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Domingo, 14 de enero de 2007

LECTURAS

Neuroléptico

Como segunda entrega de esta nueva sección dedicada a trabajos de investigación o literarios de autores locales, Rosario/12 reproduce un cuento de Hernán Patricio Ainsa, seleccionado en uno de los tradicionales concursos del género que cada año realiza UNR Editora, la editorial de la Universidad Nacional de Rosario.

 Por Hernán Patricio Ainsa

El reloj de la estación marca las once y cuarenta. El sol confiere a todo un hiriente contraste de valor, todos vamos a morir, sin excepción, sin remedio, eso está bien claro. Aguardo el tren de las doce en el rincón más oscuro, sentado en la butaca más vieja; a mi lado un vagabundo ha despertado y se despereza un poco, estirando sin ganas los brazos. Murmura algo ininteligible; yo lo observo recoger sus cosas con toda apatía y luego marcharse, al parecer sin un rumbo fijo. Siento enormes deseos de hablar con él para averiguar, entre otras cosas, cuáles son sus ocupaciones diarias; estoy convencido de que puede resultar una situación provechosa. Enciendo un cigarro para entretenerme, aunque el humo me da náuseas; incluso entre sombras el calor es horrible, pegajoso. En una inspección algo minuciosa encuentro la estación un sitio deprimente. Más tarde un montón de gente insípida se arremolina contra los vagones; a su arribo, el tren se detiene con una delicadeza, como suele decirse, admirable. Yo aprecio eso. La gente se agrupa nerviosa, formando largas filas irregulares; desde lejos evocan delgadas serpientes agónicas, o más bien soy yo quien despierta involuntariamente el recuerdo. Y ahora las serpientes se retuercen, avanzan y emiten unos sonidos sibilantes. Pienso en el linyera, lo imagino iniciando metódicamente el sistema de acciones que componen sus quehaceres diarios, sean cuales fueren; lo imagino solo en su mundo, desdeñado, excluido de toda interacción social probable, burlado, herido, maltratado; aún así, indiferente a todo. Quienes se acercan demasiado se ven obligados a dar un rodeo fluctuante; desvían la mirada y contienen el aliento, la mente en blanco por un rato; más tarde, el suceso desagradable es debidamente borrado de la memoria. El linyera tose, sentado en el banco de un parque; a unos metros los perros ladran y unos niños malcriados lloran, aterrorizados. Ése es el poder del vagabundo, tal es su potestad sobre la psique vulnerable del hombre social, y eso, claro, no es todo.

La gente frente a los vagones vocifera, aturdida por el sol. Los observo con cuidado: gente vacía y mediocre, uniforme, ningún detalle en particular; no tengo nada en su contra, no me interesan en lo más mínimo. Permanezco seguro al abrigo del cemento hasta que todos han entrado y se han acomodado; pero hay un detalle, ahora me resulta llamativo. Todos ellos, a pesar del calor insoportable, visten pesados abrigos; antes de abordar, se paseaban bajo el sol en órbitas irregulares y a veces hasta chocaban entre sí, si no recuerdo mal. Puedo atribuirlo sin gran margen de error a su estado avanzado de imbecilidad innata.

Apuro el cigarro, desecho la colilla; he notado que el último vagón curiosamente permanece vacío; me paro y tomo las valijas. Antes de abordar, con el abrigo bajo el brazo, observo a mi alrededor, sensible al silencio y la brisa cálida. Percibo los factores con el mismo filtro difuso de los sueños, los recuerdos y las pastillas; no hay movimiento, no hay gritos, todos están abordo, sedados; la verdadera actividad del linyera, ya lejos, es un misterio. Después de un tiempo el sol cenital me hiere los ojos; ciego entonces a toda actividad metafísica ingreso al vagón, último pasajero tardío de un tren casi fantasma.

Algo aturdido por el aire estático recalentado, busco la sombra más fresca junto a la ventana más oscura; me digo que sin duda, al moverse, el tren renovará la atmósfera del vagón; entonces podré respirar más tranquilo, pensar con más claridad. Más tarde el tren comienza a moverse; observo un juego de luces y sombras sobre los rieles que da a pensar. En efecto, el aire ahora fluye, fresco y compacto; toda parálisis desaparece, todo entumecimiento es reemplazado por la sensación placentera. Observo con rencor por vez última el paisaje desolado de las afueras de mi ciudad; una ciudad inmunda, viciada y peligrosa, no demasiado grande, aburrida, y miserable. Una ciudad repleta de egoísmo, donde reinan el desmembramiento, la indiferencia, la violencia y la paranoia; nadie te entiende, nadie se esfuerza en comprenderte. Responde muy bien al modelo de la ciudad mediana occidental del siglo XXI, al desorden social y a la vacuidad interior, en resumen, una ciudad perfectamente ajustada.

