Viernes, 23 de septiembre de 2011 | Hoy
LUX VA A TURQUIA
A pesar de las advertencias de turistas no tan sexuales, Lux se entregó en cuerpo y alma a las promesas de un sultán y así es como conoció de rodillas las calles de Küçük Bayram, del barrio de Beyoglu, la zona roja de Estambul.
“Ahmet, Ahmet, por qué me has abandonado...”, musito desde mi balcón.
Retomo mis aventuras otomanas: Ahmet, candidato a Mr. Leather Internacional 2011 en el Folsom Europe que me había contratado como jurado, me invitó a Estambul, donde, yo pensaba, me integraría a su harem (en carácter de qué, yo no lo sabía, porque ignoraba que esas instituciones sobrevivían a las prohibiciones de Atatürk, el gran modernizador turco).
Llegada la comitiva a la que me integré al jet privado de mi sultanejo, con quien había imaginado ya mil y una noches de placer, me encontré confinadx a una camarita donde se me ofrecieron tés humeantes y olorosos que bien pronto me sumieron en profundo sueño. Desperté horas después, sin haberme enterado del aterrizaje en el aeropuerto de Sabiha ni de mi traslado a las secretas dependencias donde me encontré, casi desnudx (salvo por un albornoz de seda). El Rohypnol que habían puesto en mi infusión (reconozco muy bien sus efectos) comenzaba a abandonarme. Al rato, dos gigantes otomanos se presentaron a mi puerta y me condujeron a través de un laberinto de pasillos hasta el hammam del palacio de mi sultanillo. Me imaginé que allí estaría esperándome Ahmet, la bestia turca, para vaciarse enteramente dentro de mí. No fue así: me sometieron a un minucioso tratamiento de hidratación, masaje, depilación completa, me aceitaron, azotaron mis carnes con varillas de saúco, me exfoliaron con cepillos y esponjas del mar Muerto y trabajaron cada entretela de mi cuerpo con una sabiduría milenaria preparándome, así lo imaginaba, para la cámara nupcial. No fue así: de vuelta en mi aposento (casi una celda, aunque bien acondicionada con tapetes y almohadones), me esperaba el secretario de Ahmet para explicarme mis funciones en palacio: encargarme de enseñar a las siete concubinas de Ahmet cómo satisfacer sus deseos.
¿Maestrx de conchudas, yo, que pensaba que todavía tenía todo que aprender de la sabiduría sexual sarracena? ¡De ningún modo! “Quiero hablar con Ahmet”, dije mordiéndome los labios. Abdul rió y se pasó la lengua por su bigotazo: “De ningún modo”. Y me hizo un gesto con su dedo índice para subrayar la negación.
Ahmet, que más de una vez en sus viajes había probado la insuperable felación latina, recorría el mundo para contratar entrenadorxs para sus concubinas.
Amenacé con denunciarlos, me declaré víctima de una de las tantas estafas turcas de las que me habían advertido mis amigxs alemanxs y, asustados por la cantidad de veces que dije la palabra “tráfico”, me dejaron ir depositándome en el Havas que une el aeropuerto con el centro de Estambul. Sin una lira turca ni un jetón para moverme, y sin pasaje para volverme a Berlín, mis días en Constantinopla amenazaban ser un espanto tras otro.
Pero mi sexto sentido me condujo muy pronto a la zona roja de la ciudad y en la callecita Küçük Bayram, del barrio de Beyoglu, conseguí que me comisionaran una ventana en el segundo piso, desde donde, me dijeron, podía atraer clientes emitiendo el clásico ruido con el que se llama a los caballos, haciendo chasquear la lengua contra el paladar.
Si tenía que poner a trabajar mis pericias amatorias prefería hacerlo por mi propia causa y no en favor de esas taradas del harem, que aparentemente nunca aprendieron para qué servían sus bocas.
Por suerte los vuelos a Berlín son bien baratos, así que en unos días conseguiré volver a mi rutina. “Ahmet, Ahmet, por qué me has abandonado”, musito mientras cae el sol sobre la torre de Gálata y me preparo para mi habitual cena ligera a base de yogur turco.
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