turismo

Domingo, 8 de septiembre de 2002

NUEVA YORK A UN AñO DEL 11 DE SETIEMBRE

Cenizas y palmeras

Nueva York se prepara para conmemorar el primer aniversario de un ataque que sacudió al mundo. Después del primer impacto para el turismo, la situación se normaliza y los visitantes vuelven a darse cita al pie de los rascacielos, mientras en el lugar donde estuvo el jardín de invierno de las Torres Gemelas, ya ondulan nuevas palmeras sobre el espacio vacío.

Por Graciela Cutuli

El paisaje de Nueva York ha cambiado para siempre. Hoy día es imposible visitar Nueva York sin recordar las imágenes que hace un año horrorizaron al mundo: de hecho, sus propios museos –que habitualmente no exponen piezas “históricas” de menos de un año de antigüedad– hicieron una excepción con el 11 de setiembre. Hace un mes, el Museo del Estado de Nueva York abrió la primera muestra de objetos recuperados entre las ruinas de las Torres Gemelas, que van desde computadoras rotas hasta teléfonos celulares semidestruidos, junto a una serie de fotografías conmemorativas. Mientras tanto, otros monumentos espontáneos permanecen en la ciudad, como el local de venta de jeans de Fulton Street cuyo dueño puso bajo una campana de vidrio parte de la mercadería que quedó completamente cubierta de polvo el día de los atentados. Papeles, tierra y pantalones se mezclan en la vidriera extrañamente inmóvil de Chelsea Jeans, como mudo testimonio de un lugar completamente arrasado, donde antes había dos orgullosas torres y hoy sólo queda un enorme agujero.
Sin embargo, también hay signos de que la vida siempre renace: el jardín de invierno del World Trade Center, cerca de Ground Zero, uno de los lugares tradicionalmente más visitados de la zona, volverá a albergar las palmeras que resultaron destruidas el 11 de setiembre cuando los escombros de las Torres destruyeron buena parte de la cobertura del jardín, sobre el río Hudson. Las palmeras, llegadas de Florida, volvieron a poner un toque de vida en una zona cerrada al público desde hace tiempo, pero que ya se prepara para reabrir sus puertas y recobrar una cambiada normalidad. Mientras tanto, quien viaje a Nueva York en estos días sin duda pasará frente al Memorial provisorio de Church Street que, con los nombres de todas las víctimas de aquel día, será realizado en ocasión del primer aniversario.
Aunque es inevitable pensar dónde estaba cada una de las personas que se cruzan por las calles el 11 de setiembre, Nueva York sabe que es hora de volver a vivir. Hay demasiada historia en esta ciudad de cinco siglos fundada por franceses, holandeses e ingleses, como para no saber que hay que mirar hacia adelante. Como siempre, Nueva York sigue siendo una de las ciudades más multifacéticas del mundo, sobre todo en el conglomerado de rascacielos de Manhattan, esa pequeña lengua de tierra donde quiere concentrarse buena parte del poder económico del planeta.
En esta época del año, el calor del verano empieza a diluirse. Pronto llegará la temporada en que se caen las hojas, un verdadero espectáculo en toda la región que genera verdaderas peregrinaciones para ver los bosques teñidos de dorado. En la ciudad, el toque natural lo pone el enorme Central Park, el gran pulmón neoyorquino, el oasis por antonomasia en medio del cemento. Bajando desde aquí hacia el sur, toda Manhattan se despliega ante los ojos de los visitantes.
Junto al Upper Midtown, el barrio del célebre MoMA, de la Trump Tower y el Seagram Building, donde las tiendas de la Quinta Avenida rivalizan en elegancia y novedad, el Theater District concentra las salidas a teatros y restaurantes. Esta zona tiene dos corazones: el Rockefeller Center, un conjunto de 14 edificios levantados en torno del rascacielos de la General Electric, donde en diciembre se reúne toda Nueva York para contemplar la iluminación del árbol de Navidad, y Times Square, la plaza donde hasta la noche es día gracias al movimiento y el brillo de un sinfín de carteles luminosos que laten al ritmo de Broadway.
Un poco más al sur, a medio camino de la península, se levanta imponente el Empire State Building. Hoy su mirador vuelve a ser el más importante de la ciudad: desde aquí se divisa límpido el cielo de Manhattan, el laberinto de rascacielos que se extiende hacia la conjunción del East River y el Hudson, la elegante cúpula del Chrysler Building, reluciente con sus gárgolas de acero. Es palpable la ausencia de dos siluetas familiares, rectas y orgullosamente erguidas hacia el cielo, entre quienes se asoman a la terraza. Faltan las Torres Gemelas, que hasta hace pocosmeses se recordaban con dos haces de luces azules que se fundían en la negrura del cielo.
Siempre bajando, se ingresa en los “Villages”: el East Village y Greenwich Village. El primero es la zona donde vivía antiguamente la alta sociedad, hasta que emigraron dejando el lugar a las olas de inmigrantes que buscaban la salvación desde los más remotos rincones del mundo. Como un San Telmo a la neoyorquina, la zona terminó atrayendo a los hippies y luego a los punks, que dejaron una huella de arte y bohemia todavía presente en el distrito. Aquí vienen a comer por las noches los amantes de la especiada comida india, y también quienes matizan sus salidas con incursiones por el vecino Greenwich Village. Este último sector tiene un encanto propio, siempre atractivo para escritores y artistas, sobre todo porque se aparta del apuro tradicional de Manhattan para darse tiempo de dar un paseo a la sombra de los árboles, alternando entre restaurantes, bares, casas históricas, callecitas recónditas e iglesias. Es un mundo aparte, pero de algún modo todos los barrios de Manhattan parecen serlo: como SoHo –encantador con sus edificios de fachada de hierro– y TriBeCa, otro de esos distritos nacidos de una sigla que con el tiempo se hacen populares y toman su carácter propio e inconfundible. El SoHo es el lugar perfecto para incursionar en las galerías de arte y en los negocios de rarezas, ya sea para comprar el más exótico café africano o para conseguir encantadores juguetes de madera que parecen salidos de un cuento de hadas.
Aproximándose hacia el East River, ya es fácil divisar una silueta conocida: la del puente de Brooklyn, junto al Civic Center, la zona de Nueva York que concentra parte de los edificios públicos. Lo mejor es cruzar el puente caminando bajo sus arcadas de piedra, por las que corre una brisa lista para colarse entre los rascacielos. El puente de Brooklyn fue el puente colgante más grande de su época, y sigue siendo imponente además de bello, con sus fuertes placas de anclaje y los cables de acero que sostienen la estructura. Desde el puente, asoma a lo lejos la Estatua de la Libertad.
Dejándolo atrás nuevamente, se ingresa en Lower Manhattan, la última parte de la península, donde se levantaban las Torres Gemelas que hoy son un capítulo de historia en las guías turísticas. La peregrinación a Ground Zero, donde en estos días se concentrarán nuevamente los memoriales y la mirada del mundo, es una buena ocasión para recordar, frente al espacio vacío donde pronto los arquitectos más famosos del mundo volverán a proponer sus ideas de reconstrucción, que otra vez Nueva York tiene los brazos abiertos para recibir a los visitantes que quieran olvidar los temores y salir a comprobarlo.

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