Una nube pasajera oscurece súbitamente la escena; durante una breve fracción de tiempo percibo el choque catastrófico de dos realidades paralelas, distantes entre sí; percibo el nacimiento y deceso de varios universos diminutos, entre los cuales se cuenta, por ejemplo, el nuestro, y otros más personales de índole variada. En este momento lo que descubro son unas cuantas verdades absolutas, ocultas, pero no me dicen nada, en realidad son inútiles; por último, creo visualizar, como una idea exacta, perfecta, el estado de caos inminente o entropía máxima del universo, una suspensión momentánea de todas las leyes que creemos indudables. Es una idea aterradora pero, me digo, toda ley natural es solo una probabilidad altamente probable, ni más ni menos. Ahora me siento un poco más tranquilo.

Vuelvo en mí; un dolor punzante me oprime el pecho y la pierna izquierda, ambos dolores fácilmente identificables; dejo escapar todo el aire contenido en los pulmones minutos enteros. Jadeando con dificultad, doblado sobre mí mismo, descubro un vómito entre mis piernas, en el piso. El regusto en la boca es más que nada amargo; el vómito en el piso humea y despide un vapor ácido insoportable. Fuera, en el paisaje, el sol brilla con la potencia de su combustión nuclear intensa. Me digo que, a fin de cuentas, todo salió bien; un viaje con propósito indefinido, aburrido pero necesario, quizá provechoso: un viaje bien planeado desde hace tiempo. El viento en la cara me refresca; saco un poco de agua mineral y me enjuago como puedo; cambio de asiento. Fin del asunto.

Más adelante, adormecido por el traqueteo constante y la monotonía del paisaje, descubro la presencia de otro pasajero; una chica delgada y pálida, de aspecto algo enfermizo, sentada frente a mí. Por su expresión creo que es ciega, y además infeliz. Permanece inmóvil y erguida, rígida en la posición más incómoda, la vista fija por encima de mi hombro en un punto imaginario; advierto su cabello, creo que responde perfectamente a la definición exacta de la palabra negro. La observo con los ojos entrecerrados, fingiendo dormir; la observo detenidamente. Observo sus detalles tal y como se presentan ante mí, en su condición de detalles, como quieren ser vistos. No imagino nada, no omito lo desagradable; la observo, en fin procediendo empíricamente. Observo encantado, por ejemplo, unas gotas de sudor en su cuello, bajo el pelo; algunas gotas resbalan y desaparecen del campo de visión, bajo la blusa; esas gotas ya no existen. No se digna a secar las gotas; continúa inmóvil, la vista fija en el mismo punto, sin siquiera saber que estoy. Este detalle me llena de ira; estoy a punto de estirar el brazo y sacudirla, despertarla un poco; después de todo ella parece buscar la muerte, resignada. Pero no, me contengo, me recuerdo que, una vez iniciado, el proceso no puede detenerse. Decido olvidar todo; saco el reloj de bolsillo, pero hay algo mal; marca las doce y cinco. Doce y cinco; doce y cinco; es sencillamente imposible. Puedo sacar solo dos conclusiones a este punto, una tan viable como la otra. O bien el tiempo se ha detenido poco después de haber arrancado el tren, quizá durante el breve lapso metafísico debido al cruce de realidades paralelas; o bien, por otro lado, el reloj se ha descompuesto.

Me siento inclinado a pensar que la primera opción es la más coherente, porque explicaría a la vez la súbita aparición de la muchacha en el vagón; por otro lado, el reloj es una reliquia de calidad que funciona a la perfección desde hace casi doscientos años.

Para comprobarlo sacudo fuertemente el reloj, maldiciendo en voz alta, gesticulando exageradamente. El reloj no reacciona, la chica permanece inmóvil, en la misma pose. De modo que, concluyo en un lapso de iluminación, esta chica corresponde sin duda a mi doble en otra realidad; ya me parecía que había cierta afinidad.

