Viernes, 7 de diciembre de 2012 | Hoy
Madonna vs. Lady Gaga. La mayor contienda pop de todos los tiempos. Gaga tocó recientemente en Buenos Aires y Madonna lo hará en breve. Ineludibles referentes de la comunidad gay, se disputan un mercado que les es fiel a ciegas. En qué consiste la batalla, qué tiene una que la otra no.
Todos los putos necesitamos una diva amiga. Es condición y rito, es necesidad y urgencia. Es ayer, y es hoy, y es mañana, y es siglo XXXIII. Porque han defendido a nuestra comunidad, o por su historia de vida, o porque nos venden lo que queremos comprar. Se trata de un impulso misterioso que a nadie deja indemne y que en las últimas décadas encontró plena satisfacción en la figura de la estrella pop femenina. Madonna, sin dudas, es y ha sido la mayor icona gay. Más que Judy Garland, incluso, y a pesar de que el fallecimiento de esta última haya ocasionado, según leyendas, la explosión justiciera que hoy se conoce como Stonewall. Madonna es religión. Sería de lo más incorrecto afirmar que solamente los putos podemos comprender lo que representa; no obstante ello, lo ratificamos. Sin comprometer ni neutralizar jamás su visión, nos ha dado tanto que fallan las palabras y el pulso. Comenzando por su propia obra, que ha dado joyas controversiales como los discos Erotica y American Life, el libro Sex y el video de Like a Prayer y siguiendo por su conocido compromiso con el activismo lgttbi, Madonna reina(ba) suprema.
Era de esperar: en algún momento iba a aparecer una figura de alcance popular y relevancia cultural equivalentes, ajustada a los tiempos que corren, claro. Esa persona es Lady Gaga. Inteligente, intrépida, talentosa, magnética, humana, astuta. Actual. La reina madre desembarca en pocos días en Argentina, mientras que la novata hizo lo propio hace casi un mes. Repasar los pormenores y claves secretas de este duelo de mostras es fundamental para entender el show que ya pasó y también el que se acerca.
“Is that the video were she thinks she is me?” La pregunta, sazonada con la dosis de malicia característica de la vieja reina, aparece como al pasar en la cuenta de Twitter de Ingrid Casares, amiga y, se dice, ex amante de Madonna. La frase es presentada como una cita, como si las amigas hubieran estado hablando largo y tendido, entre risas, del video de Alejandro, el hit latino de Gaga que marca un antes y un después en las trayectorias de ambas artistas. A partir del clip, dirigido por Steven Klein (fotógrafo compinche de Madonna hace eras) se cancela definitivamente la posibilidad de hablar de una de ellas sin mencionar a la otra. Como en un beso de la muerte, las carreras de las italoamericanas quedan unidas, hasta el fin.
¿A qué viene tanto dramatismo? Veamos. Las referencias al mundo Ciccone son innegables: la iluminación y el vestuario del clip recuerdan el tono expresionista alemán de Express Yourself, dirigido por David Fincher en 1989; las coreografías citan el amaneramiento old Hollywood de Vogue; el personaje central del video, una capataza barroca que admira los movimientos estrictos de sus súbditos espartanos, soldados de lo que Susan Sontag llamaba un “fascismo fascinante”, comparte lazos sanguíneos y estéticos no sólo con la protagonista de Express Yourself, sino también con la Evita de Madonna.
Entonces sí, Alejandro es el video en el que Gaga juega a ser Madonna. El problema es que la alusión se convierte en otra cosa por un detalle tétrico: Alejandro empieza con el avance solemne, en tenso silencio, de un ataúd negro. Gaga marcha adelante, llevando en sus manos un elaborado corazón rojo, una joya en sangre viva. Todo madonnólogo sabe que en la première de Evita en 1996 Madonna coronó su atuendo enteramente colorado con un corazón que oficiaba de sombrerito. 2 + 2 = 4. El féretro gótico de Alejandro sólo podía estar ocupado por una persona: la vieja reina. Trátese de un ataque, un guiño o un gualicho, una cosa es clara: la estrella recién llegada no se anda con chiquitas, es muy estudiosa del universo pop que habita y que a su vez la nutre, y entiende que su crecimiento como figura implicará, tarde o temprano, un combate a muerte.
