Jueves, 23 de febrero de 2006 | Hoy
Ante una pregunta sobre el paso que va del matriarcado al patriarcado -que Freud consideraba un progreso-, Charles Melman responde en el marco de una época de cuestionamiento a dicho paso.
Por Charles Melman *
Efectivamente, hay en Freud una observación, que por otra parte no le es personal, que establece que este paso del matriarcado al patriarcado constituyó un progreso para la humanidad. Progreso espiritual, progreso mental, que pasamos de las reglas de la evidencia a las de la creencia. Sin embargo, nos es necesario primero captar bien la diferencia entre estos dos regímenes. Si nos damos cuenta de que ellos provienen de una estructura radicalmente diferente, tal vez podamos entender mejor lo que el significante "progreso" viene a hacer aquí, por qué, efectivamente, se puede hablar de progreso. ¿Con qué tiene que ver esta diferencia de estructura? Pasamos, acabo de decirlo, de un régimen basado en la evidencia y la positividad, tal como el matriarcado las sostiene, a este otro régimen en el que lo que importa es del orden de la fe y remite a lo que nosotros, los analistas llamamos el pacto simbólico.
El matriarcado regula en efecto la cuestión de la causa, de la causalidad. Y en primer lugar en lo que respecta a la fecundación, diciendo que este proceso proviene de un mecanismo evidente y positivo a más no poder: la madre es la causa del niño. Desde ese momento se establece un régimen en el que la madre, en tanto que presente en el campo de la realidad es decir en tanto que se basa en su propio poder, en su propia autoridad y no en algún misterio se encuentra investida por este poder que es para todos los seres humanos el poder supremo, convirtiéndose en la referencia fálica.
La madre se convierte de esta manera en la encarnación del falo, y el hijo debe su génesis a la intervención autónoma de este poder así encarnado y presente, al mismo título que él, en el campo de la realidad. Lo cual no quiere decir que el padre, uno de los dos progenitores, no haya servido para nada. Pero su función aparece accesoria, de ninguna manera necesaria. Madre e hijo bastan entonces para asegurar la continuidad de una cadena de las generaciones que, de esta manera tiene la ventaja, y lo vemos fácilmente, de ser sin misterio.
Gracias a este régimen, tenemos la felicidad de participar en un mundo que hay que llamar positivo, un mundo simple en el que la palabra, el significante, remite directamente a la cosa, no tiene otro significado más que la cosa misma. Y donde la función del antecedente resume lo que ocurre con la causalidad: lo que está antes es la causa de lo que viene después. Estamos en el registro de la metonimia, es la contigüidad la que organiza el conjunto de nuestro mundo. La invocación del padre como metáfora, característica del patriarcado, viene efectivamente a introducir una ruptura en esta simplicidad aparentemente feliz, donde todo es "natural".
El mundo animal en otras palabras, el mundo natural por excelencia tiene evidentemente una relación directa con su objeto. No hay en el mundo animal ninguna duda ni sobre la conducta a seguir, ni sobre la elección del objeto, ni sobre la naturaleza o la especificidad de la satisfacción buscada y obtenida. Los compañeros sexuales son identificados muy claramente y el animal no se plantea ningún problema ético. Este mundo propicio a una satisfacción que no implica ninguna "mediación" y que no pasa por el trabajo, no dejó de representar para nuestra humanidad una suerte de ideal, un paraíso perdido, dirían los cristianos, ya que sería por medio de una caída que implica una decadencia, ligada al castigo divino, que habríamos salido de ese jardín del Edén donde todo estaba a nuestra disposición.
El padre está presente como la madre, por supuesto, en la realidad, pero no detenta de ninguna manera su poder por sí mismo. No lo detenta más que por ser la metáfora de una instancia en sí misma imposible de captar, invisible y que ocupa el campo no ya de la realidad sino de lo que Lacan llama lo real, en otros términos, un inaccesible que no tiene nada de "natural". Contrariamente a lo que observaba en el régimen del matriarcado, la instancia fálica se encuentra desde ese momento radicalmente desplazada, ya que no forma más parte del campo de la realidad. El padre se convirtió no en la encarnación sino en el representante de esta instancia.
La diferencia entre los dos regímenes tiene que ver pues con esto: con el patriarcado, es la dimensión de lo real la que está introducida así en el campo del psiquismo, de la especulación mental. Y, con ella, se introduce también un efecto que podríamos llamar traumatizante, porque esta operación implica que los objetos con los que podría satisfacerme no serán más que sustitutos. Hay entonces una pérdida. Y la condición de mi deseo, de su realización, va a estar correlacionada con esta pérdida.
Pasaje entonces de un régimen matriarcal, de un mundo positivo y simple que uno imagina feliz toda demanda encuentra aquí su satisfacción natural, que por supuesto el seno va a imaginarizar, de manera inagotable e innegable a un régimen que, en sí mismo, es traumático ya que consiste en la introducción de la dimensión de lo real. El deseo está, desde ese momento, destinado a manifestarse en vano. Y los objetos, lejos de ser esos objetos preadaptados, preparados para mí en el mundo, se convierten por el contrario en representativos de la vanidad de mi deseo.
* De la entrevista de JeanPierre Lebrun a Carles Melman, publicada con el título "El hombre sin gravedad (Gozar a cualquier precio)".
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