rosario

Miércoles, 23 de diciembre de 2009

CONTRATAPA

Un color rosa japonés

 Por Adrián Abonizio

Era la hora en que cielo se ponía de un rosa japonés como los grabados que adornaban malamente la tintorería El Sol. Ese reflejo volcado sobre el vidrio, dispuesto de a pedacitos cuarteados armaba un vitreaux que duraba unos instantes hasta que los rayos espichaban como muertos tras los tapiales de la sodería. Ese color. Ese olor de jazmín del Paraguay y la presunción de la tormenta bramando con astas embistiendo lo invisible, me ponía de un animo exultante y silencioso. Era como una orden: no pensar, no pensar, no pensar. La China sonreía envuelta en los vapores desde donde parecía emerger desde siglos pasados: una niñita presa en su celda de humos protegida de los dragones gracias a su sonrisa y algún hechizo dispuesto en las figurillas de la pared. Yo estaba solo, andaba solo, necesitaba y creía estar solo porque me estaba curando de algunas heridas de desamparo y ternura oblicua que los jovencitos sentíamos pero que no expresábamos. Yo sentía crecer dentro mío una ferocidad feliz, tanto que me daba lo mismo trompearme que bailar solo en el borde del precipicio que se abría a una garganta de piedra con fondo de claraboyas. O entrar a charlar con la China que no entendía un pomo pero se sonreía con toda la cara, con todo el cuerpo que era un gusto. Hay una edad sin fechas, un cronómetro que un día se desarma y cruje y vuelve a andar pero ya no es el mismo porque el olor, el viento anhelado y furibundo de seda se nos ha metido en nuestros pulmones y llegado hasta el cerebro y al no saber que es, nos enamoramos, nos golpeamos, dejamos de comer o nos encerramos. Yo tenía todo ello junto. Defendía a una abejita que valientemente se debatía para no ser arriada hasta el hormiguero repleto de asesinas; coleccionaba recuerdos de autos con colores parecidos, entraba a las casas abandonadas para quedarme en la maleza o en una galería de ladrillos desiguales a apreciar la llegada de algún fantasma. Y venteaba lo nuevo, el cambio en la casilla del guardabarreras, sólo que lo que vendría de nuevo no habría de ser un tren. Sería un algo, no lo sabía, por eso no dormía ni hablaba con mis padres. Sólo la China. Ella. Milenaria y sudada, petisa, de piernas blancas y pantorrillas de tacón. Nadie hubiese dado un centavo por ella pero en mi nueva condición de angel epifánico la llegué a ver perfecta, superior. Me dejaba estarme allí, al amparo del calor de la calle con otro más químico y tremebundo bajo el consuelo de las paletas del ventilador que parecían la quilla de un barco y en su lento girar me helaba y me dejaba asar como temblar intermitentemente. Una mañana ella me indicó que la siguiera por un pasillito de madera hasta dar con una pieza rectangular oliente a esencia exótica y humedad de pobre. Me señalaba la cunita donde otra Chinita dormía como un juguete. Me estaba ofreciendo su tesoro, me lo estaba abriendo, me lo estaba dejando adorar. Tuve en ese instante una idea magnífica y gigante: sería el Niño Dios que precisábamos para el pesebre que se habría de celebrar en la ochava como todos los años. Le expliqué, le hice dibujitos sobre unos signos. Ella entendió y casi saltó de risa. Me abrazó delicadamente y luego me dijo que me fuera que había gente tocando el timbre del mostrador. Regresé con la noticia encaminado como un cohete feliz hasta la sacristía, donde, bajo el alero algunos chicos leían el catecismo en voz baja. Busqué al cura que lo organizaba y le desgrané la idea. Dios no ahuyenta a sus criaturas pero, válgame que tener un niño Jesús así... no creo que sea conveniente. Además ya está, ayer tarde me ha traído el suyo la señora Fernanda, un primor rubito como nuestro Señor Jesus. No escuché más.... Afuera el sol era el mismo y el azar también, lo único que había cambiado era que jamás de los jamases volvería a pisar aquellas baldosas ni a jugar para la parroquia. Había entendido y eso, esa comprensión era lo que sin saber me estaba esperando para entender un poco más del mundo.

Extrañamente me pacifiqué. Todo estaba claro y la vida de allí en más habría de constituirse en un algo siniestro contra lo cual habría que combatir, como los piratas, como los presos en su galeotes, como los niños salvados de los Herodes con faldas de mujer.

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