Este asesinato en cámara, flagrante, no deja de ser irónico: es una suerte de reconstrucción de los asesinatos en masa que perpetró Madonna a comienzos de los ’80. Como se recordará, la vieja reina ingresó al universo pop como representante más cabal del lema “Video killed the radio star”. Madonna y Michael Jackson fueron la marca más luminosa de una nueva era en la historia del pop, dominada por la videogenia y la habilidad de los elegidos de ofrecerse como simulacro siempre renovable. El mote de “reina de la reinvención”, que Madonna aceptó como propio en su Reinvention Tour de 2004, hacía referencia a esa versatilidad camaleónica, a la posibilidad de producir imágenes de sí siempre nuevas y desconcertantes, canalizadas en primer lugar en los clips pero también en las fotos promocionales de los discos. Se sabe: en los largos años del reinado de Madonna cada LP era expresión de un concepto, una propuesta estética que podía tener visos más o menos políticos o metafísicos (la melancólica pin up de True Blue, la heroína protogrunge de Like a Virgin, la diosa del sexo polimorfo de Erotica).
Fast Forward a 2008. Las condiciones, ni qué decirlo, han cambiado. La voracidad del público respecto de las imágenes de sus iconos sigue intacta, pero ha sufrido una aceleración colosal. El punto de quiebre data de unos años antes: la democratización de Internet y de la banda ancha como modo de acceder a información de todo tipo, la simultaneidad resultante entre acontecimiento y reproducción, la disponibilidad de todo el archivo de la historia de la música a un click de distancia. Si todas estas transformaciones sobrevienen con el cambio de milenio, no es arriesgado decir que encuentran en Gaga su primera representante indiscutida. Desde sus primeros pasos públicos a comienzos de 2008, demostró estar híper consciente de la centralidad de los paparazzi en el universo pop, Gaga decidió que cada una de sus apariciones públicas (y con cada una nos referimos a CADA UNA) iba a ser una performance, un statement, una declaración político/estética. El aparato mediático nos tenía acostumbradxs a las fotos de celebrities en la alfombra roja. Lo que no sabíamos, y aprendemos con Gaga, es que la máquina del look no tiene por qué detener su avance cuando a la estrella le toca atravesar no lugares. Transformando lo que suele ser identificado como tormento en un arma de autopromoción, Gaga hace de los paparazzi sus aliados, partícipes activos en la obra de arte ambulante en que ha decidido convertirse.
Este credo posmoderno tiene su coronación en el clip del tema “Paparazzi”, que funciona como una suerte de bisagra en la carrera de Gaga. Dirigido por Jonas Akerlund, el video transforma astutamente la tortura de ser seguida por las cámaras en la excusa para una narrativa polémica y políticamente cargada: Gaga se defiende de una agresión de su novio y él la mata frente a las cámaras. Pero ella resurge y se venga, regresando a las primeras planas que la daban por muerta. La letra, mientras tanto, compara la obsesión propia del amor romántico con la persecución maníaca de la que son objeto las famosas en nuestros días (se dice que el calvario de Britney Spears circa 2007 fue clave en la confección de este símil).
Como sea, este incesante transformarse en espectáculo habla de un estado de la técnica en el que ya no es posible distinguir entre vida pública y vida privada: Gaga es una sola, no hay una encarnación cotidiana y una para el escenario. Mejor dicho, el mundo entero es un escenario y Lady Gaga lo recorre produciendo una performance por minuto. Este nuevo estatuto de la heroína pop se relaciona por supuesto con las nuevas plataformas de sociabilidad virtual, las llamadas redes sociales, que Gaga maneja con la destreza de quien ha nacido y respirado en ellas casi toda su vida. Y aquí vuelve a plantar diferencias con su antecesora. Madonna no se mueve como pez en el agua en las coordenadas horizontales e interactivas de Facebook y Twitter. Para la promoción de su último trabajo (MDNA, 2012), su manager la convenció de que abriera una cuenta de Twitter por unas horas. La idea era que Madonna iba a estar frente a la computadora durante un tiempo, para tuitear en vivo y contestar preguntas de los fans. El experimento, como era de esperar, terminó en un rotundo fracaso, tanto por la paupérrima cantidad de seguidores de la cuenta como por lo soso de la propuesta, que evidenció que ni el manager ni la artista comprendían el sentido de estos nuevos canales de comunicación, y que los fans de Madonna siguen siendo en gran medida los que supo cosechar en su época dorada, los años preInternet, y que son en su mayoría adultos, no los reyes actuales del consumo, que apenas arañan los 15 años.
