rosario

Martes, 8 de mayo de 2007

CONTRATAPA

El malestar de Praga

 Por Miguel Roig (*)

El día que mataron al sindicalista José Ignacio Rucci estaba leyendo El artista del hambre de Franz Kafka. Era un mediodía, en el que sentado en un banco de la estación de ómnibus esperaba a mi amigo Mario para ir juntos a remar al río. Mario iba al Politécnico y yo al Comercial Belgrano. Ninguno de los dos pensábamos ir al colegio esa tarde.

Antes de que llegara Mario, la inquietud empezó a adueñarse de la gente que esperaba un ómnibus o a algún pasajero. Mataron a Rucci, pibe, me dijo un lustrabotas.

Yo cerré mi librito de cuentos de Kafka, esperando a Mario y dejándome llevar por el malestar que enfermaba el aire.

Vienen a mi memoria estas imágenes mientras miro por el gran ventanal del piso que alquilo en el número 23 de la calle Karlova, en el centro del casco antiguo de Praga, a un centenar de metros de la plaza de la Ciudad Vieja, eje de casi toda la vida de Kafka. Él mismo se lo explicó a Friedrich Thieberger, su maestro de hebreo, dibujando un círculo con su dedo: "Aquí estaba mi instituto; en aquel edificio del lado opuesto, mi universidad. Un poco más hacia la izquierda se encuentra mi despacho. En este pequeño círculo está encerrada toda mi vida."

El edificio es muy antiguo y el piso que habito tiene grandes ventanales que dan a la calle. En las paredes blancas hay reproducciones de cuadros de pintores nacionales que después reconoceré en los museos. En una de ellas, la más importante del salón, una inmensa biblioteca que contiene un pequeño bar empotrado, lleno de licores bohemios, y cientos de volúmenes. Imposible lidiar con el idioma checo, sólo reconozco los nombres de algunos autores: Kafka, Vladimir Holan, Borges.

Poco después de la hora del desayuno, la legión de turistas va y viene por la calle: suben las voces de los estudiantes, los gritos inconfundibles de los turistas italianos y las risas sosegadas de la gente mayor. Mientras bebo una taza de té, cada mañana, intento imaginar el desfile de los ocupantes nazis o visualizar a otros estudiantes, no éstos que están de jarana ahora, aquí abajo, sino los que huían cuando las tropas del Pacto de Varsovia helaron la Primavera de Praga. Al año siguiente, en 1969, siendo aún un niño, a través de los cristales de otra ventana, la del salón de mi casa natal en la calle Alsina de Rosario, vería pasar a otra multitud de estudiantes, tomados de la mano, acompañando el cuerpo sin vida de Adolfo Ramón Bello camino del cementerio, asesinado de un disparo en la frente por un policía.

Kafka, a pesar del arraigo, quería dejar Praga. En 1907, con veinticuatro años, frente a la ventana de su oficina, a unas cuantas calles de donde estoy yo parado frente a esta ventana en la calle Karlova, Kafka mira hacia la plaza de Wenceslao y cuenta en una carta a su novia Hedwing Weller: "Estoy en la Assicurazioni﷓Generali y no pierdo la esperanza de sentarme algún día en los sillones de países muy remotos, de contemplar por las ventanas del despacho campos de caña de azúcar o cementerios mahometanos..."

Cuando baje por la calle Karlova, en sentido contrario al de la plaza, voy a llegar al puente de Carlos IV sobre el Moldava, que une la Ciudad Vieja con Malá Strana (Barrio Pequeño). Debajo del puente, hacia el sur, se extiende la isla de Kampa, una lengua verde con un parque sembrado de cervecerías, embajadas y casas antiguas. En una de las casas reconoceré una ventana que tenía las cortinas siempre corridas, pero en plena noche, la mancha blanca de una lámpara encendida confirmaba el tiempo fecundo de Vladimir Holan.

Holan, al igual que Kafka, trabajó en una compañía de seguros y, después de haber resistido la ocupación nazi y tomar partido por el socialismo, en 1948 se le acusó de "formalismo decadente". Desde aquel año se recluyó en su casa, en la isla de Kampa, en el río Moldava, con Praga a ambos márgenes. No saldrá nunca más, ni siquiera cuando le vuelvan a publicar sus libros, en 1963, o en los reiterados premios que recibirá hasta su muerte en 1980. La única luz pública del poeta que se podía ver era la del resplandor nocturno de su ventana.

Cuando atravesábamos con Mario alguno de los hilos de agua interiores de la isla de la Invernada, bajo las ramas de los sauces y el enjambre de mosquitos, olvidábamos la ciudad. El gesto adolescente, huérfano de experiencia, negaba con otra cortina de luz, fluvial, ciega de transparencia ﷓al unísono en el tiempo con la de Holan﷓, la pesadilla urbana.

Como en La Judeca de Venecia, los vecinos de la Ciudad Judía de Praga también vivían separados del resto de habitantes: aquí, a falta de agua, una muralla era la frontera y ﷓al igual que en Venecia﷓ de noche se cerraban con llave los portales; de uno y otro lado de la muralla.

Hay un capítulo del Museo Judío de Praga dedicado al Holocausto. Son salas vacías. Pequeñas naves sin objeto alguno. Las referencias están en las paredes: en tipografía diminuta, uno junto a otro, están escritos los nombres de las víctimas. Nunca sentí el peso de la nada hundirse dentro de mí de forma tan urgente.

¿Cuántas paredes harían falta para escribir la ausencia de los desaparecidos?

En la nada, escribía Holan, "En la nada gruesa como un libro gordo/que tratara de un poema lírico perdido/de un poeta desconocido, / nosotros que en vez de llorar sudamos, / nosotros que decimos que suda la piedra que llora, / hemos pensado hoy en aquel que se ahogó / aprendiendo a nadar para no ahogarse..."

En el Cementerio Judío está la tumba del rabino Jehuda Liva be Becalel, Loew. El rabí Loew fundó en el siglo XVI la Escuela Talmúdica y fue el creador del Golem. Borges, en su poema El Golem, especula con la mirada fija del rabí, presa de la angustia, sobre esa criatura imperfecta y la mirada de Dios sobre el rabí Loew: "¿Quién nos dirá las cosas que sentía / Dios, al mirar a su rabino en Praga?"

¿Puede alguien decirnos qué sintió Dios cuando miraba al estudiante Bello o a cualquiera de las tantas víctimas que con angustia observan su idea del mundo que como un Golem torpe apenas puede dar un paso?

Kafka escribió la primera versión de Un artista del hambre en mayo de 1922. La versión definitiva la acabaría tiempo después, en el umbral de la muerte. Kafka recibe las pruebas de impresión sin poder hablar ni ingerir alimentos. En ese estado, muere el 3 de junio de 1924, y su última labor es la corrección final de Un artista del hambre. Su amigo Robert Klopfstock y su última compañera, Dora Diamant, están junto a él. Según Klopfstock, cuando acabó las correcciones, el rostro de Kafka estaba bañado en lágrimas.

Cerré mi librito aquel mediodía sin poder acabar el cuento. El ambiente presagiaba que no podríamos ir, Mario y yo, a la isla. Tan jóvenes, niños casi, y ya la ciudad empezaba a no darnos respiro.

(*) [email protected]

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