rosario

Viernes, 22 de octubre de 2010

CONTRATAPA

Sin pecado concebida

 Por Guillermo Paniaga

María oyó las risas apagadas que provenían del corro más alejado e indignada caminó hacia el fondo para decirles a los irrespetuosos que si no podían mantener la boca cerrada, entonces se retiraran, faltaba más.

Pero preciosa -le dijo uno de los que aún reían picados por la caña y el calor de enero , cálmese, no pierda usted también la cabeza.

Un coro de risas estalló en el patio y la muchacha se alejó más molesta aún, decidida hasta de llamar a la policía si nadie podía controlar a esos borrachos de porquería.

Esos borrachos, como los llamaba no sin justicia la mujer, habían sido si no los mejores amigos, los compinches de toda una vida de Ramón, vida que esa noche despedían y velaban en el patio más oscuro del barrio Mburucuyá. Y a ella le indignaba que se rompieran las normas protocolares de cualquier velorio, incluso el de éste en el que le sostenían los cirios a un guacho tan grande. Porque la muerte, sea quien sea el muerto, es una cosa muy seria, decía a quien quisiera escucharla.

María había detestado a Ramón desde la primera vez que lo vio, una tarde de octubre de hace 10 años, cuando llegaron al barrio él y Eladia, la viuda que ahora lloraba aparatosamente a los pies del féretro. Eladia era tan delicada, tan indefensa a la violencia de Ramón y la banda de borrachos de sus amigos, que María inmediatamente la adoptó como si fuese una hija -como una hija enferma del corazón o de los nervios, decía la propia María a las comadres de la cuadra-, aunque las amigas fuesen de la misma edad.

Ahora María se había olvidado de los borrachos porque en el fondo de la casa se había puesto a ladrar y aullar desaforadamente el galgo raquítico que acompañaba a Ramón cuando a éste se le daba por salir de caza por el monte. Precisamente al finado lo encontraron decapitado en un galponcito del fondo en el que solía encerrarse las noches previas a una cacería para preparar las armas y vaya uno a saber qué más. De la cabeza ni noticias. Lo reconocieron por la ropa y por el San La Muerte carcelario que llevaba tatuado en el pecho.

Mirá como lo llora, che -le dijo Eladia que, ahora sola, descansaba ojos y garganta. A ése ni los perros lo lloran de verdad, le respondió María. Andá a callarlo, por favor, me pone muy nerviosa, le pidió Eladia.

Como si fuera tan fácil, pensó María mientras en la cocina buscaba algún pedazo de carne que lograra calmar al animal, nerviosa deberías haberte puesto cuando le negabas a la policía cómo te fajaba el hijo de puta ése.

Sobre la mesa estaba el enorme cuchillo, tan limpio, brillante, tentador. Lo contempló hipnotizada por el resplandor de la hoja y la inercia del pasado reciente. Habría que callarlo como lo callaron al dueño, pensó María y salió de la cocina con un gran trozo de carne en las manos.

En el patio ahora el barullo era aún mayor: los amigos de Ramón reían y peleaban por un lugar en la estrecha medianera que separaba el patio de Eladia con los fondos de la casa de María.

¡Qué pasa en mi casa; a ver, ustedes, manga de turros, qué pasa en mi casa! -gritó la mujer.

Uno de los borrachines, el más gordo y por lo tanto el menos capacitado para treparse a una pared, razón por la cual esperaba a un lado que la jarana terminara, le explicó que habían decidido soltar al perro para que se dejara de molestar con sus ladridos, y que apenas le habían quitado la cadena había saltado el muro y ahora estaba en el patio vecino actuando como un loco, desparramándose sobre el piso como cuando hay carroña y despellejándose las garras en el pozo que intentaba sobre aquél suelo reseco y pedregoso.

María, sin pensarlo dos veces, tomó el revólver que asomaba en la cintura de uno de los borrachines trepados al tapial y con más agilidad que la que había demostrado el perro, subió a la pared medianera y disparó a la sombra que, imaginó, sería el animal.

Pero qué hace, mujer -le gritó el borrachín desarmado, y de un manotazo le sacó el revólver de las manos.

María temblaba de los nervios. Me estaba arruinando el jardín -dijo- ahogada en lágrimas y con el rostro trémulo, aunque sin llanto.

El perro se escapó -dijo uno- andaba con algo en la boca.

Hay sangre en el patio -dijo otro- parece que le dio.

María volvió a la casa y se encerró en el baño donde todavía estaban las cosas del finado: la crema para afeitar, una maquinita para gilletes, un peine negro de bolsillo con rastro de caspa. Se miró al espejo y, a los ojos, se dijo con odio que esa estúpida temblorosa y llorona no era ella; respiró profundo, se refrescó la cara con agua y, cuando por fin se compuso, regresó a la capilla ardiente para acompañar a la viudita.

Los pocos presentes en el velorio se habían concentrado en el patio del fondo; algunos contaban a otros lo que había ocurrido poco antes con el perro; un grupo más chico se apiñaba en torno de María, que aún estaba pálida y lagrimeaba, parecía sufriente por la pérdida; otro grupo más pequeño atendía a Eladia, que al ver que perdía protagonismo se había echado a llorar de nuevo y más fuerte que María.

Todos permanecían de espaldas a la puerta, de ahí que ninguno de ellos se percatara de la entrada del galgo de Ramón, que avanzó medio a los tumbos arrastrando un bulto del tamaño de una pelota; caminaba débil pero con cuidado y sostenía delicadamente entre los dientes la carga cubierta de tierra y guijarros. El perro se echó a los pies del féretro, soltó el bulto y lo limpió con una lengua sumisa y leal.

"¿Voy a buscar agua fresca?", dijo uno de los que atendía a la amiga de la viuda; con su paso al costado abrió un hueco en la pared de camisas sucias y sacos zurcidos. De pronto se encontró con la cabeza de Ramón que la miraba a los ojos. La miraba, sí. Eladia juró que la miraba a los ojos. Y que hasta parecía que quería hablarle.

Era cerca de la medianoche; los gritos de las mujeres se oyeron a más de diez cuadras a la redonda; todavía las viejas comentan, sentadas a la puerta de sus casas, aquella calurosa noche de los alaridos que les atragantó el tereré, esa voz estridente y como de ultratumba que le echaba la culpa a María, que insistía en que todo había sido idea de María.

Todo por María.

María.

Las viejas se persignaban y repetían como posesas: sin pecado concebida.

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