15. 26. 54. Hay que abordar el elefante en el bazar. El principal problema en esta batalla desigual está dado por la edad: Madonna se ve fantástica, tiene sus músculos tensados y la cola más alta que su rival, pero todo esto sólo puede retrasar unos años el obrar inevitable del tiempo. Con 26 años, Lady Gaga tiene toda su vida pop por delante y la realidad es que en sólo cuatro años de carrera ha logrado decodificar, reproducir y acaso perfeccionar las tretas que definieron a Madonna. Y a eso le suma una sintonía con su presente que no se puede fabricar. Cuando Gaga usa Twitter (y su cuenta tiene más de 31 millones de seguidores) lo hace como una adolescente tardía más: postea una foto de su nuevo corte de pelo, muestra la habitación del hotel en que duerme, tuitea sobre su estado de ánimo y de salud; en breve, nos ofrece una cotidianidad. Gaga, en línea con las nuevas tecnologías, es una artista mucho más demagógica y plebeya. Allí donde Ciccone subraya la distancia regia que la separa de su público, allí donde se muestra mandona, caprichosa e inaccesible, Gaga es pura accesibilidad, apertura democrática, contacto directo con sus fans, sus deseos y sus necesidades. No es casual que Gaga se haya entregado a ellxs más de una vez del modo más impensado y directo, por ejemplo: uniéndoseles en la fila para uno de sus shows y acercándoles algo rico; chateando en vivo y respondiendo con candidez tweets tras tweets; aceptando un porro de la primera fila de mariquitas en un show en Amsterdam. Tan cerca los siente que los bautizó como “Little monsters” (Gaga vendría a ser la Mamá Mostra). Ella está ahí, dispuesta a sacrificarse por sus fans, a perder ella también horas de su día, a convidarles una cena, a obsequiarles un fragmento de pestaña postiza. Hasta da su ADN: hace poco lanzó un perfume cuyas primeras unidades fueron fabricadas con una dosis de su sangre.
El contrapunto entre altivez y cercanía plebeya tiene su correlato directo en el modo en que ambas divas se relacionan con la belleza. En su último show, Gaga exhibió sin mayores complejos un cúmulo de rollos por encima de las calzas que provocarían en Madonna algo así como una implosión atómica. Toda la carrera de Ciccone es, entre otras cosas, una galería de las posibilidades del fitness y el embellecimiento personal: cada vez más tonificada, con pómulos cada vez más definidos y el pelo siempre esplendente, Madonna hace de su atractivo físico uno de los pilares de su carrera. En su mundo, no ser bella no es una opción. Gaga, por el contrario, ostenta su sobrepeso pero además juega permanentemente con la fealdad como posibilidad expresiva. Su voracidad no tiene que ver con la seducción, sino con la manía de agotar todos los medios expresivos existentes. ¿Cómo va ella a perderse del poder semántico de lo feo? Intentará entonces parecerse a una alienígena; confeccionará un alter ego masculino nada agraciado (Joe Calderone, muy alejado del coqueteo dietrichesco de la Madonna que juega al dandy) o directamente modificará su rostro o su figura con prótesis que la acercan al universo freak de una Diane Arbus. El afiche promocional de su último recital exploraba esa veta: Gaga era una bruja encanecida sobrevolando un castillo en decadencia. Vieja, bruja y deforme. Gaga jugaba a ser la Némesis de Madonna, a encarnar aquello que la reina no puede ni siquiera rozar, acaso por miedo atávico al contagio.
