altura de los acontecimientos”, sea un tipo “normal”; lo polémico y preocupante es la creciente xenofobia europea y esas muy vigorosas juventudes neonazis), quizá lo más interesante sea la saludable poca voluntad del film a la hora de vender el asunto como el habitual y reflejo y automático Götterdämmerung. Y lo más involuntariamente cuestionable es, seguro, ese final con soviéticos bestiales y –¿acto fallido inevitable y racial?– esos dos jóvenes arios huyendo en bicicleta hacia un mañana mejor.

Pero, en rigor de verdad, lo que se nos muestra en El hundimiento no está muy lejos de una vulgar e inocurrente emisión de cualquiera de los Gran Hermano que azotan la superficie de nuestro planeta catódico. Ya saben: “Eva, estás nominada”, o “Speer, debes abandonar la casa”. Y así se espera el último crepúsculo mientras se desempeñan sucesivas tareas domésticas (imaginar batallas ya imposibles, envenenar a los hijitos, dictar testamentos, pasear al perro) y toda la solidez de un Reich diseñado para durar un milenio se hace cenizas en el aire de Berlín.

En Timequake, el genial escritor Kurt Vonnegut, mucho más ocurrente, propone una estampa absurda pero trágica como tema de un relato de su alter ego Kilgore Trout titulado “Bunker Bingo Party”. Allí, Hitler y sus acólitos distraen su angustia jugando al Bingo. Hitler –que nunca había jugado– gana la primera partida y exclama: “¡Milagro! Esto es una señal de que no todo está perdido!”. Vonnegut apunta entonces que “Eva Braun arruinó el momento tragándose una pastilla de cianuro que su marido le había dado como regalo de bodas”. Enseguida, otra vez deprimido, el Führer discute con Goebbels cuáles serán sus últimas palabras. Lo que primero se le ocurre es: “No me arrepiento de nada”. Goebbels le cuenta sobre el mantra/canción de una tal Edith Piaf que, añade, es conocida como “El Pequeño Gorrión”. Poco apropiado. “¡Ya sé!”, exclama Hitler. “En cualquier caso, yo no pedí nacer. ¡Bingo!” Y se pega un balazo.

La revancha del Führer será y sigue siendo un persistente premio consuelo: novelas y películas que nos aseguran que –en dimensiones alternativas, en pliegues secretos de la Historia– Hitler ganó la batalla, o que sigue vivo como Elvis, o que fue clonado en serie y en pequeños adolfitos que yasaben lo que quieren ser cuando sean grandes, más grandes todavía, inmensos, colosales, monstruosos.

Todos ellos, cuando sean grandes, quieren ser Bruno Ganz.

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