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Jueves, 11 de octubre de 2012

CONTRATAPA › MIS DíAS DE FERIA I

La historia del observador

 Por Hagar Blau Makaroff

Todavía usaba pantalones cortos de tela cuando mi madre, una joven y entusiasta estudiante de Letras, me llevó a mi primera feria. Habrá sido por el año '78 cuando me ingresó en ese vasto "otro mundo" de los aromas de celulosa y tinta, las imágenes oníricas, el gentío circulando, los galpones sobrecargados, efervescentes, hiperpoblados de esas dos especies entre las cuales yo habito desde entonces: los humanos y los libros.

En esos años donde el lugar en que me hallaba no dependía para nada de mi voluntad, me encontré solo en la feria del libro de Rosario, con un corte de pelo al estilo Balá, las manos sudorosas y los ojos desorbitados, y rodeado de una ola de gigantes adultos que no percibían su propia inmensidad, o mi pequeñez.

Los universitarios corrían entusiastas entre los stands, los abuelos renegaban con el bastón para hacerse paso, las señoras de buena familia deliraban en voz alta comentando los títulos imperdibles de la temporada. La empleada de una editorial que no recuerdo el nombre gritaba "alguien ha perdido un niño por aquí!" con cordialidad de mostrador y guardando un resabio de desesperación.

Mi madre vino a las corridas y zarandeando a mi hermano menor agarrado de la mano derecha. Un reto, un susto, una sonrisa. Fue allí en que me perdí literalmente entre los libros. Luego de unos años supe que ése fue el evento del año para la vida cultural rosarina, rezagada por la lógica oscuridad de un gobierno de facto y el poco hábito de salidas vespertinas, por si sucedía alguna redada. Esa feria, la primera que me conste, fue organizada por la septuagenaria Librería Ross. Aquel comercio que persistió a crisis económicas, un incendio del local, dictaduras, y ahora al libro digital, fue también el primer librero rosarino que replicó la idea de una feria como la capitalina de la Sociedad Rural y las grandes editoriales iberoamericanas.

En lo que a mí respecta, el día de mi pérdida fue el día de mi propia época del iluminismo, pues no hay pérdida que no sirva para el encuentro de algo nuevo. Si la historia de la humanidad había tenido un amplio letargo de oscuridad racional y cultural para luego desbordarse de ideólogos, pues mis apenas diez años fueron mi desborde de expediciones hacia el centro de la tierra, escarabajos de oro, islas perdidas de razas superiores, puertas del infierno, barcos fantasmas y guerras de piratas, odiseas griegas de monstruos y sirenas, elfos y hobbits, golems creados con electricidad, vampiros eternizados, tiras cómicas sobre una niña lúcida que no comía sopa o principitos que hablaban con una flor.

Desde aquel momento de reconstrucción de mi vida comencé a hacer lo que me daría mayor felicidad en el mundo: observar misterios sucedidos durante la Feria del Libro de Rosario. Sucede que una grieta se abrió en mi observación de multitudes agolpadas y circulando en un espacio de mil metros cuadrados durante dos semanas, y con una frecuencia no muy ordenada de ediciones a lo largo de los años. La grieta que descubrí era esa línea imperceptible entre la ficción de los libros y la realidad, las vidas de los rosarinos caminantes de ferias y el instante en que se conectaban con algún Horacio Oliveira o unos Hansel y Gretel. Entonces podía suceder cualquier cosa.

Las ferias sufrieron lo que eventos públicos de magnitud en Argentina, las vicisitudes de la economía y los embates del tiempo que llevaron a que las ediciones no fueran todos los años consecutivos, sino más bien todo lo contrario: cuando había una edición era una fiesta. La primera, pequeña y austera, fue organizada por un conjunto de libreros en 1987. Luego la recesión general no impidió que se realice otra en 1989, aunque vino con complicaciones, poco público y hasta huelgas de proveedores.

Aun con poco público y vicisitudes por doquier, en esa edición descubrí un fantasma. Era un fantasma imperial, de esos que acaparan turismo, ciudades y provincias. Un librero me lo dijo, tenía los ojos desorbitados y el corazón le latía fuerte, el futuro de las ferias estaba en juego. El fantasma era la Fundación El Libro, dueña y organizadora de la gran Feria de Buenos Aires, y tenía hambre de expandir sus horizontes. Se decía que si llegaba a Rosario, desaparecerían todas las librerías organizadoras, acaparando toda la fiesta de tesoros y textos. Por suerte para ellos, ese fantasma nunca pisó cerca de la Terminal de Omnibus ni atravesó el límite interprovincial.

La tercer Feria del Libro, en 1994, se realizó en el polifacético Centro Cultural Bernardino Rivadavia, hoy renombrado "Roberto Fontanarrosa". Sus organizadores la recuerdan como una de las más exitosas, y yo de las más divertidas. Nos la pasábamos con mi hermano Jerónimo buscando imágenes prohibidas. La adolescencia estaba a flor de piel, y fue entonces que descubrimos un póster de Rita la Salvaje en el puesto de un buen señor que vendía libros de ilustraciones y retratos famosos. Uno de esos días, de tantas horas husmeando historietas y señoritas, Jerónimo se deshidrató y casi se desmaya. Me juró por la virgen que vio estrellitas cuando le bajó la presión, y la gente gritaba escandalizada: "¡Ambulancia! ¡Un doctor para este joven!".

El evento acaparó los cuatro pisos del edificio de la Plaza Montenegro y se colmó de asistentes ávidos de lectura y charlas de autor. Pero supe luego de quince minutos de parla a la asistente de la editorial de idiomas, que el éxito hubiese sido un tanto mayor si ciertos mundos subterráneos no hubiesen impedido un planificado despliegue de carpas blancas a lo largo y a lo ancho de la plaza.

La muchacha de ojos verdes me miró con cara de ángel y expresó horrorizada: "Una feria a pleno aire libre en Rosario, una feria que nunca fue por la negativa del Automóvil Club. ¡Qué penuria!". Mayor penuria fue para mí enterarme que la asistente estaba comprometida. Y pasaron cinco años y toda mi carrera de Abogacía para que la volviera a ver.

Nuevamente la Cámara se reorganizó y parió tres ferias consecutivas para bienvenir el nuevo milenio: 1999, 2000 y 2001. Claro que ésta última fue una nueva víctima del chanchito vacío y el corralito generó una retención, no en los bancos, sino en los puestos. Las ventas fueron casi nulas y el ánimo de la gente para salir a pasear galerías libreras no encontró su itinerario.

Mi juventud universitaria me distrajo de mi apasionante hobbie de descubrir misterios, y los desacuerdos de los libreros no ayudaron durante esos años. Pero seguí leyendo por mi cuenta, esta vez aventuras "mayores" como En el camino de Kerouack o la genial historia del Gran Hermano en la novela 1984 de George Orwell.

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