Guardo otra vez el reloj en el bolsillo; más adelante puede volver a serme útil. Pienso en la posibilidad de que la chica se sienta intimidada, resulta placentero, casi agradable, sería algo natural en caso de no conocer ella nuestra verdadera analogía. Quizá en verdad sea ciega; es probable que no pueda verme Incluso por otras causas; sin duda debo arriesgar un acercamiento, es decir, abordarla de alguna forma. Decido hablarle; le pido que disculpe la actitud de hace un rato, le explico que mi furia se debía solo a que el reloj es una antigua reliquia de familia; por un momento había pensado﷓que estaba descompuesto. Le aseguro que no tiene nada que temer de mí, que si existe alguien en algún lado que es capaz de comprenderla, comprender su tristeza o su amargura, su soledad, su odio total y definitivo hacia todo lo que está vivo y piensa, esa persona, por fuerza, debo ser yo, y nadie más. Para que comprenda y no me crea un psicópata le explico mi teoría de las realidades cruzadas, del tiempo detenido; cuento todo acerca del asesinato de mi esposa y mis padres a manos de un desconocido que utilizaba mi nombre; todo acerca de mi larga estancia en el instituto psiquiátrico y la excelente atención, la contención insoportable recibida en ese lugar. Por último, cansado de hablar sobre mí, pregunto por su nombre, aguardando una respuesta.

A pesar de encontrarme justo frente a ella hablándole a cara no se digna a mirarme; mucho menos a responder. El tiempo pasa, por más que el reloj demuestre lo contrario; ella permanece en la misma actitud sobradora, provocativa; no cabe duda de que intenta desquiciarme. El tren ha ingresado ahora en un túnel excavado en la roca viva, por un momento, un momento eterno, todo es la oscuridad más profunda; una oscuridad sin forma, insípida, sin sensaciones. Durante ese lapso mi mente se esfuerza por permanecer en blanco; ahora resuelvo un segundo y último intento de aproximación.

Otra vez observo su rostro, sus facciones planas, lisas, vagamente familiares; parece absorta, dada su postura y la posición de sus manos, dadas las gotas de sudor, en algún recuerdo de naturaleza melancólica. Resignada a los hechos, sean cuales fueren, sufre en silencio; el mundo ahora no existe para ella, no existe para mí, no hay un mundo y no hay interacciones en el tiempo, yo no existo, sin duda. Me apena hablar; romper el silencio requiere un esfuerzo supremo; sin embargo, comparto con ella una nueva teoría. En virtud de su vestimenta algo anticuada y dada la forma en que lleva arreglado el cabello, no hay duda de que ella pertenece a otra época, una época anterior a la mía. Es obvio que no puede verme ni en resumen percibirme porque, o bien yo no estoy aquí ahora, o bien ella es la intrusa atemporal; con todo, esto no explica el hecho harto evidente de yo sí pueda verla, percibirla, y además con tanto detalle. A estas palabras ella responde, como siempre, con la indiferencia más absoluta. El tren ha ingresado ahora en el nuevo túnel. Este túnel resulta demasiado extenso; la carencia prolongada del sentido visual se vuelve excesivamente incómoda. En un punto el sentido se deforma; percibo a mi lado movimientos de cosas que no están a mi lado; en las sombras, veo sombras todavía más profundas. La chica, enfrente, creo que acaba de moverse; ahora el túnel se acaba, de pronto el sol entra por la ventana, directo, a mi rostro, cegándome momentáneamente. Con un esfuerzo que empeora las cosas, veo que sus ojos están finalmente clavados en mí, como debe ser. Continúa en silencio pero sonríe; y además es una sonrisa tóxica, perversa, bella, infantil, carente del más mínimo asomo de pudor. En un movimiento se incorpora, pasa a mi lado en dirección a la ventana del otro lado; yo adivino, más que verlo, los ojos heridos por el sol. Echa una mirada profunda, contemplativa, al paisaje; a continuación pone todo su empeño en abrir la ventana.

Yo observo con dificultad, único espectador anónimo de una obra muda; ella tiene buenas piernas muy desarrolladas para su edad. Sus ansias por abrir la ventana, su desesperación, son por entero conmovedoras pero, a mi juicio, carentes de toda lógica o fundamento. Fuera, lejos de mi ciudad, el paisaje es el mismo; el sol, más inclinado, brilla de lleno en mi cara; el resultado es una ceguera parcial. Recuerdo al linyera de la estación, es un instante, una imagen mental; no puedo imaginarlo activo con mucha facilidad, en cambio, lo veo muerto, en un rincón, bajo unas mantas sucias. Pasan los días hasta que finalmente los vecinos lo encuentran, alarmados por el hedor fuera de lo normal, sospechando la verdad. El espectáculo de un cuerpo morado y sucio, hinchado, no es nada agradable, pero representa un acontecimiento único, imperdible. Por un momento, reunidos alrededor del cuerpo, todos están preocupados; se preguntan cómo se ha podido llegar a esto, cómo un hombre abandona todo, (pierde todo) hasta el punto de acabar muerto en la calle, solo bajo unas mantas podridas; se preguntan, con verdadera culpa, cómo es que nadie hace nada para solucionarlo, el gobierno, los demás, uno mismo; se preguntan dónde ha quedado la compasión. Por un momento, incluso la muerte del vagabundo parece dar lugar a la redención necesaria para crear una conciencia duradera, estable en algunos de ellos; pero el vagabundo no es ningún Jesucristo, su muerte es en vano. Pasados los días, ninguno de ellos recordará el hecho más que como un curioso incidente. En fin, desecho la imagen como algo que, sin ser necesariamente cierto, puede llegar a perturbarme; lo que tenga que ser será; no distingo rastro de nubes en el cielo.

