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Viernes, 26 de febrero de 2016

FICCIONES

Los años treinta

La escritora y fundadora de la editorial Mar Dulce, Gabriela Massuh, aporta a este mes de febrero elegido por SOY para festejar la productividad literaria de las rupturas, un relato inteligente y lleno de arena en las uñas. Quien quede con ganas de más, puede leer sus novelas: La omisión, La intemperie y Desmonte

Cuando hundí mis manos dentro el bolso de loneta para revisar por enésima vez si mi agenda de 1983 estaba allí, mis dedos se llenaron de arena. Durante los tórridos días del verano porteño, sin otro lugar a donde ir que a nadar al Megatlon de la calle Humahuaca, había decidido concentrarme en ordenar los roperos, esa actividad ardua y casi imposible que significa confrontarse con las capas geológicas de la propia vida. Buscaba mis agendas prehistóricas, no solo por el afán arqueológico que suele atacarme los años bisiestos, sino para descubrir cuáles habían sido mis hábitos cotidianos en un tiempo en el que, presuntamente, yo había sido feliz. Digo presuntamente, porque lo que iban revelando las anotaciones minuciosamente exasperadas de varios años de vida vivida era más bien una serie de conjuros contra la mala suerte y las desavenencias compulsivas, todo eso articulado en citas que no se concretaban, pétalos de rosas marchitas, hojas secas de ginko bilova, teléfonos, fotos descoloridas, perfiles de mujeres olvidadas, nombres también olvidados y frases , miles de citas de Beckett, Olga Orozco y Virginia Woolf. De alguna manera, yo había sido siempre una eterna adolescente, de esas que suben y bajan de peso al ritmo de los amores veletas.

¿Por qué 1983? Porque el país entraba en una era de bonanza democrática y los ánimos de todo el mundo se abrían como capullos en flor para recibir el polen de la libertad. Yo solía evocar con incierta alegría la sensación general de entonces y quería saber qué me había pasado a mí en ese contexto, por eso la búsqueda de la agenda. 1983, mis años treinta, como el cuento de Ingeborg Bachmann: Los años treinta. No la encontré, pero esos granos de arena pegados a la punta de mis dedos me hicieron trastabillar. Vi negro, pensé que me había bajado la presión y me froté las yemas perladas contra el mentón. Ese gesto punzante se remontó en mí como un vendaval tenebroso y de pronto me vi echada en la arena de un atardecer, sobre la costa de una playa del río Uruguay. Detrás, un bosque de gramíneas y espinillos, más allá, una ruta polvorienta detrás de la que se ponía el sol; a un costado, el esqueleto de un muelle viejo. Tuve miedo de que la imagen se disipara la oscuridad de la desmemoria. Hice un esfuerzo para ponerla en foco. ¿Federación, Encarnación, Concepción? No quedaban nombres, solamente dos personas. Una era yo, tirada sobre mi bolso de loneta. Apoyaba mi cabeza sobre el vientre desnudo de, ahora sí su nombre, Jimena.

Dos días antes nos habíamos escapado del fárrago de la ciudad rumbo a cualquier parte para estar solas y juntas. Era noviembre. Yo había sugerido el río Uruguay por sus arenas blancas. A ella no le importó a donde íbamos, lo principal es estar con vos, me había dicho mientras yo me derretía. No sé en qué hotel paramos, tanto da, porque aquellas tres noches fueron un vértigo que hoy, en este preciso instante de la evocación, es lo más parecido a la embriaguez, a posteriori, una punzada lacerante en la boca del estómago. Nunca más volví a sentir algo parecido.

Durante aquel atardecer en el río de arenas blancas por el que solo transitaban desfachatados teros y una garza mora perdida, con el vientre de Jimena como almohada y el tiempo suspendido en una sola fuente amniótica, vino, intrépida, inesperada y voraz, la única frase que yo no estaba en condiciones de escuchar: lo nuestro se termina esta noche. No me dio explicaciones porque no las tenía. No hubo lugar para hablar más del tema. De hecho, yo había perdido el habla y en lugar de palabras me salía espuma.

Hoy no me abandona una radical sensación de ridículo. Mi cuerpo se había transformado en una mole que se resistía a moverse. Ella se incorporó, se sacudió la arena, metió la toalla en mi bolso y me pidió que la llevara a la terminal. Como yo no estaba en condiciones de dar un paso, no importa, dijo, yo me arreglo sola. Y desapareció detrás del bosquecito. Me cuesta recordar lo que pasó después: llamadas sin respuesta, noches como siglos sin dormir, ausencia, agujeros negros, náuseas.

No volví a verla. Borré su recuerdo hasta esta bendita tarde de febrero de cuarenta grados de calor en la que vuelvo a verla como una alucinación, me visto y salgo a la calle calcinada a comprar cigarrillos después de dos años, cuarenta y tres días y quince horas sin fumar. Al diablo con mis pulmones, al diablo con la banal felicidad de la salud, al diablo con el amor y el orden de los roperos.

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