rosario

Lunes, 30 de septiembre de 2013

CONTRATAPA

La promesa de vivir (última entrega)

 Por Marina Maggi y Pablo Serr

XXXI

Hondura acongojada de sus sienes, arco tendido, devastado: por la mañana la danza muda de una hoja cayendo había gritado su nombre al despoblado, inmenso precipicio. La novedosa transparencia, fresca y dolorosa como el roce de un cristal nuevo en la piel infinita del aire, modelaba la extraña lucidez articulada de los árboles. El movimiento pendular era producido por la irresistible soberanía de un fulgor crispado, recrudecido en medio del vestigio inaparente de las sombras hace un instante sidas. El portentoso, resplandeciente rayo parecía señalar, como si de un templo se tratara, el calor amontonado cerca de la tierra, en círculo perfecto: un anillo cansado, amenazado en la acumulación de las hojas.

Había llegado, al fin, el momento perenne, el encontrarse aciago con el rostro que, desde siempre presentido, curte en silencio con la luz su riquísima evidencia, ciega demanda de ojos vivos.

El aire enlutado multiplica lo que esconde. Todo indica como un dedo, un calor, un desusado fulgor o castaña crujiente, el rumbo herido de una eternidad sin refugio. ¿Cómo así, tan de repente, esa luz fugitiva?

Un instante gruñe la tierra. Las aves se reparten por sus huesos de brisa. Por el espacio llegan y se agolpan apariciones trucadas, cercadas, débiles y trémulas, concentrándose como un puño cerrado, un entero puñal que se clavara en el cuerpo imperdonable de la ausencia, despierta mitad sin rostro.

Vigilante, la rama más baja se inclina hacia el inanimado ombligo sin puertas del reposo. Flexible -no es flor ni por dentro ni por fuera- piensa las aguas quietas como un símbolo impertérrito de muerte. Pero la hondura vieja conoce del estrago que las indolentes estaciones traerán al joven látigo impedido, retorcido horizonte quebrado por el durmiente peso de la reciente ceniza.

Dice la hondura vieja del pozo: Una lluvia más de tu carne tensada, y corpulenta como letra oscura me levanto.

Dice la rama impune: Lo absurdo de tu rigidez aumenta mi precocidad por las alturas. El cielo es una escama que a tu mística voluntad de ser le fue negada.

Dice el pozo profundo: Mis aguas no son el alimento que prometen. Aquel pez de tu gran escama transita mis venas, muriendo una y otra vez dentro de mí, robusteciendo el mal que en vos no aflora.

Dice la rama impune: Salvo el vacío con mi elástico impulso, sé bien que más adentro de tu noche hay ese reflejo empantanado de luna que sin poder dormir, a una distancia radical y en silencio, se provee de voces secretas que invocan la miseria, la parte fétida del sol. Pero mis jugos derramarán sobre tu faz, socavándola, aquella otra vertiente del río mal saciado. Tu boca puede soplar inviernos enjaulados desde siempre, pero mi juventud vive así, rebosante y repleta, dejando su orgullosa huella plasmada en la invisible senda de la brisa. Por eso, como al pasar, igual que a una revelación que ya quisiera ladrar la distancia y repeler el abismo, te contemplo.

Dice la hondura vieja: Vivir así, como una flor, para vivir el diluvio...

Dice la rama impune: Dejar mi huella escondida, apagada como un cielo...

Dice la hondura vieja: La inmensa marea pétrea de mi abismo, semejante a una fabulosa extremidad anegada, suscita el vértigo infame de lo que está lejos queriendo estar más cerca. El límite es siempre la respiración.

Dice la rama impune: En esta simple pasión fundo mi estirpe impura. Cualquier contemplación del abajo es la mía. Yo no retacé al tiempo un gesto más dichoso, una limosna astuta que violase mi sombra. Yo soy ese arrebato que te arranca de los suplicios húmedos de la noche incontable. Yo soy fiel a la vida, floto como emergiendo de tu faz ruinosa. Y jamás callo en el viento, y jamás me escondo.

Pregunta el pozo viejo: ¿Y quién sos, entonces?

Dice la rama impura: Yo soy tu negación enamorada.

