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Viernes, 25 de septiembre de 2015

Viejo, limpio y malo

Muchos siguen preguntando cómo puede ser que estos homosexuales pervertidos -con mucho menos respeto, hay quien dice “estos payasos”- sigan reproduciendo, ¡y encima en estas malditas tierras alemanas!, la estética del poder opresor y para peor, sus métodos de tortura. ¿No tienen suficiente con todo lo que han sido despreciados en este último siglo? ¿Todavía quieren más? Yo les respondo siempre que por qué no dejan de regalarles tanto crédito a los fabricantes de aparatos para el dolor y a los verdugos, ejecutores de los métodos de tortura. Los tormentos vinieron después de la conciencia de los cuerpos. Han sido creados basándose en nuestros miedos y deseos, en nuestros puntos débiles, en nuestras zonas de mayor sensibilidad, en nuestros puntos fuertes. El miedo al dolor, la sensación de haberlo superado, la solidaridad de cuerpos que no son necesariamente dos, nos convocó como comunidad obsesionada con un goce. Y lo sigue haciendo. Ellos son una aberración, nosotros, una desviación. Para mí, acostumbrado a las catacumbas, es inaudito y excitante estar paseando con mi equipo por las principales calles de Berlín. No estoy dispuesto a darle a los asesinos el copyright del cuero, de los látigos que tantos amigos me han proporcionado, de la reciedumbre de loca que me he colocado en éxtasis como otras personas se colocarán con un dildo, una caricia, una pastilla, una prótesis, una palabra mágica. La subcultura leather -y ya me revuelco de alegría cuando digo subcultura, en un contexto en que todo parece misericordiosamente integrado- reproduce estilos, vestimentas, poses, roles que se organizan en relación a actividades sexuales. Somos una comunidad sexual, sin identidades tan reconocibles como homosexual o heterosexual, transexuales o no transexuales. Creo que nuestro aporte a una lucha por las liberaciones que hoy está en un interesante atolladero, es la nada, la superficialidad, lo epidérmico de nuestros cueros. ¿Qué piden ustedes? Preguntan los curiosos y los bien intencionados. Un crédito para comprarme una fusta, porque me he gastado todo mi seguro en la máscara que es la estrella de esta temporada, y confieso, jamás quise usar ninguna. Los cronistas no terminan de comprender lo que ocurre, nos llaman tóxicos, la nueva palabra que viene a remplazar a otras pero que curiosamente continúa en torno de lo sanitario. “No se entiende tanto delirio y tamaño orgullo local por lo extravagante, la heterodoxia o el hágase mi voluntad” es la crítica más iluminada que escuché jamás. Nací en 1943, y no hace falta que me cuenten de la guerra aunque no la recuerdo más que en el modo en que se deshizo la familia, la casa, los hábitos alimenticios, los miedos. Y tampoco hace falta que me cuenten de los primeros bares leather que surgieron en esa misma década porque estuve allí. Tengo el sonido de las motocicletas en mi memoria. A esta altura entonces, muchos me siguen advirtiendo que ésta no es otra cosa que la captación capitalista de nuestros deseos. Todo cuesta plata, todo es caro, todo está fabricado en China. Y sin dudas es así, respondo yo. No voy a decir lo que dicen los organizadores, que la mayor parte del dinero se destina a solventar estas alternativas maneras de vivir la sexualidad. Voy a decir: gracias por recordármelo, quiere decir que estamos entonces en este mundo, igual que todos. A ver cómo lo cambiamos. De pronto, mi cuerpo desvencijado, mis pocos pelos en la cabeza y la necesidad de movilizarme con un bastón y un amigo que cada tanto viene a preguntarme si necesito sentarme, me ha vuelto un objeto revulsivo. La disidencia se me ha instalado en las carnes caídas, y de pronto me he vuelto bandera. ¡Los viejos aquí se pasean como dueños de la calle! Nos sacan fotos. Nos piden citas. La revolución, lleva su tiempo; lleva parte de mi tiempo, me digo yo. Hay que estar muy atentos.

Artículo cedido por revista Schwulissimo, Berlín. Traducción: A. Dramis

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