Martes, 23 de junio de 2015 | Hoy
Por Alberto Kreimer
-Vos no te diste cuenta, pero recién me fui al otro lado.
-¿A dónde?
-Al otro lado
-¿Y cómo es?
-No sé, no llegué, me di cuenta de que me iba y me volví.
Respira hondo.
-¿Viste algo lindo en el camino?
Me mira con una mirada de "no me vas a creer".
-Es un camino oscuro, y hay que caminar agachado porque que se achica. De repente me vi regando la vereda en la casa grande con la malla de dos piezas que hacía rabiar a tu padre. Me vi en la bicicleta roja subiendo el Aconcagua y desde ahí arriba él que me llamaba para que vuelva porque quería que le cebara un mate y yo distraída mirando un guapo de ojos claros. Es raro verse a uno mismo. Seguí caminando y me vi mirar cómo te cosían la cabeza que estaba toda rota. Te acaricié y gritaste, no por mi caricia, porque mi mano te atravesó, apenas la apoyé en tu cara siguió hasta el otro lado, ni te diste cuenta, te dolían los pinchazos de la aguja. Yo estaba tan joven... ¿Qué más podré ver? me pregunté. Y seguí. Era divertido, caminaba como Chaplin, haciendo muecas y bamboleándome. Lo volví a ver a tu padre, enojado porque bailaba descalza. Lo ví a William, tan guapo...
-¿Quién es William?
-Shakespeare, yo soy la única que lo leyó en esta ciudad y él me saludó de lejos, agradecido.
-¿Y qué te dijo?
-Nada. Sonaba un piano de cola, yo sonreía, flotaba, me reía, avanzaba. Iba hacia una luz, me guiaba un aroma hermoso de flores con bellos perfumes. El olor de los que iban adelante me llevaba... Ahí me di cuenta que me moría. Sonia --me dije--: volvé. Y acá estoy.
Me guiña el ojo, respira hondo y suspira. Cierra los ojos, parece que va a dormir pero no, los abre y sigue hablando.
-No fue fácil volver, no encontraba el camino, había muchas puertas que no había visto antes, no podía abrirlas. Apareció un conejo que me silbó y lo seguí, mi hilo de Ariadna me dije. El me trajo de vuelta atravesando las puertas. Volví para contarte del conejo. ¿Te acordás que le ponía conejo a la paella? Si hubiera sabido que eran tan buenos no lo habría hecho. Nunca más pongas conejo en la paella, me ordena.
-¿Y en un guiso puedo poner conejo?
-Ni se te ocurra, le prometí al que me trajo que les iba a contar a todos que ellos nos traen de regreso, que los tenemos que cuidar.
Inmaculado, de blanco, interrumpe el médico de mamá a esta habitación llena de conejos y fantasmas. Así, de golpe, vuelvo a esta cama de sanatorio encabezada por un panel de acero inoxidable con enchufes botones y aparatos que con su sola presencia aseguran curar quien se conecte a ellos.
El doctor, en voz muy alta, casi gritando dice:
-¿Qué tal Sonia? ¿Cómo se siente hoy?
Quisiera decirle que se rompió la cadera, que no es sorda, que no grite, pero no lo digo.
-¿Y cómo quiere que esté? Me duele todo. Ya viví demasiado. Me tengo que ir -dice mi madre y lo miro. ¿Delira solo conmigo?
-Quédese tranquila, mañana la operamos y la dejamos como nueva, dice el doctor.
Ella le contesta que no quiere operarse, que no vale la pena, que ya ha vivido demasiado, que la ayude a morir pero él parece no prestarle atención.
Cuando empieza a irse lo detengo y le digo:
-Doctor, usted disculpe, pero mi mamá delira, dice cosas raras.
-Lo que pasa, hijo - y adopta esa pose de profesor que tanto me subleva- es que los viejos se pierden en el sanatorio, pero su mamá es fuerte, quédese tranquilo. Confíe en nosotros.
-Está delirando. Dice que se quiere morir.
-Bueno, le vamos a poner algo para que duerma, mañana la operamos.
Me da la mano y se va.
Este tipo no escucha. ¿Por qué no lo agarré del cogote y le grité en la cara que ella no se quiere operar? ¿Por qué no le da algo para que se vaya tranquila? ¿Para qué la van a operar? ¿Por qué no escucha lo que le pide? ¿Y si la ayudo yo? Me imagino tapando su cara con la almohada hasta ahogarla, que podría ponerle cianuro o una burbuja grande de aire en el suero, me asusto por lo que pienso y me avergüenzo.
Me doy vuelta hacia la cama y veo que me mira fijo. Trato de recomponerme porque imagino mi cara de angustia.
-Mañana te operan - y hago una mueca que debería ser una sonrisa tranquilizadora.
Tiene la mirada perdida, mueve la cabeza sobre los hombros como diciendo: no sé, no sé. Su cara se hunde sin su dentadura postiza. La piel parece de papel. Cada beso me deja los labios heridos como si hubiera besado una lija fina.
En este coqueto sanatorio, de repente, un olor raro lo inunda todo. Si la puerta está cerrada y el baño inmaculado: ¿de dónde viene? Me sobresalto con un viento que, con la ventana cerrada, no se explica.
-No quiero que me operen, me quiero ir, repite en voz muy baja.
Respira hondo y suspira. Cierra los ojos. Enseguida los abre y sus ojos claros me miran desde un lugar profundo, extraño, vacío.
Me llama con sus manos y cuando me acerco me toma el rostro y me besa con dulzura.
Respira profundo.
Cierra los ojos.
Exhala un suspiro largo y ronco y algo se monta en un viento que pasa raudo sobre su boca. Ya no huelo raro. Su pecho queda quieto un instante, dos, tres, cuatro y las lágrimas me inundan los ojos.
¿Encontrará otro conejo?
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