XXXII

Suena el reloj. Va cayendo la tarde, columpiándose entre el néctar solar y la monstruosa fosforescencia de la noche intransigente. Sus razones tiene el tiempo, y ni la mosca alcanza la sombra que la evade. El hombre -presencia claramente anudada a su instante fiel- reposa en una silla junto a la ventana. Como un alfiler en su pupila, el canto arrebolado de la calandria atraviesa con disfraz de sollozo turgente la lámina tranquila de su mirada. De pronto un parpadeo, encrucijada mínima de viejas espinas cruelmente calibradas. Mira a su alrededor: pura tiniebla palpitante. Teme. Aguarda. Nada como el trino creador del pulso definitivo, afiebrado en la sed rectificada. Su lucidez lo aferra a la inclemencia de una idea. Sus dedos, afirmando la convicción de una íntima tortura ante la imprevisible, inusitada imagen de una voz espantada, se retuercen y aprietan, dibujando un compás limpio, destilado, por momentos siniestro.

No se oye más nada. La fibra del cuerpo tiembla como leña verde fecundada por un fuego fatuo.

Ahora sabe qué aguarda.

Fugaz, reciente, gradualmente es la nada, la tímida simpleza crepitante, amenazante de un latido, como pesadas gotas de rocío sobre el signo implorante de una almohada. Brota en cada golpe, desde la nuez recóndita del alma, la vida como un eco trepando las entrañas de la inmovilidad presagiosa. Desde la inmediatez desnuda de aquel otro paisaje amanecido, ella está llegando, abrasada la mirada, rediviva. Y la mano (lento naufragio que el viento irá meciendo) va marcando el paso con sigilo.

Se abren los ojos: todo resulta ser su propia alabanza. Aun en ese momento el amor lo lleva hacia el derroche: el que en la sombra se detiene y canta, no sabe lo que canta, pero se ve a sí mismo en la inexorable erupción del instinto.

La noche es noche de mi alma. No hay al alba migaja de tu piel que sobre el sueño no manche la hora convenida. Sos un hermoso colibrí posado sobre la erecta mano de la hierba. Espero el paraíso de tu cuerpo y sufro el paraíso que me espera.

Eco del cielo, la tierra es espejo de los que vuelan.

XXXIII

Vivo como una muerte, trepando por mis pies desde la tierra, la gélida mudez habitada desde siempre por espectros vanos de un pasado que fue nuestro.

Camino (y es como si marchara la luna con piernas sangrientas sobre el reborde tempestuoso del río) entre los ásperos signos desenvainados por la noche extasiada.

El destello criminal de una piedra me devuelve de pronto a la certeza proverbial de tu inescrutable, imperioso ser.

Remover la tierra en sus escombros. Pelar sus entrañas. Salvar en mí la urgencia desesperada por tu cuerpo. Como en una selva pálida de asfixiante soledad, ahora estamos los dos perdidos para siempre en esta muerte. Cada vez más íntimo, lo abierto se despliega y lo padezco. El crujir agudo de soñolientas ramas infunde en el atrio desmantelado y hambriento de la noche su irreverente plática. Mi amor no distingue entre lo que huye y lo que se esconde; simplemente aguarda la hora servil, el futuro atroz de tu redención en el feroz deslinde de la carne. Demasiado cerca, demasiada espera.

Las manos surcan las sombras, yo intento aprehenderlas llagadas. Cuando llegamos no queda nadie, cuando partimos, partimos solos: decimos que nos vamos a dormir y no dormimos nunca más.

-Hoy se sienta en mi mesa la fe de tu retorno. Te sueño como música: la luz es como brisa y el viento es un latido del cielo entre tu pelo. En la mañana observo tu ausencia, como un blanco clavel sobre la cama.

-Tengo la sensación de estar al fin caminando y hacia vos. La intuición de estar avanzando hacia la nitidez filosa de tus rasgos.

-Llegás y no llegás: tu juramento es el jamás de los espejos. Pero quieto también yo puedo fingir mi ausencia y de lejos hablarte sin mover un solo músculo. Ahora el desafío es manchar de negro las caras del espejo, volviéndolas estrellas en el titubeante firmamento de tu piel.

-Las horas que faltan dan sombra al árbol caído, pero al amanecer cada piedra del camino será una flor.

-Donde yo decía enero, tiritabas. Donde yo decía abril, daban brotes tus brazos. Hoy, en el sol más ciego, el follaje vidente, frescura irreparable de tu calma.

-Pero en la noche nuestra, punzando irá la tierra la nueva melodía de mis talones vástagos.

Comienza el lento paso tras paso de tu piel ya sin heridas, el imposible florecer de tu presencia en la inquietud y sanación del reencuentro. El día menos pensado, el semblante nocturno de una hoja seca remedará, temblando, tu rostro en el asombro de una caricia.

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Imagen: Gentileza: Gualberto García
 
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