Acaba de abrir la ventana; una fuerte ráfaga de viento y polvo me golpea la cara. Me veo obligado a fruncir el ceño; con los ojos entrecerrados la veo asomada a la ventana, pero el polvo es más dañino que el sol, el viento es fuerte y la respiración se dificulta bastante. Y adviene un nuevo túnel en la roca, con su correspondiente cuota de oscuridad absoluta. Pero ésta es una oscuridad diferente, trae algo nuevo; murmullos, voces apagadas, ecos distantes de conversaciones distantes. Con todo, no es difícil reconocer voces humanas, voces confusas, casi indistinguibles; no una ni dos, sino, tres voces humanas diferentes en claro diálogo, en un idioma desconocido. Esas voces no me dicen nada, nada que yo pueda entender, al menos. Una de ellas pertenece sin duda a una criatura femenina, el resto parece proceder de muy atrás en el tiempo; es muy probable que todo sea un juego originado en mi mente enferma y marchita. Las voces y la conversación continúan un rato más, luego se acaban con el túnel.

El viento, el polvo y la luz súbita me impiden ver con claridad; en los lapsos breves, a contraluz, distingo el contorno de la figura de la chica, enmarcado en la ventana. Ahora ella ha optado por cerrarla; el polvo se detiene, el ruido se acaba, el viento vuelve a ser una brisa moderada. Todavía aturdido, algunas visiones desfilan ante mí. Entre ellas figuran varios recuerdos reprimidos, detalles que no quiero recordar; sangre, gritos mudos, lágrimas mudas y preguntas, muchas preguntas que no me digno responder; mi nombre pronunciado entre llantos ahogados, aullado por mí por las noches a la oscuridad estrellada de las bóvedas celestes. Estos delirios, visiones e imágenes consecuentes me causan un sufrimiento muy grande. Se van, sin embargo despiertan algo terrible, mucho peor que todas las pesadillas del mundo, algo incontrolable, enfermo. Ya no son visiones sino sentimientos bajos, primitivos; no hay amor sino afinidad, no hay odio sino un instinto asesino, ansias de sangre, de daño; lo que ha despertado ya no puede volver a descansar en paz, no mientras permanezca hambriento. Resulta primordial saciar ese hambre, un hambre consistente no en meros objetos materiales, no en meras moléculas proteínicas, sino más bien en satisfacciones algo etéreas.

Esta situación ya está al borde de lo tolerable, el hastío aumenta en intensidad; una sensación de disgusto y tormento insoportable obliga a mi cuerpo a arquearse violentamente, cerrándose sobre sí mismo, Un segundo más tarde me encuentro algo mejor, partículas de polvo gravitan todavía en la atmósfera, demostrando que no todo lo que sube baja de inmediato, todo es polvo de estrellas. La respiración no es algo fácil, entre mis piernas, en el suelo, un nuevo charco de vómito, espeso, caliente, de intenso aroma ácido. Con los ojos todavía entrecerrados, furioso, babeante, decidido al fin, dispuesto a saciar el apetito monstruoso, busco a la chica; como es natural, para este momento ya se ha ido. Como suele decirse, una desilusión absoluta.

Pienso en el linyera, muerto, descompuesto; pienso en la chica, retorciéndose bajo mis brazos, gimiendo, preguntando. No, no es ella en realidad, son sus rostros mucho más familiares, rostros que simbolizan mi tumba diaria, el afecto fingido, la necesidad de un cambio total y definitivo.

Rostros que, bajo mis brazos, cambian de forma, se contorsionan, sufren. Ellos preguntan, yo pregunto por qué, pero no hay respuesta. No, es tarde, la bestia ha despertado otra vez; una bestia que aborrece todo lo vivo, lo caliente, todo lo ajeno a ella misma; no descansará, no mermarán sus fuerzas; a esa bestia, es preciso alimentarla.

Otra vez solo en el vagón me agazapo en el asiento; cierro los ojos, espero ansioso la hora de la cena.

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