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Martes, 14 de agosto de 2007

CONTRATAPA

Aristóteles ya no trabaja aquí

 Por Miguel Roig *

Dos cosas me llaman la atención una mañana mientras leo la prensa en Internet. La primera es la muerte de Joseph Barbera: no sabía que viviera. Había llegado a los noventa y dos años y en mi inventario personal era tan prehistórico como su compañero William Hanna con quien creó a los personajes favoritos en mi niñez: Los Picapiedra.

La otra lectura es la performance que el matrimonio Clinton protagoniza en el sitio web de Hillary: ambos remedan la escena final que clausura la serie Los Soprano.

Entro en la página web de la candidata y, en efecto, asisto a un video en el que se ve a Hillary en el papel de Carmela, la esposa de Tony Soprano y a Bill Clinton interpretando al mafioso.

Quien fuera presidente dista mucho de parecer Tony Soprano: delgado, pelo cano, gesto amable como rasgo espontáneo y no forzado como suele ser el del personaje que encarna James Gandolfini. Bill se sienta frente a su mujer y comparten tres o cuatro tonterías: Chelsea, la hija de ambos, estacionando mal el coche, Bill obligado a comer zanahorias en lugar de aros fritos de cebolla para preservar su salud, el actor Vince Curatola que mira amenazadoramente a la pareja y, finalmente, la razón de toda la parodia. Junto a la ventana hay una juke﷓box pequeña en la que Hillary elige la que será la música oficial de su campaña: You and I de Celine Dion.

Los Soprano son una familia de gente normal y Tony, el padre, está al frente de una organización de la mafia aunque lo correcto sería decir camorra ya que los Soprano tienen sus raíces en Nápoles y no en Sicilia. Digo gente normal porque lo son en el sentido de que se mezclan con el montón y viven las contingencias propias de una familia de clase media alta. Carmela se reúne con sus amigas ﷓las esposas de los respectivos socios y colaboradores de Tony﷓ en restaurantes italianos de New Jersey, donde residen todos, y los hijos del matrimonio reciben la educación apropiada: una buena universidad privada, la hija, y un instituto de alto nivel el pequeño Anthony. La ocupación oficial de Tony Soprano es la recolección de residuos. Esa es la tapadera. Nada más cerca de la realidad. Tres o cuatro días después del ataque a las torres gemelas, una noticia destacaba en las páginas del New York Times: la mafia se estaba robando los escombros de la zona cero.

Y este es un rasgo clave del éxito de la serie: su fidelidad a parámetros reales. La mafia, por ejemplo, en manos de Coppola es una sublimación de lo real que se erige en fábula moral de un país. El territorio propio de los escritores contemporáneos (Roth, Ford, McCarthy, De Lillo, Pynchon, Mailer) que perseveran en la tradición de escribir "la gran novela americana", Coppola lo aborda desde el cine con su trilogía. El cineasta más allá de retratar a la mafia, descubre el sistema de relaciones de un país. Quienes están detrás de Los Soprano, buscan reflejar algo más llano y simple: la realidad de unos vecinos, la gente que vive al lado de tu casa. No buscan contar América, sino unas simples células de ese cuerpo aunque con la modestia del intento llegan muy lejos.

Cuando los Clinton entran en el restaurante en el rol de los Soprano, entran a la campaña presidencial por la puerta de atrás. La noticia, en este caso, es que no les importa.

La misma camisa de lino celeste que viste Bill Clinton en este video, la indumentaria habitual de Tony Soprano, era la que llevaba puesta ﷓como también era habitual﷓ Lorenzo Miguel, el día que le conocí.

El líder de la Unión Obrera Metalúrgica y, sin bromas, César incuestionado del peronismo en su día, estaba en la ciudad para repartir justicia entre las múltiples familias peronistas provinciales que, a falta de entendimiento interno, se sometían al arbitrio de su criterio paternal. Como trabajaba en un medio gráfico vinculado a este encuadre político, me tocó hacerle una entrevista.

Llegué al final de un almuerzo en el que estaban todos los referentes del peronismo local: sólo faltaban los difuntos. La comida llegaba a su fin y una senadora justicialista, sentada a la diestra del dirigente, me cedió su silla para que yo pudiera conversar con él. En ese momento servían los postres. Entre pregunta y pregunta, le solté una fuera del guión: "¿Qué opina de las declaraciones de Triacca?". (Jorge Triacca, dirigente peronista del sindicato plástico, colaborador de la dictadura, acababa de declarar ante los tribunales que no le constaba trasgresión alguna a ningún derecho humano bajo el gobierno de las juntas militares.) Lorenzo Miguel se quedó en silencio, me miró, bajó sus ojos al helado de vainilla que acababa de dejar el mozo delante de mí y susurró:

﷓¿Por qué no te comes el helado, nene?

No insistí, obviamente. La conversación continuó por otros derroteros y al final de la charla se me ocurrió volver al tema. Esta vez no medió silencio alguno ni mirada previa. Los ojos de Lorenzo Miguel se clavaron en la casatta al tiempo que con voz persuasiva me invitaba a callarme de una vez:

﷓Nene, el helado se te derrite.

Entonces yo no conocía el vértigo y mi poso empírico estaba vacío. Al poco tiempo se empezó a llenar.

Aquel diario cerró tras una quiebra. En uno de esos días finales estaba solo en una de las oficinas que el periódico tenía en el centro. Llaman a la puerta y aparece un tipo que algunas veces había estado en la redacción, procedente de Buenos Aires. Se suponía que era un accionista o un consultor. El hombre entró al despacho y, sin mediar palabra, se sentó en un escritorio, abrió su agenda y antes de comenzar a utilizar el teléfono me ordenó que me fuera. ¿Por qué?, pregunté. Me contestó apoyando el caño de un revolver en mi cabeza. A pesar de tanto cine, no podría precisar que tipo de arma era.

El escritor David Remnick, editor de The New Yorker, en la víspera de la emisión del último capítulo escribió que aunque el final de la saga fuera un misterio, sabíamos una cosa: Los Soprano desafiaron las convenciones aristotélicas: se trata de una comedia que acaba con una letanía de muertos y desaparecidos.

Si han visto la serie alguna vez, recordarán la secuencia inicial que abre cada capítulo y sobre la que aparecen los créditos. Está tomada de Los Picapiedra, en la que Pedro regresa a su casa conduciendo el troncomóvil después de una jornada de trabajo. Es un homenaje o un guiño al clásico creado por Hanna y Barbera, en el que se disuelve la inocencia. Para los Clinton, en cambio, Los Soprano son un relato que pone en acto cosas que se suponían, inocentemente, en un potencial abstracto. Una actualización sin principio, nudo y final como proponían los clásicos. Sólo con un comienzo que ya fue y un nudo eterno que es y será.

Hasta la fecha, he visto sólo cuatro temporadas. Me faltan tres. Queda bastante por aprender.

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