Vie 13.06.2008
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“International Mister Leather”

› Por Pablo Ben

Unos años atrás y diez horas antes de que volaran las Torres Gemelas, aterricé para quedarme en Chicago, donde conocí y compartí departamento, entre otros estudiantes, con Mijalis, físico chipriota-griego que por entonces salía con una psicóloga rusa. Ella no tomaba anticonceptivos, aunque aseguraba hacerlo, y pronto quedó embarazada, provocando en Mijalis un maremoto mental y una paternidad que le dio bríos para anunciarle a todo el mundo que en realidad le gustan los hombres. Ahora Mijalis es amigo de la rusa, adora a su hija, está feliz de ser gay y fue él, casualmente quien hace unos días me invitó al “International Mister Leather”.

Imaginé que me encontraría con esos señores rudos y peludos que se dan golpes en pelis pornos que he visto con amigos para reírnos un rato y que siempre me aportaron algo de morbo y bastante de fantasía. La experiencia fue muy diferente: puertas giratorias, pasillo y control insistente para determinar que no éramos menores. Debimos firmar un papel diciendo que si algo nos escandalizaba era nuestra pura responsabilidad. He aquí el gran escándalo: la anunciada “convención” parecía un supermercado. Una manzana de sótano alfombrada con puestitos cual feria de domingo de mi nativo Quilmes, pero con productos que mi mamá no compra. Unos pantalones de cuero auguraban calidad al simple tacto. Tomé la etiqueta de papel entre mis dedos y casi pegué un grito: seiscientos morlacos de los verdes. Unas velas artesanales para mi “home, sweet home”: cuarenta dólares. Tenían colores oscuros poco comunes y fragancias rudas que contribuirían a una experiencia de sexo rudo. Pero ¿a qué tipo de “macho” se le ocurre que comprar velitas para tapar el olor a bolas mientras lo estás haciendo incrementa tu virilidad? La cosa más bien parecía propia de quienes nos preguntamos —en palabras de la Perlongher— por qué seremos tan reinas. Tanta cosa viril abjuraba la feminidad que nos endilga la homofobia. Desde una pantalla de 60 pulgadas fluía lluvia dorada confirmando que los clientes de esta feria del cuero decidieron hacerse bien los machos, por si las dudas, no vaya a ser... qué cosa. Los otros millares de objetos ingeniosos prometían hacer experimentar las más múltiples sensaciones que uno se pueda imaginar por atrás. Paradójicamente, la creatividad para imaginar aparatejos resulta inversamente proporcional al horizonte de fantasía. En su griterío alienante, este mar de mercancías pedía a los gritos más clientes. La capacidad lúdica se reducía a comprar objetos inmensamente costosos para usar por detrás, prendas de cuero para ponerse encima, jaulas de metal en las que meterse y columpios sobre los cuales hamacarse con amiguitos. ¿Acaso se ha perdido la capacidad de inventar historias, crear escenarios y jugar todos los días a cosas nuevas sin disponer de esta parafernalia tecnócrata a precios exorbitantes? Tanto cuero mercantil mataba el morbo. Como si fuera una colección de juguetes para niños ricos que disfrutan menos con sus cochecitos control remoto de lo que lo hacen los niños pobres con sus camioncitos de madera.

Pero debo confesarlo, una cosa que vendían me gustó. Una cama regular de aluminio plateado a prueba de salto simultáneo de varios gordos como yo. Habiendo dañado en acción más de un listón, este fetiche me pudo. Pensé para adentro: “yo esto me lo compro, si llego a tener la plata”.

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