Madonna, entonces, conserva el cetro otorgado por y a sí misma, validado a ciegas por todos los putos terrestres. Es, como se ha dicho, la reina de la “reinvención”, mote que detestó históricamente. Pronunciar esa palabra en presencia de su alteza constituía hasta 2004 un delito no excarcelable, pero ese año, en la antes mencionada Reinvention Tour, el problemático término fue finalmente aceptado y puesto en escena como modo de exorcizar el fracaso del antibélico y ciertamente autobiográfico American Life, de 2003. Madonna se vio forzada a salir del paso utilizando aquello que, según ella misma, representaba un modo de subestimación hacia sí y hacia su obra. Recopiló vestuarios de momentos álgidos y los reformuló; se animó a cantar viejos clásicos, después de años sin hacerlo; pero, sobre todo, blandió como slogan el mote del que durante años había renegado.
Claro que la reinvención más audaz de todas tuvo lugar en un segmento de la gira Sticky & Sweet. Mientras cantaba el tema “She’s not me”, cuatro bailarinas lookeadas al estilo de Vogue, “Material Girl”, “Open Your Heart” y “Like a Virgin” irrumpían para robarle cámara, o quizá como recordatorio de su prontuario. Madonna las iba destruyendo una a una. “Ella no soy yo”, gritaba afónica, el estribillo del tema arrebatado en un chillido ingobernable. Es que Madonna siempre fue el colmo del presente y del consumo; las Madonnas anteriores (es decir, viejas, caducas) no sirven.
Gaga, por su parte, propone a veces algo que mucho le debe a lo que recién se ha expuesto. Como festejo por el aniversario de sus discos y clips, se sube al escenario o se presenta a eventos con la peluca o el outfit exacto utilizado en aquellos momentos puntuales. Hace de su propio catálogo un combustible para sus encarnaciones actuales y por venir, es decir, reproduce y resignifica lo que ella misma hizo hace unos meses, aprovechándolo como materia prima y cristalizándolo como parte de la historia del pop en un solo ademán magistral. Aquellos fragmentos de su propia carrera a los que hace referencia son tan icónicos que merecen ser rescatados. Por otro lado, no se ha quedado con las ganas de hacerse amiga de muchos de los más férreos colaboradores de Mami, como en el caso del ya nombrado Steven Klein o el de la diseñadora Donnatella Versace, quienes respectivamente la han retratado y vestido con prendas de archivo, para comidilla del puterío especializado y furia de Ciccone. Mami, yegua de Troya, se metió en Interscope, la disquera de Gaga, para editar MDNA a comienzos de este año, en un claro (y fallido) intento de robarle el aparato de prensa y, por ende, silenciarla. Ni hablar de que Interscope es el sello mainstream que más ha tenido que ver en los últimos años con el surgimiento en los mercados de figuras (y no tanto) del pop indie o alternativo, como Jessie Ware o Natalia Kills, por caso. Mami jugando a la outsider, ¡qué fresca!
En su actual MDNA Tour, la reina vuelve a rescatar fotogramas de otrora, como el conocidísimo corset de Gaultier. Pero el punto ya no es reinventarse, sino marcar territorio. La amenaza no es hoy la sombra que su pasado produce sobre su presente, sino la que, por primera vez, otra artista proyecta sobre ella como si se tratara de una parca animé. Lady Gaga, en menos de cuatro años, se ha convertido en el epicentro de un maremoto pop en el que no ha quedado intacta ninguna. Después de su consagración definitiva con The Fame Monster, a caballo de “Bad Romance”, la expectativa alcanzó punto de éxtasis cuando a principios de 2011 editó “Born This Way”, canción de batalla para los desplazados, los freaks, los distintos.
