rosario

Sábado, 7 de octubre de 2006

CONTRATAPA

Ejercicios

 Por Gary Vila Ortiz

1) El señor H. quería eliminar las mañanas. No tanto porque le resultaran molestas, aunque en parte esto sucedía, sino que las mañanas siempre le habían parecido demasiado extendidas sobre la piel, algo así como el frío de julio o el viento de una noche que debió cruzar la ciudad, atravesarla de un lado a otro, para encontrar señales de ella, perdida para siempre por un descuido inexplicable de la luz o de las hojas mojadas por una lluvia tenaz, como habladora de un nuevo nunca jamás, nunca. Algo como los recuerdos obligaban al señor H. (ya no puede ser el seño K.) a moverse en las mañanas y de tal manera que el tiempo terminaba por acorralarlo y lo dejaba sin aliento. Después en la improbable serenidad de la tarde trataba de recapacitar y descubrir cuales eran las causas para su comportamiento en las mañanas. Pero tan era así que el señor H. prolongaba la mañana hacia la tarde y la hacía la noche. Pero no se daba cuenta. Una tarde subió a un taxi y dijo "buenos días", lo que motivó que el taxista le dijera por lo general, si era de tarde, se decía"buenas tardes". Una noche, poco después entró a un café y le dijo al mozo "buenos días" a lo cual el mozo contestó con un seco y rotundo "buenas noches". Yo siempre vivo de mañana, razonó el señor H. y si quiero eliminar las mañanas es porque quiero eliminarme. Fue cuando decidió, una tarde, a la hora del té, el señor H. (nunca más el señor K.) procedió con sumo cuidado a cortarse las venas de la mano derecha, luego de sacarse el reloj, ya que pertenecía a ese reducido grupo que usa reloj en la mano derecha. Y allí se quedó. Cuando lo encontraron era apenas un pedacito de piel y de ese pedacito de piel salí una pequeña voz que decía incansablemente "buenos días, buenos días..."

2) Una palabra se quema sobre el horizonte, como una rosa en la solapa de un muerto. Se quema sin dejar las cenizas imprescindibles para dirigir los pasos de la memoria. Las manos indecisas. El todo llega cada vez que el tiempo del ayer es requerido. Oh, cruel en la latitud del odio, la metáfora de la soledad. Nada queda por hacer, ella ha partido a su reino que es más antiguo que el sol y las rosas de mi sueño se queman como aquellas que descansarán por siempre (ahora sí hechas cenizas) en las solapas desgastadas de los muertos que conversan entre ellos, como en algún poema de Elliot.

3) El lento ecuador del silencio desplaza tu rostro hacia las grandes constancias del amor. La latitud del párpado demora su mirada y las manos sienten el asombro esencial de estar atadas al cielo. En esa distancia soy moroso, en esa distancia inauguro el esplendor de mi oficio y mi tristeza. El lento ecuador de las palabras obsesiona mi sangre, invade la altura misteriosa de las cosas que pesan. En esa distancia inscribo la silaba de la piedra y las demoradas instancias del mar sabor amor. El lento ecuador me ofrece desde un mapa azul la piel suave de la arena, el solo, la magia de ella a medianoche, el grito, tan estricto del poema. En esa distancia, ahora, toda obsesión pesa. En esa distancia se encuentra el poema.

4) El había colocado tres papeles circulares plateados debajo del vidrio del escritorio. Esos papeles que envolvían una especie de chocolate en forma de cucurucho y que creo que no vienen más. Esos círculos, cercanos a la máquina de escribir y que no tapaban ningún libro eran la memoria de Elena, tanto tiempo muerta, tanto tiempo sin olvidarla. Elena había sido morocha. Era fuerte pero débil. Era un ruego de amor en el que participaban como al descuido. Ella era si se quiere violenta. El un poco más sereno. Ella murió de una manera estupida, ese escándalo que es toda muerte. Los tres círculos plateados debajo del vidrio del escritorio eran como una señal, un indicio un tanto misterioso que Elena no había muerto, pero que iba a morir otras veces, no sabía cuantas o cuando. El recordaba que se había negado a ver a Elena muerta y no había ido a su entierro. Recordaba también que el sol lo había atravesado de una vez para siempre y le había pegado en la piel el recuerdo de Elena. Los círculos eran una reiteración inútil de un error que era imposible. Eran como algo inalcanzable como la misma Elena, a la que había conocido muy poco y de otra que no se llamaba de la misma manera pero el supo que era la tercera muerte esperada. Los tres círculos plateados lo acompañaban. A veces el rito se acompañaba con algún chocolate cuyo sabor lo llevaba a otros días.

5) De repente tengo que mirarme en los espejos, comprobar que existo, que no soy tan solo ese sistema nervioso quebrado en la punta de los dedos. Mirarme fijamente para saber que tengo otros ojos y no los ojos que siento cuando no los veo y solo miran hacia adentro, mirándose en las cosas que hay que tocar para saber que existen. Tocar las cosas, pero tocarlas con la mirada y no con las manos. Las manos son para tocar cinturas y noches, aferrarse al amor para sentir el temblor de la mujer en su orgasmo, esa pequeña muerte, dice. Tocar las cosas son como palabras. Tocar a un muerto no es tocar la muerte. Pero mirar tocando a un muerto es ser la muerte.

6) Virginia Woolf escribe en "Orlando": "Era entonces noviembre. Después de noviembre, diciembre. Luego enero, febrero, marzo, abril. Después de abril, mayo. Siguen junio, julio y agosto. Luego septiembre. Luego octubre, y ya estamos otra vez en noviembre, con un año entero cumplido. ¿Me resulta necesario agregar a la cita de Virginia Woolf? No, creo que no, Con certidumbre, ahora, en este momento, no puedo.

7) Apretándose el ombligo, Ruperto el Terrible podía transformarse en el hombre invisible. Dándose vuelta la nariz volvía a ser un hombre normal, pero siempre demoraba más tiempo del previsto, ya que como era invisible tardaba mucho en encontrarse la nariz. Una tarde la nariz lo hacía aparecer en una cena en Londres; otra vez pescando en el Mosela (pero él no sabía pescar). Ruperto recordaba en sus memorias cuando la marquesa de Mervillon giro sobre si misma para observar el resultado del laxante que había tomado después de cinco días de angustia dolorosa. El laxante había hecho resultado y entre ese resultado Ruperto se encontró la nariz y se hizo visible. ¿Qué hacer en ese momento? Ruperto no lo sabía bien, pero que hizo lo mejor que pudo. Otra vez dio vuelta a su nariz justo cuando Isabel Landernau, la gran concertista de tuba, comenzaba su solo más famoso y esta mujer, un tanto gruesa, en lugar de soplar la tuba lo sopló a él, por el lugar menos previsto, lo que significó su fin como concertista y el principio de una nueva actividad más divertida que compartió con Ruperto. Pero era ella ahora que jugaba con la nariz para volverlo visible.

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