rosario

Lunes, 21 de marzo de 2016

CONTRATAPA

La Luna de Don Juan

 Por Víctor Zenobi

El surtidor de los Evdemón quedaba a dos casas de la de mis abuelos, en la esquina de Necochea donde Pellegrini desciende hacia la costanera. Un límite que parecía indicado por la garita del policía y la parada del tranvía catorce. Recuerdo claramente el terreno en forma de L que les servía de depósito y que aparecía ante mí como un reservorio bombardeado durante la guerra tal como aparecía en las historietas de Ernie Pike, corresponsal extranjero, una historieta creada por Hugo Pratt y H. Osterheld que también había creado a Bull Rocketh y al famoso Eternauta, ignorando el terrible destino que ahora conocemos. En el depósito, vivía para intensificar mi sensación, Don Juan del que ignorábamos todo, pero que mi abuelo, que lo frecuentaba, decía que era un científico polaco, tal vez alemán, que había emigrado a nuestro país porque había perdido a su familia en la guerra. De hecho, casi todos lo tenían por un viejo loco, que untaba con grasa, sus brazos y una parte del rostro enmarcado por una negra y espesa barba prolongada, como si fuera a enmascararse. Su oscura ropa deteriorada impedía esclarecer el color original. Hablaba muy poco, y casi siempre con mi abuelo que lo convocaba para realizar sus más disparatadas ideas. Por ejemplo, desarmar la carrocería del auto que había comprado y hacer una camioneta de madera para poder llevar a todos sus nietos. Recuerdo haberlos visto trabajando por largas horas, fabricando un compás enorme de madera y un semicírculo, diagramando lo que sería la estructura final del auto que habían concebido. Pese al pesimismo de mis tíos y la burla solapada de otros miembros de la familia, mi abuelo y Don Juan lo lograron. Mi abuelo se encargó de juntarnos a todos los nietos y nos llevó a una festiva excursión por toda la ciudad; creo que en ese momento sospeché que el verdadero propósito de su creación era que todos distinguieran su excentricidad, pero a los pocos días en que me llevó al rancho que poseía en la costa del Paraná, me habló de "la enorme capacidad de los hombres para transformar las cosas" y de lo absurdo que le resultaba comprobar "cuánto se trabaja para la destrucción y la inutilidad...". "A veces dudo", agregó, "que la inteligencia sea un bien común". Siempre me quedó la impresión de que esa era la causa de su mutismo, puesto que hablaba muy poco y apenas lo necesario, salvo los jueves y los domingos en que regresaba de su rancho con unas copas de más y cuando perdía la compostura ante los chicos que salían del politécnico y se burlaban de sus dos habituales interlocutores, el "croto" don Juan y el pequeño Beppo Levi, un famoso matemático judío, que prestigiaba nuestra ciudad. Por supuesto, no tardó en recomendarme no incurrir en esa clase de actitud, dado que esos "dos hombres son sabios y no abundan en un mundo plagado de estupidez". Cada vez que veía a esos tres hombres charlando me invadía el asombro y una extrema curiosidad, que fue intensificada por un hecho tan inusual que hasta hoy dudo si no fue una engañifa de mis sentidos. Era una noche a fines del verano y como no podía conciliar el sueño, dado que mi madre había padecido una de sus tantas crisis, decidí escapar de mi habitación para ir hasta la costanera con la intención de sentarme en un banco de la fluvial y contemplar la enorme luna circular que parecía surgir del río. En la esquina, decidí ir hacia Montevideo y atravesar el parque Urquiza, cuando al pasar frente a la entrada del terreno, algo me llamó la atención y pese a un cierto resquemor inicial decidí sigilosamente entrar. La escena me fascinó. Sobre un motón de tuercas y tornillos que formaban una especie de montículo, Don Juan leía con la ayuda de la sola luz de la luna. Me quedé inmóvil, como si algo superior se impusiese a mis sentidos y me obligase a no perturbar en lo más mínimo ese acto que me parecía...no sé, esencial y como si surgiese en un momento que determinaba un aspecto noble y sagrado de la vida, más allá de los simulacros y las apariencias habituales de las relaciones humanas. No sé cuánto me quedé envuelto entre las sombras, admirando al hombre que leía entre las sombras... pero, curiosamente sentí que yo aceptaba una especie de pertenencia. Me volví a mi habitación pero no pude dormir, miré las revistas que tenía a mi alrededor y supe que serían insuficientes. Robé un libro que mi madre escondía, quizá deliberadamente, "El cansancio" de Claudio de Alasy a los días, por culpa del sarampión o la escarlatina, Polito Evdemón me hizo llegar "El quijote de la Mancha", cuya lectura en el reposo, me confirmaba algunas apreciaciones de mi abuelo. Días más tarde, me acerqué tímidamente a Don Juan y una pregunta inesperada, no, la que quería hacer, surgió de mi boca: ¿Por qué no se cambia? Don Juan me respondió: "parezco sucio por fuera, pero soy limpio por dentro". Me retiré avergonzado. Cada dos o tres mediodías, Beppo Levi se detenía para hablar con ellos, Don Juan respetaba puntillosamente la hora, guiado por un reloj interior, mi abuelo se dirigía ansioso para participar del habitual encuentro. Yo deseaba saber de qué hablaban, pero no me atrevía a preguntar y la excusa para justificar mi temerosa inhibición era la de un momento oportuno, que nunca se dio y me urgió durante un tiempo, con la incertidumbre de un secreto. Por supuesto, Tempus irreparabili fugit, dice en un arco romano que se encuentra en las afueras de Recanati, la patria chica de Leopardi. El tiempo, que alberga a las contingencias de la vida, se fuga irreparablemente; por suerte, muchas veces, le cuesta doblegar a la memoria. Don Juan murió atropellado por un auto, cuando trasladaba un tanque de aceite al baldío de su albergue, Beppo Levi murió en el invierno del 61 y mi abuelo de una afección pulmonar, unos años más tarde. Había enmudecido mucho antes. Yo...tomé la costumbre de seguir a los linyeras que pasaban a menudo por el barrio. He llegado a conversar con algunos de ellos y conocer sus historias inusuales... Solían reunirse en lo que era la Plaza Guernica y que después llamaron Suecia, quizá porque a la gente de bien no le gusta recordar las acciones más deleznables de los hombres.

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