Viernes, 6 de junio de 2008 | Hoy
ENTREVISTA
Huir del pueblo a los trece años, llevar un libro del Che bajo el brazo, caer seducida por las militantes feministas americanas, iniciar una amistad con Ursula Le Guin con unos capullitos de plátano, son algunos de los pasos que ha dado –y no en falso– la poeta Diana Bellessi para llegar a ser quien es. Este año la editorial Adriana Hidalgo reedita su Obra Reunida, que incluye el famoso y agotadísimo Eroica.
Por Leonor Silvestri
—A los trece años salí por primera vez de mi pueblo, Zavalla, a una ciudad vecina, porque en el pueblo no había secundaria. Luego vinieron los años de pensiones en Rosario, mientras estudiaba en la universidad. Las pequeñas geografías de los pueblitos se vuelven asfixiantes como un corse, sobre todo para una joven rebelde. Es difícil sobrevivir allí si no estás atada a los modelos más tradicionales. Durante el onganiato cargué la mochila y me fui, primero a Chile, donde se vivía la efervescencia previa a que el Frente Popular ganara las elecciones. Más tarde seguí mi viaje por Latinoamérica.
—Soy de una generación que creció con el concepto de la patria grande. En aquel momento, lo mejor de viajar era no saber qué iba a suceder o cuánto iba a durar tu viaje; el mío duró seis años. Volví un año y medio antes del golpe del ’76 y me instalé en Buenos Aires, una ciudad de la que ya estaba enamorada. Luego las cosas se pusieron tan duras que me fui al Delta del Paraná, en circunstancias históricas terribles, que todos conocemos. No quería irme del país porque había pasado mucho tiempo fuera de él. A pesar de que en las islas no estaba ausente el terror de la represión, encontré un hogar: estarme quieta en contacto con la naturaleza fue reparador, fue como volver al campo, volver simbólicamente a la infancia. Siento que mi vida ha sido un constante irse y retornar, nunca al mismo lugar, pero siempre en un intento de volver a entramar pasado y presente.
—Cuando era joven, los talleres literarios no eran frecuentes, se estudiaba de manera informal. En este contexto tuve algunos maestros; el poeta Aldo Oliva, por ejemplo, fue muy importante para mí; más tarde, Alejandra Pizarnik y Miguel Angel Bustos. En un momento posterior fue significativa la influencia de Barbara Deming, una feminista y luchadora social norteamericana, cuyos ensayos me resultaron iluminadores; de igual modo lo fueron Ursula Le Guin y Griselda Gambaro.
—No. Lo que tengo es conciencia de que gente más joven de edad o más joven en la escritura ha establecido en muchas circunstancias un diálogo conmigo, que ha progresado hacia un diálogo de pares. Si hay un momento transferencial en el que yo ocupe un lugar de maestra, esto paulatinamente se transforma en una relación entre autores que crecemos juntos.
—De uno de mis viajes a Estados Unidos me traje un pequeño libro con sus poemas publicado por Capra Press, una editorial independiente de California. Fue lo primero que leí de Ursula. Al poco tiempo descubrí, en las librerías de Buenos Aires, sus ficciones publicadas por la editorial Minotauro. Fue entonces que compré El nombre del mundo es bosque, y en cuanto leí la novela, morí por ella. Me atrapó su prosa, los mundos que construye y la dimensión ética de los personajes que viven en ellos; otros mundos que, como diría Eluard, siempre están en éste. A partir de allí seguí leyendo todos los libros de Ursula que pude conseguir. Lo que me pasó como lectora fue devastadoramente hermoso. El nombre del mundo es bosque, una metáfora de la guerra de Vietnam, transcurría en una selva que por momentos se parecía al monte del Delta del Paraná, donde yo vivía. Estaba tan conmovida por la lectura que durante la primavera en la isla, cuando a los plátanos se les caen unos capullitos dorados, junté un puñado, los puse en una cajita, escribí dos frases y lo mandé a Capra Press —en cuya mediación yo confiaba por tratarse de una pequeña editorial de poesía—, con la esperanza de que se la reenviaran a Ursula. Así lo hicieron y a los quince días tuve una respuesta de ella, que me mandaba unas hierbas aromáticas del desierto de Oregon y unas palabritas. A partir de ahí iniciamos una correspondencia constante y apasionada que se ha sostenido por mucho tiempo. Más tarde nos tradujimos mutuamente y, poco después, nos encontramos en Estados Unidos. Siempre sigo esperando los nuevos libros de Ursula, y el vínculo personal con ella nunca opacó mi pasión por su escritura.
