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Lunes, 16 de enero de 2006

CULTURA / ESPECTáCULOS › EN UNA DE LAS MAXIMAS CARACTERIZACIONES DE SU CARRRERA

Al Pacino, el que rara vez decepciona

 Por Leandro Arteaga

Cuando el climax arriba a El mercader de Venecia, Shylock y Al Pacino ya son una misma persona para el espectador. El momento es turbador: Shylock exige el cumplimiento de la ley, mientras el Dux y demás doctores en leyes buscan el modo de poder desdecir lo que la letra ya ha dicho. Antonio (Jeremy Irons) se desmaya y es maniatado para que, así, el usurero judío pueda cobrarse la libra de carne del cuerpo del respetable cristiano. Shylock/Pacino afila, ordenadamente y luego de disponer una balanza para el peso exacto de la carne cortada, su cuchilla. El momento es terrible, el espectador lo vivencia, y el genial actor -cree uno, desde la posterior charla de café- lo disfruta.

Tal vez El mercader de Venecia sea la posibilidad de volver a ver a Al Pacino (EE.UU. 1940) en una de sus máximas caracterizaciones. Sin olvidar otros hitos de su filmografía: El iniciático se produjo cuando apareció en El padrino (1972), su tercera película como intérprete cinematográfico. En su gran carrera como actor, compaginando el cine con el teatro, le proporcionó diversos galardones, logrando el Oscar al mejor actor principal por Perfume de mujer (1992). Con anterioridad había sido nominado al nominado al Oscar como mejor actor principal por Serpico (1973), El padrino 2 (1974), Tarde de perros (1975) y Justicia para todos (1979) y como mejor actor secundario por El padrino (1972), Glengarry Glen Rose (1992) y Dick Tracy (1990). Además logró el Globo de Oro al mejor actor principal por Serpico (1973) y Perfume de mujer (1992).

El mercader de Venecia, el film de Michael Radford, no acude a esteticismos ni a extraños montajes fílmicos. Su film se centra en la letra de Shakespeare, lo que permite un respiro mayor para el actor y su personificación. De este modo, la cámara descansa en lo que se dice, y nuestro actor elabora y elucubra, acompasadamente, a uno de los personajes más conflictivos de la historia de la narrativa.

Podemos, desde este lugar, practicar un paralelo con la notable composición que del también judío "Fagin" lleva a cabo Ben Kingsley en Oliver Twist, de Roman Polanski.

Así como Polanski utiliza el texto de Dickens para dar una mirada propia y nunca condenatoria de Fagin, podemos pensar de similar modo en lo que respecta a Shylock, víctima final de una venganza que en vano procurará concretar. Shylock sólo reacciona, lógicamente, a los insultos y los escupitajos que la ley veneciana tiene para él. Sabe, conjeturamos, que no por ser benévolo con el cristiano lo serán luego los demás con él. Sabe, también, que no es una reparación lo que pueda lograr, sino sólo una "justa" venganza.

La usura es la herramienta de vida que la ciudad pergeña para aquél que desdeña y condena aunque, hipócritamente, necesite de ella para sus caprichos. La letra de la ley, de igual modo, se revela como objeto de una hermenéutica caprichosa, acorde con la habilidad de palabra y desdibujando un concepto claro -si es que éste existe- de justicia. Shylock recurre a ella como a un refugio desprotegido. La trampa ya no será el artilugio de la profesión del judío, sino que ahora él tendrá que soportar este juego cruel, irónicamente, y de manos de quienes, justamente, son los defensores de las leyes y de la ciudad.

En el medio de todo ello, fulgura la interpretación de nuestro querido actor. El Shylock de Al Pacino pasa, así, a formar parte del inmenso repertorio que, según Bioy Casares, Morel inventara para su isla de inmortales.

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Al Pacino y Shylock, cuando actor y personaje son lo mismo. Se cobra la deuda de Antonio y genera un momento sublime de film.
 
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