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Viernes, 4 de enero de 2013

BALANCE TV

Identidad sin cadenas

La nueva televisión digital comenzó a ser caldo de cultivo de la diversidad. 23 pares, serie creada por Albertina Carri y Marta Dillon, fue la punta de lanza de la renovación por su potente visión de la identidad y la familia, haciendo foco en la historia de amor entre Erica Rivas y Analía Couceyro, al mismo tiempo que convirtió a Sofía Gala en un icono lésbico de las redes sociales.

 Por Diego Trerotola

La tierra se mueve en los títulos de 23 pares, la animación imprime al terruño un movimiento sutil y ambiguo, podría ser soplado por una brisa, agitado por un temblor o empujado por el crecimiento subterráneo de un árbol. Y ése es, sobre todo, el valor agregado de esta serie en la cosecha 2012 de la televisión argentina: hacer temblar un poco los cimientos de las representaciones mediáticas, especialmente de las ideas preconcebidas sobre identidad, género, diversidad sexual y familia. Si toda la serie gira alrededor de Genhuman, un instituto que realiza análisis de ADN, no es para construir una ficción científica sino una ficción-laboratorio, la pantalla como tubo de ensayo, una puesta a prueba de las ideas que nos definen o nos rodean para volver a contrastarlas, confrontarlas, pensarlas, narrarlas. Incluso en el contexto de la nueva TV digital que se está expandiendo sin antenas con la complicidad de Internet, 23 pares tiene un relieve particular que germina en un terreno de reglas propias, sin subestimar al público ni crecer encapsulada o al margen de la cultura actual.

Sensualidad despeinada

Si hay un primer rasgo que destaca a la creación de la cineasta Albertina Carri y la periodista-guionista Marta Dillon es haber escapado a los vicios de multiplicación de las sensibilidades consensuadas que deberían caracterizar a una serie relacionada con el colectivo de distintas formas, nada parece escrito y filmado con el fin de la complicidad. Uno de los puntos de vista centrales de la serie, la bióloga Carmen Iturrioz interpretada por Erica Rivas, carga gran parte de la potencia sinuosa, la que hace todas las gambetas para no sólo esquivar el estereotipo sino también la obviedad, para que lo epidérmico no atrape a su personaje más bien libertino. Y si ella “no le hace asco a nada”, deberíamos pensarla como bisexual a falta de una identidad pansexual que le vendría mejor (¿o acaso hay sólo dos orientaciones sexuales, la homo y la heterosexual?). Tal vez sea la primera pansexual de la historia de la televisión, aunque su principal trama amorosa sea la relación lésbica con Analía Couceyro, una policía forense que conoce mientras examinan un cadáver (otro hallazgo de la serie es evadir muchos de los clichés de los relatos románticos). Es que esta historia de amor tiene la suficiente lucidez para ser una inversión histórica y un desplazamiento semántico: se podría ver en una bióloga y una policía a la pareja que sintetiza dos de los discursos más reaccionarios contra la diversidad sexual. La versión biologicista del sexo y la orientación sexual en nombre de una naturaleza pétrea siempre fue el principal argumento retrógrado para la represión de la diversidad, y no hay que aclarar el lugar que la policía ocupa en la historia del movimiento lgtbiq. Pero ambos personajes de 23 pares encarnan una ideología que diluye todo lo conservador de ambas prácticas, poniendo en escena, sin necesidad de bajada de línea, un modo marginal de práctica como forma de ruptura de la hegemonía institucional: se pueden desarrollar acciones que descompongan los vetustos objetivos ideológicos del marco de pertenencia. Ambas mujeres son profesionales con un criterio propio y libre, y ésa es su arma de seducción, que la portan sin estruendo, más bien con la concentración de quien tensa la cuerda del arco para lanzar la flecha que da en el blanco. Y si ellas practican el tiro al blanco con arco y flecha es porque son un poco Robin Hood y otro poco Cupido, su amor es un arma cargada de justicia. O, también, hay algo amazonamente indígena en la estampa de ambas arqueras. Y no solamente por ser mujeres de esas armas tomar, sino porque están retratadas con esas melenas salvajes, amantes despeinadas, casi que cancherean la fobia a la peluquería. De hecho, Elena Iturrioz (María Onetto) se refiere a los cabellos de su hermana Carmen como “nido de carancho”, nada más telúrico que eso. Y si sumamos las mechas pansexuales de Ana Orozco (Sofía Gala, que agrega tanto desenfado sensual como talento), la serie es de enredos lésbicos, donde no hay crema de enjuague que pueda docilizar tanta rebeldía de andar de pelo suelto. No creo que sea un rasgo menor este erotismo anarco-capilar lésbico, tan a contrapelo (si se permite la expresión) del corte a la garçonne de la comunidad lésbica.

Cuentos para despertar en familia

Pero además de las características de tres de sus protagonistas, 23 pares está mirada con ojos aindiados porque focaliza en las familias pero como si estuviese hablando de tribus, como una forma más desnuda, amorosamente primitiva, visceral y menos civilizada de crear parentesco y otros vínculos de amor y solidaridad, pero también de crisis y tensión, de herencias y rupturas. Tribu nómade, sería más exacto, porque nadie termina como empieza, porque cada relación modifica el lugar en un árbol genealógico agitado por el viento. Entre tanta acostumbrada y costumbrista televisión de antes y ahora que hace foco en la familia lisa y llanamente heteronormativa, 23 pares retrata una suerte de matriarcado en ebullición. “La familia en bolas y a los gritos”, dice Elena en el último (y autocrítico) capítulo de la serie, como una declaración de principio y fin, como reflexivo grito de guerra. La evidencia de la soberbia factura de la serie, que alcanza a todos los rincones, diálogos, actuaciones, fotografía, musicalización, encuadres, etc., no es sólo un valor técnico, sino el sello de que cada persona que participó dejó fraguado su talento en un verdadero logro de expresión tribal.

Pero también hay muchas marcas de inteligencia narrativa en 23 pares, que no tienen que ver sólo con ser una serie estética e ideológicamente sofisticada, sino también con funcionar como una intervención lúcida sobre el presente. En este sentido, la más importante marca podría ser la visión de la lucha por la identidad como un mismo discurso troncal donde pueden ramificarse conceptos críticos de la comunidad lgtbiq tanto como la búsqueda de memoria, verdad y justicia frente a los crímenes de la última dictadura. Identidad individual, familiar, tribal y nacional, una encrucijada transitada en sincronía por una misma mirada que nos atraviesa a todxs.

Tal vez el capítulo 9 es un buen ejemplo de la potencia de la serie. Titulado “Familia Real”, este episodio focaliza en la preocupación de una madre frente a su hijo intersex. Tras sortear al laboratorio de ADN y al médico especialista, la madre decide buscar información en Internet y baja un libro, que lee a su hijo en la cama: “La intersexualidad no es algo que les pasa sólo a aquellas personas que nacieron con cuerpos que varían del promedio del cuerpo masculino o femenino... La intersexualidad es algo que nos pasa, a cada paso, a todos”. El fragmento pertenece a Interdicciones, Escrituras de la intersexualidad en castellano, publicación editada por Mauro Cabral. Cuando la televisión muchas veces se parece al rayo catalizador del cuento correctivo con moraleja para dormir nuestro cuerpo y nuestros sentidos, el texto que le lee la madre a su hijo en 23 pares despierta el sueño con ese otro mundo que germina en el interior de quienes creen que la semilla que crece en libertad puede hacer temblar a la tierra.

La serie completa se puede ver en cda.gob.ar

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