No fue poca la sorpresa: el estribillo era idéntico al de “Express Yourself”, de Mami Madonna. Por supuesto, tamaña afrenta no podía quedar impune. Y en la MDNA Tour, su primera gira post-tsunami-Gaga, Madonna establece los límites: entona “Express Yourself”, amalgama el estribillo al de “Born This Way” (efectivamente son idénticos) y cierra recuperando “She’s Not Me”, esta vez no para desintegrar su propia historia sino para hacer polvo a su rival que es, en cierta medida, su espejo. El archivo pop que nutre a Gaga se transforma en instrumento de burla hacia su producción artística. Y como bien señala el sitio británico de periodismo musical Popjustice, hubiera bastado con que Lady Gaga describiera a “Born This Way” como un homenaje o una resignificación. La propia Madonna, en una famosa entrevista, se refirió a la canción de Gaga utilizando el término reductive, es decir, reductivo, que simplifica; tan reductive, posiblemente, como algunas lecturas del fenómeno que tratamos aquí, empeñadas en señalar que Madonna abandonó el tono comprometido hace años y que Lady Gaga le arrebató el sitio gracias a tener millones de seguidorxs en las redes sociales.
Pero volvamos a las giras. Ambas comparten inicios violentos: Gaga montada a un unicornio de diamantes negros, luego metralleta en mano; Madonna, emergiendo de un confesionario que destruye a tiros, para más tarde asesinar amantes varixs y salpicar las pantallas con sangre. Lo de Gaga es inofensivo y reverbera a juego de niñxs, con armas exageradísimas, evidente utilería escenográfica. Como suele ser el caso, lo que ella hace es teatral y con ganas. El primer bloque del show de Madonna, en cambio, no huele a simulacro en absoluto. La violencia tiñe la platea y no es chiste ni acting; es lo que pasa todo el tiempo en casi todos lados.
En la Born This Way Ball Tour (como se ve, la síntesis tampoco es lo suyo), Gaga encarna a una fugitiva intergaláctica que es perseguida por una matriarca tiránica y alien. Atraviesa los cinco actos del espectáculo en un castillo de piezas móviles hasta derrotar a su enemiga, trama que bien podría leerse como el triunfo diario sobre la Madre Universal y Todopoderosa, es decir, Mamá Ciccone. No obstante sus esfuerzos en escena, muchos de ellos memorables, su mamá pop la defenestró hace poco al coincidir ambas giras en algunas ciudades y estadios del mundo, hecho que provocó que el escenario de Gaga debiera ser construido dentro de la estructura del de Madonna. Un útero implacable y caníbal de setenta por veintiséis metros que engulló el tierno castillo gagagótico, cuya realización parecería auspiciada por una maderera de barrio.
Más allá de toda disputa o ninguneo entre ambas, para analizar el show de Lady Gaga la referencia es nueva e indiscutiblemente Madonna. Fue ella quien diseñó a fines de los ’80, y a la par del increíble Michael, el esqueleto de todo concierto pop que se precie: el show típicamente rockero, con canciones más o menos hiteras y sin mucho despliegue, mutó en aquel entonces en espectáculo y estímulo conceptual y sensorial. En el recordado Confessions Tour, por ejemplo, el relato maestro era conducido y musicalizado por el genial Stuart Price, partiendo del arrepentimiento y la confesión de los pecados a la liberación de las energías contenidas por la culpa en el éxtasis de la pista. En el actual MDNA Tour, Ciccone propone un viaje de la oscuridad a la luz (sic), un recorrido catártico en el que la expurgación de la pulsión de muerte permite celebrar, una vez más en la pista, una reconciliación con el género humano.
Las giras de Gaga parecen inspiradas en el mismo principio, pero llevado a la locura. Al parecer, las nuevas generaciones de consumidores pop no tienen paciencia para asistir al despliegue de un único concepto. Presas de un déficit de atención o capaces de llevar el multitasking a alturas artísticas, los little monsters contemplan extasiados el carnaval de referencias que propone su ídola. Ciencia ficción, subcultura motoquera, catolicismo, Frankenstein, brujería, la década de 1920, castillos medievales, feminismo cortado a cuchillo, prótesis y deformidades; todos elementos que, lejos de sucederse en el tiempo, conviven revueltos en la marmita de Gaga, como si la simultaneidad omnívora fuera el horizonte utópico de un presente que no tolera ni el delay ni la idea de que la diversión no está toda concentrada en un mismo sitio.
Madonna
13 y 15 de diciembre a las 21.
Estadio River.
Av. Pte. Figueroa Alcorta 7597.
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