Lunes, 18 de mayo de 2015 | Hoy
Por Víctor Maini
Nunca fue un pasatiempo para mí, más bien lo considero un mecanismo de defensa, una forma de recuperar momentos perdidos hablando sobre lo obvio, el sistema de encuestas que acostumbro a realizar en la calle. Empleadas domésticas, mozas, maestras y amas de casa, tal vez en ese orden, integran mis encuestadas más preciadas. De respuestas rápidas, precisas, honestas, me dejan pensando, me ayudan a comprender, a comprenderme. Los hombres somos más desconfiados, es preciso boquetear gruesos muros construidos con clubes de fútbol, partidos políticos y mujeres-objeto para llegar a la médula. Suelo realizar dicho trabajo en sobremesas de asados o charlas de café, pero necesito tiempo y dinero para lograrlo, dos cosas que nunca me sobraron. ¿Cuánto dura un enamoramiento? ¿Las palabras felicidad y tranquilidad son sinónimos? ¿Dios existe o lo que realmente late en nosotros es la profunda necesidad de creer en su existencia? Estas y otras pavadas semejantes son contestadas desde la más profunda subjetividad, sin nombrar citas de pensadores ilustres ni hablar por terceros. Melina, secretaria en una clínica psiquiátrica adonde todos los jueves concurro a visitar a Jorge, mi hermano del alma, tiene la mala costumbre de hacerme reflexionar. La semana pasada, mientras firmaba el libro de ingreso y escribía la palabra amigo dentro del casillero correspondiente a parentesco, aproveché para preguntarle cuántos libros leía por mes, dada la gran cantidad de ejemplares que he visto desfilar por su escritorio en este último año. "No leo, releo", me contestó con la rapidez de siempre. "Los libros son los mismos, yo no. Releo las partes que alguna vez marqué como importantes, las frases que me quemaron en algún momento. Me alegro cuando ya no son las mismas, cuando tengo que borrar las marcas hechas por la persona que ya no soy, significa que crecí, que cambié. ¿Usted es escritor, verdad?".Inició el juego de la conversación con una pregunta. "Para nada, soy comerciante", contesté apresurado. "Qué fue lo que la movió a pensar en eso?", moví mi ficha. "Supuse que su afán por conocer gente era requerido por la necesidad de inventar personajes en la difícil tarea de tomar conciencia de la humanidad toda, peligrosa actividad de la que muy pocos salen ilesos, generalmente quedan atascados en recovecos insospechados de sus personalidades", justificó ampliamente. "En otras palabras, está diciendo que todos los escritores están locos..." me animé a seguir el hilo de su pensamiento. "Nunca generalizo", manifestó con una aparente seguridad, "pero estimo que de existir algún estudio estadístico sobre el porcentaje de suicidas, alienados o con serios problemas de relación dentro del gremio de escritores, dicho número superaría ampliamente a la proporción en el mismo rubro de los compañeros integrantes del sindicato de la construcción. Usted qué piensa?". Intentando tirar la pelota afuera, escapé para adelante, avancé con otra pregunta. "¿El ejemplar de El libro de arena que descansa al lado de su teclado incluye un cuento en homenaje a Lovercraft, verdad?" "There are more things", fue su modo de asentir. "¿No me lo prestaría?... prometo devolvérselo, estoy condenado a verla nuevamente dentro de siete días". Sin decir palabra tomó el texto con su mano derecha, me lo cedió acompañado con su mejor sonrisa y un "hasta la semana que viene".
Abrí dicho tomo en el pasillo que comunica con el lugar de encuentro. Sabía que había una frase de Borges que alguna vez me había dejado parado en un balcón de cara a mi esencia. No recordaba cuál era, pero sabía también que la iba a encontrar fácilmente. Fue más sencillo de lo que imaginé, era la única estrofa del relato resaltada palabra por palabra en amarillo. "De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo". Confirmé con el hallazgo mi presentimiento, la recepcionista y quien escribe, sentíamos parecido. Fortificado con la sensación de encontrarme menos solo, cerré el libro y pisé el patio de visitas. No es difícil divisarlo a Jorge, siempre sentado frente a la misma mesa, debajo de su paraíso Adán, ejerciendo la única actividad coherente que mantiene intacta, tanto en las profundas depresiones como en las montañas de la locura, escribiendo, siempre escribiendo.
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