—A los catorce años llevaba La guerra de guerrillas del Che debajo del brazo. Luego, en la universidad formé parte del Malena, el Movimiento de Liberación Nacional, y más tarde me acerqué al trotskismo. Por otro lado, en aquella primera estadía neoyorquina me topé con las feministas norteamericanas de la década del ’70, que venían de las luchas por los derechos civiles de las minorías y también se habían levantado contra la guerra de Vietnam. En este contexto, las feministas y las feministas lesbianas produjeron un gran impacto en mi vida. Recuerdo la primera vez que vi a un grupo de mujeres preciosas que repartían folletos en una placita de Manhattan y llevaban en sus boinas botones que decían Lesbian Ignite. Por entonces trabajaba en una fábrica metalúrgica del sur del Bronx, y me enseñaba inglés a mí misma leyendo a las poetas norteamericanas contemporáneas, al mismo tiempo que intentaba descifrar una columna del periódico Village Voice, escrita por Gilles Johnston, que se llamaba “Lesbian Nation”. Aunque todos estos orígenes son importantes para mí y han construido mucho de lo que soy, el más fuerte de todos ellos es mi propio origen de clase, el motor creador de esta identificación y también la furia del resentimiento siempre reaparecen.
—Algunas pensábamos que la única forma era cambiar por completo la sociedad; otras, que se debía mejorar el mundo en el que vivís mientras luchás por uno diferente, y ambas posturas me parecen legítimas. Exigir el derecho al aborto, por ejemplo, o el derecho a establecer relaciones afectivas con quien te dé la gana, sin que tu pareja quede privada de cosas tales como las coberturas sindicales de salud, o el derecho de herencia, entre muchas otras que todos conocemos. Pero, aun obteniendo estos derechos dentro de una sociedad clasista, no se podrá salir de la trampa de que la bonanza de una minoría se asiente en la opresión y la desgracia de una mayoría económicamente desposeída.
Cuando terminé el primario, mi mamá me preguntó qué quería hacer y yo le dije: “Quiero ser actriz y escritora”. Mi mamá respondió: “Eso no es para nosotros, hija —para nuestra clase social quería decir—. Pero le voy a preguntar a la maestra”. Así logré llegar a la escuela secundaria —estatal y gratuita, un derecho conseguido— y convertirme en escritora. Pero no sé qué hubiera pasado si le hubiese dicho a mi mamá: “Quiero ser lesbiana”. Aunque quede mucho por conseguir, esas luchas específicas de las que hablamos antes han achicado la pesadilla, habilitando nuevas formas de derecho a las subjetividades heridas.
—Creo que hay en general una mayor visibilidad de las lesbianas, por supuesto no sólo entre las poetas. Y no dudo que esto es posible por esas mismas luchas que venimos mencionando. Ya no es tan terrible que una chica se enamore de otra chica, al menos en ciertos espacios urbanos y ciertas clases sociales. Pero el haber experimentado la prohibición, de la que hoy muchas mujeres están en tránsito de liberarse por el proceso de politización que permite desarticularla, puede haber facilitado —aunque esto suene también un poco reduccionista— cierta fuerza creadora que ahora es vista en diferentes ámbitos sociales y no sólo en el de la poesía.
—No. ¿Habría acaso una categoría de autores llamados “heterosexuales clásicos” que producirían literatura, y todos los demás, literatura de género? Grandes poetas que se enuncian públicamente como lesbianas o en cuya poesía, entre otros muchos asuntos, incluyen también el enunciado de su deseo hacia otra mujer, son encerradas en una categoría demasiado estrecha. Muchas salimos en su momento a la pesca de la diferencia y quizás alguna observación escrita al respecto tenga su valor, pero construir cajitas y etiquetas le abre la puerta al peligro de los esencialismos a los que se intenta desarmar. Toda hermenéutica que se proponga reducir el sentido de una obra a ciertos elementos de la biografía del autor es siempre peligrosa.
—No sabía que tenía ese mote. Me llevo mal como con cualquier otro rótulo, es una encerrona, pareciera que todo lo que se produce quedara confinado dentro de esa cuadrícula, y lo cierto es que en la poesía somos convocadas a tratar muchos otros asuntos también propios de la condición humana. Pero me llevaría mal también con otros motes: si dijeran Bellessi, “la poeta campesina”, igual me parecería reductor.
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