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Viernes, 27 de diciembre de 2013

ESPECIAL 28 DE DICIEMBRE ¡QUE LA INOCENCIA TE VALGA! >

Cómo dejé de ser torta

Dos colaboradores históricos abjuran de su homosexualidad. ¿Las razones? Variadas: probaron los chicles curativos suministrados por Lux, se comieron un pan dulce abrillantado con lo mas rancio del discurso hegemonico. Aqui, vomitan la cantinela escuchada durante siglos.

 Por Paula Jiménez

¿Había habido señales? No lo sé. Todo pareció desencadenarse, de golpe, la tarde de aquel sábado en la que mis amigas se reunieron a ver películas protagonizadas por Isabelle Huppert y a mí no se me movió un pelo. Preferí, hasta para mi propia sorpresa, quedarme tomando mate en el balcón de mi casa. Y descubrí –¿o descubrió?, ¿cómo referirme a mí misma en el ser de un estar que ya no es?–... descubrí lo malo que puede resultar el mate porque me bajé casi dos termos y al llegar la noche el sueño me eludió por completo. Inútilmente quise engañar al insomnio mirando unos viejos capítulos de la serie Ellen, pero no asomó en mi boca ni una mísera sonrisa, como si, de un plumazo, la blonda de sonrisa graciosa y bonachona hubiera perdido todo su encanto. Cosa queer, pensé, muy rara, porque a falta de otras series del palo, yo solía reírme con ella de lo que ya me había reído varias veces. Esa vez no. No insistí. Decidí recurrir a la música. Descarté a Martha Argerich porque no quería que la cosa se pusiera tan grave. Y para distraerme, pensé, nada mejor que las melodías sencillas y cálidas de Ana Prada, y Soy pecadora era mi preferido. Pero esa vez no me enganché. La misma ausencia de ganas me aconteció con todos los discos de Liliana Felipe, Concha Buika, Celeste Carballo, Sandra Mihanovich, Casia Eller, Adriana Calcagnoto, Maria Bethânia, Gal Costa, Marilina Ross, La Lesbianbanda, etcétera. Aposté a que el escollo que se erguía repentinamente entre mi identidad y eso que solía llamar “yo”, era sensorial y se resolvería variando el tipo de estímulo. El árbol de Diana, de Alejandra Pizarnik, recuerdo que me pareció demasiado denso para esa noche primaveral y preferí Carol, el policial de Patricia Highsmith, una deuda inconfesable que tenía con la cultura torta y que me propuse empezar a saldar esa misma noche. Sigue impaga. Como palos de bowling iban cayendo una a una las imágenes de la vida que había llevado hasta ese momento. Las cenas con mis amigas tomando vinos caros y comiendo exquisiteces palermitanas me parecieron un bodrio atómico. El fútbol de los lunes, el paddle de los martes y el voley de los miércoles, para quedarme dormida. No quise saber nada, de pronto, de ir a comer vegetariano por el centro ni de hacer compras en el Barrio Chino. Mucho menos seguir engullendo tacos mexicanos de cierto restaurante de Belgrano y sentí la urgente necesidad de cambiarle el nombre a Frida, mi gata, por el de Jazmín. No quiero ser más amiga de mis ex novias, ni de las ex de mis ex, me dije. No voy a soportar encontrármelas en los recitales atestados de tortas de las Kumbia Queer o de las Tumbamores. No quiero volver a Córdoba de vacaciones. Adiós a San Marcos Sierras y se acabaron los fines de semana en el Tigre. Y, sobre todo, basta de tirarme

I Ching. Era ya de madrugada cuando miré la foto de Simone de Beauvoir, que parecía clavarme los ojos desde el portarretratos de mi biblioteca y, yo no sé si por miedo o qué, pero preferí taparla con la cajita de La ciénaga, una película que había mirado como ocho veces y que después de aquella noche me parece perfectamente olvidable. De pronto, con las primeras luces del alba, comenzaron a proliferar en mi cabeza imágenes que me generaban un deleite desconocido. Vestidos largos con tules y picos, ramos de novia con rositas rococó, tacos finitos de zapatos puntiagudos “superfemeninos”, uñas cuadradas pintadas de blanco y un pelo, o mejor dicho, varios pelos todos juntos, lisos y brillantes después de un shock de queratina y un planchado perfecto, a lo Miguelito. Ante la vista de esta cabellera rubia y llena de ceramidas, me subió, como por el éxtasis, la fiebre. Di vueltas en mi cama cubierta por una transpiración que empapaba las sábanas y que se llevaba, hecha agua, parte de mi antiguo ser. Entre delirios, me vi a mí misma con la cara de Susú Pecoraro. Tenía sobre mi cuerpo a Imanol Arias y estábamos en la mesa de un rancho huyendo de la divisa punzó. Así punzó en mí el fervoroso deseo de ser una nueva mujer, muy distinta de lo que había sido. Fue recién entonces que lo supe. Recién entonces. Había dejado de ser “torta” para ser “otra” u “ottra”. Curioso anagrama se revela si le agregamos esta segunda t: ¡la perla que la palabra torta guardaba en su centro era nada más y nada menos que el secreto de la transformación! Al día siguiente me teñí las canas, con el tiempo me dejé crecer los laterales del cabello que me rapaba casi diariamente y me volé el piercing de la ceja. Toda una vida, 44 años, para que aflorara por fin esa Susanita que había en mí y que por culpa de una falsa identificación con Mafalda había sido reprimida. Durante años me había visto tentada de desperdiciar mi precioso tiempo en revoluciones cotidianas pedorras y estrafalarias que infaltablemente me hicieron sentir una desubicada en los casamientos familiares, en los trabajos de oficina y hasta en la cola del supermercado. Siempre peleándome con todo el mundo (“vos siempre llamando la atención”, llegaron a decirme en un curso de reiki cuando conté que era lesbiana), siempre desentonando, siempre haciendo poner coloradas a las señoras que me veían darle un beso a mi novia por la calle. ¡Y todo el mundo mirándonos! A vos te hablo, Clara. Todo el mundo mirándonos a vos y a mí. Nunca, en todo el tiempo que fuimos novias, pude pasar tranquila por la puerta de una iglesia sin que me quisieras encajar un chupón delante de los feligreses. Se acabó por fin esa tortura. Y ahora soy lo que soy, ¿sabés? No tengo que darte excusas por eso.

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