turismo

Domingo, 1 de julio de 2012

JUJUY. COLORES DE PURMAMARCA

Arco iris del Noroeste

Hasta Jujuy se llega para ver el Cerro de los Siete Colores. Pero Purmamarca y su región, entre Quebrada y Puna, tienen mucho más para mostrar y para contar, desde sus blancas leyendas de sal hasta las capas sucesivas que cuentan, en cada matiz de la tierra, la historia geológica de la región.

 Por Graciela Cutuli

Cuando los chicos de la escuela de Purmamarca tienen clase de plástica y aprenden la formación de los colores, no tienen más que levantar un poco la vista para buscar inspiración. Aunque el famosísimo Cerro de los Siete Colores, que domina todo el pueblo, tiene en realidad muchos más matices, que van desde los grises hasta los rojos. Sólo faltan los azules, pero para eso está el cielo, que casi nunca se ve nublado, ya que Purmamarca se encuentra a más de 2 mil metros de altura. Las nubes quedaron atrapadas en la entrada de la Quebrada, cerca de volcán. Y cada mañana, cuando lanza sus rayos desde el este, el sol hace resplandecer el cerro, que además de clases de plástica podría dictar geología, porque cada uno de sus colores regala indicios sobre las edades de sus distintas capas.

Purmamarca es la puerta de entrada a este mundo distinto, donde las montañas parecen pintadas, los kilómetros indican tanto las distancias como las alturas y los lagos son de sal. Se llega hasta aquí dando un paso al costado desde la más que transitada Quebrada de Humahuaca, hacia el oeste. Pero no es que el pueblo no sea concurrido; todo lo contrario. Hace años que el boom del turismo le trae cada mañana olas de visitantes, que llegan en auto o en micros a la hora ideal para fotografiar el cerro. La mayoría se queda un par de horas, de modo que por la tarde el pueblo recobra su ritmo atemporal. Es como si cada mañana se abriera un paréntesis en el tiempo, como si Purmamarca y sus habitantes abrieran grande una ventana al mundo y la cerraran por la tarde.

Estratos de colores, en una de las más típicas postales del Noroeste.

UN COLOR PARA CADA ERA Por la tarde, hasta el cerro parece haberse quitado su traje de luces y colores; y mientras el sol se prepara para pasar del otro lado de las montañas, las rocas se tornan cada vez más grises y sus colores pierden matices. Las clases de los chicos terminaron hace varias horas; ahora el cerro ya no es el compañero de clases sino el vigía que protegió a los lugareños durante siglos. Es tan notable la diferencia de colores (y sobre todo de ambiente) en el pueblo entre la mañana y la tarde, que vale la pena parar de nuevo. Generalmente las excursiones siguen hacia las Salinas Grandes al mediodía, luego de la visita al centrito y el cerro. Cuando regresan por la tarde, siguen por la Ruta 52, sin adentrarse por la calle San Martín... o mejor dicho la avenida, tal como lo pregonan los carteles.

El cerro que deslumbra a todos por sus tonalidades es como las tortas de repostería. Lo “cocinó” la naturaleza a un fuego tan lento que tardó cientos de millones de años. La receta es una sucesión de épocas, climas y aguas. Las capas más antiguas son las que tienen hoy un color grisáceo: se formaron hace 600 millones de años, a fines del período Precámbrico, como estratos de sedimentos en el fondo de un océano. Por eso se encuentran fósiles de trilobites, una especie de crustáceo primitivo que fue una de las formas de vida más comunes de esa era geológica. Los rojos son capas de sedimentos de origen más bien fluvial, en tanto los amarillos son lacustres. La formación de los Andes las transformó en montañas, sin quitarles sus colores.

Sin embargo, aunque el Cerro de los Siete Colores es el más fotografiado y conocido de la región, está lejos de ser el único. Al borde de la RN 9, que cruza la Quebrada de par en par, hay otra montaña en Maimará que parece haber sido pintada por un brocha gigantesca en forma de olas a lo largo de todo un cordón, como por obra de un gigantesco artista posmoderno.

La mejor toma del cerro está al borde de la RN 52, justo antes de entrar al pueblo. Aquí se instaló un panel interpretativo para apreciar mejor los colores: es el lugar elegido para las fotos-Facebook. El cartel da precisiones sobre la edad de cada estrato de color de la montaña, aunque a esta altura el viajero seguramente ya aprendió que las tonalidades blancas son las más antiguas y las rojas, las más recientes. Estas últimas son gravas que se formaron hace “solamente” unos 100 millones de años... Por su parte, la amplia gama de rojizos claros son arcillas y areniscas del Terciario, que tienen entre 65 y 20 millones de años.

Como es la parada obligada antes de entrar en el pueblo, algunos vecinos vienen a vender recuerdos y artesanías. Nada comparable con la plaza frente a la iglesia, que es un auténtico mercado desbordante de baratijas y colores. Los vendedores se adueñaron de toda la plaza para vender ropa de lana, sombreros, recuerdos y otros productos que no siempre pueden tildarse de locales. Si se puede volver por la tarde, cuando la presión comercial es mucho menor, la plaza cambia totalmente de atmósfera, recobrando su paz y tranquilidad, frente al pequeño campanario que juega a las escondidas entre el verde de la vegetación.

En camino a las Salinas Grandes y la Puna.

