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Martes, 19 de mayo de 2009

CULTURA / ESPECTáCULOS › NIGHTSHOTS, DE JUAN ANGEL SZAMA, SE EXPONE EN EL CEC HASTA FIN DE MES

Una mirada que capta el deseo mismo

Las 18 fotos que componen la muestra montada por Andrea Ostera y Carlos Herrera logran el efecto final de una mirada desesperada que abre fuego a ciegas sobre lo aún no visto. Otra prueba de lo que produce el talento local desde la precariedad.

 Por Beatriz Vignoli

"Las fotos de noche sólo parecieran ser mágicas si tienen lunas", escribe Magalí Piano en el texto ploteado en letras blancas sobre una de las paredes externas de la sala, junto a la entrada. "Los flashes se multiplican y a la mayoría le salen mal. Y el que se arriesga sin flash, consigue puro grano. Pero el grano mismo ya es un relato de la noche. El grano mismo contiene un poco de esa lentitud del ojo cansado". De eso se trata Nightshots, la exposición de fotografías de Juan Angel Szama que puede verse hasta fin de mes en la Fotogalería Emergentes del Centro Cultural de Expresiones Contemporáneas (CEC, bajada Sargento Cabral y el río). De un artista que trata de poner en juego la sensibilidad particular del ojo propio entre esa multitud de gente que obtura sus teléfonos móviles y cámaras digitales a toda hora, en cualquier parte.

Esta muestra de fotos nocturnas hace pensar más que ninguna otra en las condiciones actuales de producción y circulación de las imágenes. Gracias a la accesibilidad de la técnica, fotografiar es como charlar y las imágenes se han convertido en algo así como el equivalente visual de las palabras, lenguaje al que Wittgenstein definía como puramente público. Por eso un artista de la fotografía se enfrenta hoy al desafío de tener que encontrar la propia voz entre tanto léxico impersonal; parece ser muy consciente de eso Juan Angel Szama, quien sale a buscar en la noche no una imagen particular sino su propio trazo. Y afronta muy valerosamente ese desafío al independizarse en la mayor medida posible del virtuosismo técnico. Como él mismo escribe en su provocativo texto de catálogo, se propone "construir desde el descarte, lo obsoleto. Desde celulares con cámara hasta efectos o accesorios con los cuales en teoría es imposible producir algo bello".

En teoría. Porque la verdad es que lo produce. Paradójicamente sin producción, sin iluminador, desnudo casi, totalmente unplugged y low fi, como el poeta que sale al ruedo armado únicamente de su propia voz, Szama dispara a quemarropa contra la oscuridad absoluta un flash berreta, violento como la linterna de un policía, con el que consigue sin embargo un tenebrismo místico barroco de temer... pero en versión contemporánea. Sólo una pequeña parte del plano fotográfico está expuesta; el resto, subexpuesto y en tinieblas. En esa mínima zona visible surgen fragmentos de cuerpos y de rostros de mujeres tan expuestas y vulnerables como él y que sugieren peligro, imprevisibilidad y ansia. El ansia de quien busca, en la noche, algo que sólo sabrá qué es cuando lo encuentre... pero se sabe que no va a encontrarlo jamás, porque esa ansia es deseo en estado puro. En resumen, Juan Angel Szama logra fotografiar el deseo mismo.

El tenebrismo y los motivos nocturnos de Juan Angel Szama guardan ciertas similitudes con los de otro fotógrafo rosarino, Luis Vignoli (y su temática lo emparienta además con el de algunas pinturas de Pedro Iacomuzzi). Como Vignoli en sus fotos encontradas de los '90, Szama logra captar en los cuerpos, gestos y rostros de las mujeres algo de esa pura promesa inefable (y decepcionante) que se da en llamar "la noche rosarina"; como en sus obras más recientes, decide dejar zonas a oscuras. Pero son oscuridades distintas. Las de Vignoli son lujosamente negras y parecen invitar al espectador a adivinar qué hay ahí, cautivándolo en un juego de enigmas. Las de Szama son deliberadamente "pobres" y tienen la contundencia inapelable del gesto expresionista, que como un golpe asestado a la nada busca afirmarse más que contemplar algo. Su eje no es el objeto de la mirada sino el sujeto. Y también enseñan que la mirada tiene un precio, que mirar cuesta.

La muestra es realzada por un montaje excelente, que pasa desapercibido precisamente porque de eso se trata un buen montaje. Es obra de artistas: Andrea Ostera y Carlos Herrera. Y eso se nota. Está hecho con la discreción de una exquisita sensibilidad, lo que equivale a decir: con gran sentido estético. No podía ser más acertada la decisión de iluminar con un solo foco las paredes negras de la improvisada pero eficiente sala, lo que acentúa la incómodamente pornográfica sensación de estar viendo poco y nada, sensación que también transmiten las fotos de un modo bien logrado. Además, las 18 fotos que componen la muestra no sólo están agrupadas en siete conjuntos sobre los nueve paneles (dos de ellos llevan una sola foto) sino que cuelgan a diferentes alturas. Esto por un lado integra la oscuridad de la pared con la del campo subexpuesto, haciendo que toda la sala sea una obra, ya que por otro lado acentúa el efecto de disparo al bulto, azaroso e impredecible. El efecto final es el de una mirada desesperada que abre fuego a ciegas sobre lo aún no visto. Haber logrado esto con poco más que cuatro tablas, una lamparita y un teléfono celular habla de la magia del arte que desde la precariedad está produciendo hoy en Rosario el talento local.

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Juan Angel Szama logra fotografías únicas a partir de un dispositivo masivo como el celular.
 
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