rosario

Sábado, 11 de febrero de 2012

CONTRATAPA

Eros, de la suavidad

 Por Miriam Cairo

La suavidad tiene sus principios y sus finales. Anda por la casa como cualquier suavidad, a veces desnuda, a veces con sandalias, con un pie en los remolinos y otro en la luna. Con sus pasos de dos mundos entra y sale de mi casa como quien entra y sale de ensueños.

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A veces no la veo pero la oigo detrás de mí. A veces rehúsa ser mirada. Cuando rehúsa, yo sigo mi vida con ella detrás. El esfuerzo de no verla es grande, pero todo lo que ella no desea yo tampoco lo deseo. De eso muere. De no desear nada. Y cuando lleva un tiempo muerta, toma la forma de un cuerpo contagioso. Pero no dura mucho.

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La suavidad es un monstruo que me persigue. Tiene pelos sedosos, nutridos con lava y esperma. Cuando los agita barre el tiempo. De cada seno emana suavidad suficiente para amamantar a cada hombre y a cada mujer de este mundo. Es imposible que alguien quiera volver a morir después de haberla bebido.

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Una noche, después de llevar varios días muerta, me pidió que la despertara. Utilizó ese verbo. Podría haber usado cualquier otro. Entonces la desperté con el verbo despertar y me devoró con los colmillos de un lobo que le salía de la garganta. Ella y su lobo me comían de buena gana. No me hice la pregunta del hambre sino la del insomnio. Toda la noche despierta me dejé devorar por ella y su lobo. Unas veces propagaban terciopelos, otras veces desataban una tormenta de murmuraciones secretas. La tormenta duró toda la noche. Y también el insomnio. Me devoraban con el verbo devorar y yo moría con el verbo vivir.

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Otras suavidades son de una constelación completamente distinta. No duran mucho. Cuando penetran la noche no alcanzan a hacer fulgores en el cráneo. No se atreven a moverse con el verbo mover. No giran con el verbo girar. No ruedan con el verbo rodar. Esas suavidades tardan en ponerse en marcha. Apenas abren la boca para bostezar. Tienen el torrente sanguíneo de una estatua. Pie y talón que deja una huella más en el camino de las huellas.

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La suavidad llegó a mi vida en la infancia. Era el monstruo al que le temía. Huía de ella. Pero cuando no me perseguía salía a buscarla. En la hora de la siesta, con terrores y fruición la buscaba. No tardé mucho en salir de la infancia montada en su ala de atravesar la noche. Vivir con el monstruo era una proeza y un latrocinio. Los monstruos suaves en mi infancia estaban prohibidos. Ella me lastimaba y a la vez me ponía a salvo. Tuvieron que pasar muchos años, muchos monstruos para darme cuenta de que el monstruo de la suavidad era el monstruo que nunca me había abandonado.

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La suavidad tiene un cuerpo paralelo al cielo y a la tierra. Cómo es posible que su cuerpo fructifique de esa manera. Que su cuerpo suceda como algo que existe, hijo de un deslizamiento y de una membrana. Me hice estas preguntas. Y la suavidad dijo cosas tan bellas. Lo dijo con el verbo decir. Y con una voz cada vez más baja evitó decir otras cosas.

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El cuerpo de la suavidad se descompone en dos segmentos iguales. Se ramifica a su vez en cuatro más. Y así muchas veces hasta volver a ser el mismo cuerpo de la suavidad primera. Ninguna evidencia, ningún sello de predestinación corrobora este suceso. Es posible que para que exista sea necesario hacerla existir, como todo en la vida. Aspirarla y exhalarla en una mutua transfusión de universo. Y también es posible que no pueda ser leída, que no quepa en el mundo como organismo porque la suavidad es apenas un soplo de doble vaivén, sucediendo en sí misma.

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