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Viernes, 20 de noviembre de 2015

TEATRO

Porciones de Batato

Este sábado a las 21 es la última oportunidad de ver este pastiche travesti y tragicómico. Walter hecho pedazos, un collage sobre la vida, obra y delirios de Batato Barea.

 Por Alejandro Dramis

Una peluquería en decadencia, decorada con objetos inservibles, anticuados y en desuso, delimita un ámbito habitado por fantasmas que sobrevuelan el escenario y de a ratos encarnan en el cuerpo (y, por qué no, en el alma) de Walter, el solitario y acartonado dueño del local. Fantasmas propios y ajenos, autores de la historia personal, se unen a un puñado de admirados espectros que son evocados allí por una irrefrenable necesidad de inyectarle algo de vitalidad y tinturas brillantes a un espacio de grisácea melancolía. El primero de ellos, primerísimo en aparecer en escena, es el de la Pizarnik que, como siempre –o casi, para ser un poco más justos con su legado-, representa en palabras a la Muerte con toda su densidad, en un poema de gestos dramáticos recitado una y otra vez por el protagonista, casi como un antídoto inútil contra el peso imposible de la propia existencia. La combinación resultante entre Pizarnik, la peluquería y Walter da comienzo a una trama absurda al estilo Gambaro, en un decir sí sin saber por qué, pero con ganas de descifrar los misterios.

Y así, en la espacialidad de una escena cuasi vacía (cuasi, si consideramos que el muñeco de nylon que acompaña al personaje oficia las veces como alter ego o, al menos, como una otredad a quien dirigir la soledad del ambiente) comienzan las palabras a unirse en una repetición que, como un mantra que parafrasea a un texto de Fernando Noy, explicita una y otra vez el giro hacia el cual se avecina la historia: “El 30 de abril de 1961, en el Hospital Ferroviario de Junín, nace Batato Barea”. Esta frase será el preámbulo que se irá completando en cada nuevo capítulo que instaura una representación ficcional en cuerpo y obra de Batato: palabras, disparates, rarezas, su travestismo festivo. Tras cada repetición que anuncia un nuevo episodio en el recuerdo del clown-travesti-literario que tanto amamos, el peluquero se mimetiza, se traviste y se hace él mismo payaso para recrear el pasado y robarle una sonrisa a un público que se sabe a sí mismo cómplice de la representación. Con una cuarta pared destruida, la presencia activa de lxs espectadorxs arriba y abajo del escenario y una colección muy vintage de casetes reproducidos en vivo, Walter hecho pedazos rinde un digno homenaje, a veces entrañable, a veces desbordado y casi siempre absurdo, tal como debe ser.

Contrariando la ley de fuego que rige en las sagas cinematográficas, aquella que enuncia –casi siempre con gran verdad– que las segundas partes nunca son buenas, la obra dirigida por Gabriel Wolf luce su mejor brillo y explota al máximo sus ideas en su segunda mitad, una vez que ha pasado la introducción de la historia personal del protagonista y cuando éste ya se encuentra sumergido de lleno en esos recuerdos que marcaron a fuego el under porteño de la post dictadura en la Argentina; cuando Walter se calza los tacos altos, se enchufa la peluca ondulada y, nariz de payaso en rostro, porta los vestidos y las tetas que Batato enfundaba con tanto orgullo clown y delirio travesti.

La obra se vuelve fragmento, cita, recuerdo, ternura escénica y, paradójicamente, encuentra su mejor definición en los instantes de mayor desborde, en los momentos en los que el espíritu trava, sacado y disidente de Batato parece tomar la escena y romper con cualquier idea ensayada previamente, para que, correspondiéndose a su inigualable historia de vida y talento irrefrenable, todo lo pactado de antemano se vaya bien a la mierda y se corra de todo límite impuesto con anterioridad.

Sábados a las 21 en La Casona Iluminada,
Av. Corrientes 1979

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