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Miércoles, 21 de enero de 2009

CONTRATAPA

Entre dos fuegos

 Por Adrián Abonizio

Eran lo innombrable y no por repulsión o monstruosidad. Sencillamente no existían para nosotros, los hacían alejar de nuestras vidas con la indiferencia de los adultos que esconden de una forma tal las cosas que los niños intuimos que en esa defensa de ausencia de palabras hay algo detrás que no sabemos si es mortal, pecaminoso, engañoso, funesto o prohibido. Mi tío Vargas, el de los arrabales provocadores decía que los había tratado y que eran de temer. El, que era portentosamente intrépido y era capaz de extraer en soledad un surubí de 40 kilos, pelearse a cuchillo con un islero ladrón o estando casado mantener una chiquilla de veinte años enamorado, justo él, al nombrarlos bajaba la voz. -Compadre, le decía a mi papá, son jodidos. Vivía en la cortada Díaz Vélez que desembocaba en el cementerio de los Disidentes y allí bajo la tierra de sus sepulcros sin cruces descansaban los deudos. Los chicos no sabemos de razas, credos y maldiciones inventadas en contra de tal o cual grupo. Nosotros los chicos jugábamos con quien quisiera jugar, con quien compartía. Pero ellos, los hijos de los que nadie nombraba no estaban allí envueltos en sospechas. Y si lo estaban no nos importaba. Lo necesario para que aquella comunidad desorganizada del juego de la pelota funcionase era que cada pibe supiera al menos parar una y dar un pase o hacer un gol. Ahora que rememoro andaban por ahí el nieto del relojero, un flacucho mordaz muy habilidoso; el de los de la mercería y los hijos de la casa de fotografía. Que yo sepa nada había contra ellos pues nada sabíamos ni nos importaba. A pesar del cura y sus siniestras advertencias acerca de los "no bautizados" -usaba ese eufemismo estúpido tanto como eran de estúpidos sus sermones- jugábamos igual con quien sea y como sea. Empezamos a desconfiar de los adultos como de la religión, cualquiera sea. Sus templos presuntuosos, sus marfiles, sus mármoles poco y nada significaban para nosotros, más que la esclavitud de asistir a catecismo, esa cárcel prolongada en infiernos y demonios de variada especie. Veíamos de lejos las otras construcciones, las sinagogas donde honraban a su dios y pasábamos delante sin preguntarnos nada. Ninguno era sagaz, no había ideología, ni resentimiento, ni dobleces: cada pibe que jugara bien era bienvenido. El moruno, el de piel oliva, el chileno, el santiagueño, el judío convivían en divisas que íbamos armando conforme los resultados. Había leyendas que supe oír, espía siempre de conversaciones aletargadas de los mayores en el club. -Son explotadores. -Son bandidos. -Son raros. -Son de afuera. Pero nada de ello cuajaba en nosotros. Nos enteramos de que no festejaban la Navidad, se perdían los regalos y que los Reyes nada les dejaban en el arbolito y que no esperaban al Niño Dios ni a Papá Noel. Cosa de ellos. Con tal que supieran pisar una pelota y reírse y hacer la siesta charlando a la sombra, con eso alcanzaba. Una tarde de noviembre ganamos el ansiado trofeo de los barrios: un jugador en bronce con la pelota en el empeine, terminada de mala forma con chatarra, como si el artesano hubiese culminado la obra a las apuradas con el material noble y le hubiese agregado algún otro resto impuro porque no le alcanzó del todo. El nieto del relojero, Moisés, había sido el que brillara como ninguno durante toda la competencia. En el último partido había hecho los tres goles y por unanimidad y a sus espaldas decidimos que sea él quien guardara en su vitrina impecable el trofeo, pues no teníamos club donde mostrarlo. Se lo merecía: había sido generoso, humilde y prestado desde la pelota hasta dos camisetas para los más pobres; el Tinto y Cachu que vivían tras las vías. Con sus ahorros se las compró, lo sabíamos y darle el trofeo era el reconocimiento. El artesano, vaya a saberse porque, le había adosado al jugador un cohete a la espalda como si aquel hombrecito mitad bronce mitad chatarra representara la velocidad, el triunfo, el arribo a las estrellas.

Hoy leo sobre Gaza. "Los 'kassam', tubos artesanales de metal, rellenos de pólvora y clavos, tienen la fuerza suficiente para subir 8 metros, traspasar el muro y explotar en una lluvia de clavos contra sus opresores y que irónicamente ellos mismos rescatan para transformar en esculturas que adornan sus hermosos jardines y que muestran como una evidencia de la violencia que son víctimas".

Recuerdo al trofeo y aún puedo verlo sobre la vitrina de nuestro amigo Moisés Cohen.

Me gustaría charlar con él. Dicen que se fue a Israel. Dirige un club de fútbol y créanme, conociéndolo, debe estar sufriendo entre dos fuegos.

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