PUNA DE SAL La iglesia está dedicada a Santa Rosa de Lima y tiene la arquitectura típica de la Quebrada, con un campanario chico, un techo a dos aguas y una fachada sencilla y pintada de blanco. Sobre un costado se levanta un algarrobo centenario. En la otra punta hay un edificio que sirve de museo: es el Cabildo, la única construcción que se destaca un poco sobre las demás. A su lado hay un mercado de artesanías, mejor armado que los puestos de la plaza. La visita al pueblo sigue por las calles del puñado de manzanas que lo conforman. Son callecitas bordeadas de casas bajas, sobre cuyos techos asoman siempre el cerro y sus increíbles colores. Al final de la calle Florida, astronómicamente lejos de la homónima porteña, un sendero lleva hasta arriba del cerro Porito. Más que un cerro es una loma que se eleva sobre el pueblo y ofrece un lindo panorama sobre sus casas, el cerro y el valle del río de la Quebrada. La caminata se puede hacer en un par de minutos y no presenta ninguna dificultad.

Hay otro sendero que da la vuelta al Cerro de los Siete Colores. Este camino también es muy fácil de transitar y hay que estimar una hora más o menos para recorrerlo entero. Se sale del final de la calle Gorriti y se vuelve al pueblo por la calle Florida (que no es peatonal pero poco lo necesita, dado el escaso tránsito del pueblo). Como el sol golpea fuerte, incluso en invierno, a pesar de las temperaturas no muy elevadas es recomendable llevar agua, gorro y protector solar. Suena a expedición, pero es más bien una aventura entre los insospechados colores que puede revestir el mundo mineral en este rincón de los Andes. Este es, sin duda, el adiós definitivo a las montañas uniformemente marrones, con coronita blanca de nieve, de los dibujos de la infancia.

Se ven más colores en las montañas que enmarcan el camino hacia el oeste, hacia las Salinas Grandes. Hay que seguir la misma Ruta 52, la única que cruza esta Quebrada y lleva hasta el salar luego de pasar la Cuesta de Lipán. El número tal vez no dice nada, pero es una de las rutas más espectaculares del país. Está en buenas condiciones y llega hasta los 4170 metros de altura, luego de kilómetros de curvas y contracurvas. En algunos puntos del camino se puede parar para ver su asombroso trazado.

Luego de superar los cuatro kilómetros de altura, la ruta vuelve a bajar en el valle de las Salinas. Hace tiempo que los cardones desaparecieron en este lugar, donde las rocas protegen la tola y algunos arbustitos, que tienen que esconderse entre las piedras para resistir la altura (más de 3 mil metros) y el clima. Forman la dieta habitual de las vicuñas, que son los principales animales de la zona. No es raro ver al borde de la ruta varios grupitos de estos animales elegantes y huidizos, cuya pelo preciadísimo las puso casi al borde de la extinción.

Prioridad a los peatones..., vicuñas en este caso.

Las Salinas Grandes se divisan desde lejos. Ocupan parte de esta gran planicie rodeada de cerros y cordones, algunos de los cuales están coronados con nieves eternas. Su extensión las convierte en uno de los mayores salares del país, explotado por una empresa que extrae la sal para fines industriales. Varios tractores raspan la superficie y forman montículos que luego son llevados por camiones, en un incesante vaivén. El trajín contrasta con la nada absoluta que reina en todo el resto de la planicie, cruzada por la ruta de par en par. En algún punto hay una playa para estacionar y bajar; allí se puede caminar sobre la sal y sacar fotos. Algunos puesteros venden recuerdos hechos en sal: ceniceros, llamas, casitas. A metros de esta playa hay un edificio enteramente construido en ladrillos de sal. Estaba destinado a ser un restaurante, pero no funciona como tal: ahora sirve de depósito a los empleados de la empresa extractora, que tiene sus galpones en el mismo predio. Se puede apreciar su original arquitectura y comprobar la extrema dureza de los ladrillos de sal.

La Ruta 52 sigue su camino hasta Susques, en medio de la Puna jujeña, y más allá hasta el Paso de Jama, en la frontera chilena. El mismo camino lleva luego hacia Calama, Atacama y los puertos del norte de Chile.

La mayoría de las excursiones no pasa de las Salinas, pero vale la pena seguir hasta Susques para conocer su iglesia, que fue construida en el siglo XVI y sigue teniendo techo de paja. El pueblo se encuentra a más de 3600 metros de altura. Sus 600 habitantes viven de la cría de llamas y ocupan, en su mayoría, casas de adobe. Lo cruza la Ruta 40, en su nuevo trazado. Antes pasaba más al este, por el costado de la laguna de Guayatayoc. La “nueva” Ruta 40 baja desde Susques hacia el sur y San Antonio de los Cobres, luego de 129 kilómetros de ripio. La Ruta 52, por su parte, está asfaltada hasta Chile y el puesto fronterizo cuenta con un surtidor de combustible. Hay 257 kilómetros en total desde Purmamarca, y 168 más hasta San Pedro de Atacama. Después de Susques hay otra salina, la de Olaroz, que es una reserva provincial de fauna y flora donde se pueden ver rebaños de vicuñas y algunos flamencos en los espejos de agua.

El camino para volver a Purmamarca es el mismo, desandando la Cuesta de Lipán para volver a la Quebrada. Antes de llegar de vuelta al pueblo se puede hacer un alto por el sitio arqueológico de Huachichocana, con arte rupestre de hace 10 mil años.

Pero hay que reconocer que, en esta región del país, el mejor arte rupestre lo dejó la naturaleza misma. Luego de tal periplo, se vuelve por lo general a Purmamarca por la tarde, cuando el sol ya no realza los colores del cerro: es la hora entonces en que resplandecen muchas otras montañas de esta región que bien podría haber salido de la paleta de un pintor.

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El cerro visto desde la entrada del pueblo.
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