turismo

Domingo, 7 de octubre de 2012

SAN LUIS. VIEJAS MINAS DE ORO

En nombre de Carolina

La Carolina fue alguna vez un próspero pueblo minero en las sierras puntanas: hoy es un fantasma del pasado, pero sus casas de piedra y la profunda mina que prometió alguna vez un espejismo de riqueza se pueden visitar para conocer de cerca la vida de los esforzados buscadores de oro. En los alrededores, varios arroyos y pequeños pueblos turísticos completan un paseo por el interior de San Luis.

 Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Las sierras de la Argentina central tuvieron alguna vez su propia fiebre del oro. Tal vez una fiebre más baja que su mítica hermana californiana, pero igualmente generadora de ilusiones: una quimera, sobre todo para los pobladores locales en el ya lejano siglo XVIII, que se internaban en las entrañas de la montaña en busca de las ansiadas pepitas pero no lograban quedarse con el fruto de su trabajo, enviado sistemáticamente a la colonizadora España. Hoy el epicentro de aquel fenómeno todavía está en pie: es el pueblo de La Carolina, unos 80 kilómetros al norte de San Luis capital. Un pueblo que es una invitación al viaje, detenido en el tiempo como sólo la piedra puede hacerlo y rodeado de arroyos y montañas que invitan al paseo agreste.

Fachada de la silenciosa iglesia de La Carolina, con su campanario exterior.

HABIA UNA VEZ UN CERRO Las sierras de San Luis no saben de términos medios, aunque la primavera y el otoño son sin duda las estaciones más moderadas: aquí el invierno es bien frío, con la periódica visita de la nieve, y el verano es bien caluroso, como para refrescarse sin dudar en los lagos y arroyos. La historia de La Carolina comenzó en este lugar hace más de 200 años: en el siglo XVIII, a orillas de un río que los lugareños ya conocían porque de vez en cuando regalaba alguna pequeña y dorada sorpresa, se descubrió que la fuente de tales promesas de fortuna era el cerro Tomolasta. Con sus 2018 metros de altura, es una de las principales cumbres de San Luis, y hasta aquí llegó, en aquellos tiempos remotos, un tal Jerónimo. Un aventurero portugués, de quien la historia no conservó el apellido, pero que fue el primero en descubrir el secreto de riqueza que ocultaba el cerro. El único problema de Jerónimo fue su falta de discreción: entusiasmado por el descubrimiento, quién sabe si en una noche de copas o cegado por el resplandor del oro contó lo que había encontrado. La voz se corrió rápidamente: hay noticias que no requieren medios modernos para difundirse, e incluso en aquellos tiempos de carretas llegaban rápido si implicaban promesas de riqueza.

Tal riqueza, se cuenta, entusiasmó también al Rafael de Sobremonte, aquel que gobernaría más tarde el Río de la Plata, pero que por entonces era el responsable de Córdoba, cuyos territorios abarcaban la vecina provincia puntana. Fue el futuro virrey quien fundó el pueblo de La Carolina en 1792, a partir del primer núcleo nacido a los pies del Tomolasta con pobladores argentinos, chilenos y de otras nacionalidades, atraídos por los reflejos del tesoro que prometía Jerónimo. Y fue él también quien le dio ese nombre en homenaje a Carlos III de España. Hoy, donde todo es silencio y piedra, hace dos siglos era un hormiguero: la mina empezó a funcionar a pleno, y el vaivén de gente levantó un pueblo completo a pesar del paisaje inhóspito, del clima frío que impone la altura –1600 metros sobre el nivel del mar– y de la falta de agua, uno de los castigos permanentes de la región. Para imaginar ese pasado, hay que visitar La Carolina del siglo XXI, que sigue viviendo en la añoranza de su remota prosperidad.

Las calles del pueblo en la actualidad, donde sólo los visitantes quiebran la soledad.

EL PUEBLO DE PIEDRA El pueblo y su iglesia, el edificio más sobresaliente, están hechos de una uniforme piedra gris, la piedra que brinda el propio cerro. Todo en él hace pensar en cierta inmovilidad mineral: los colores mimetizados con la montaña, la ausencia de gente, el silencio que sólo interrumpe la llegada esporádica de visitantes, sobre todo en verano o en los fines de semana largos. Parecen muy atrás los tiempos en que éste era sobre todo un pueblo de pastores, que dieron paso a los mineros: obreros de la piedra y la montaña que no tuvieron la mejor suerte, porque dejaban la vida explorando las vetas de oro pero veían partir las pepitas en los cargamentos rumbo a España. Era el tributo que la colonia pagaba a la Corona. La posterior independencia tampoco los ayudó demasiado: fue una empresa inglesa la beneficiada con la explotación, y una vez más las pepitas pusieron proa hacia Europa. Se cuenta que por entonces el Tomolasta entregaba venas de oro que podían ser más gruesas que el brazo de los propios mineros...

Hoy día se puede ingresar por la antigua boca de la mina. Hay que hacerlo con guía, rigurosamente calzados con botas y cascos, por evidentes razones de seguridad, que imponen también que nadie se aparte del grupo. El trayecto no es muy largo, pero la humedad del suelo encharcado, la rugosidad de las paredes irregulares del angosto túnel y la oscuridad lo hacen parecer un viaje largo hacia la nada. En el camino, se van aprendiendo los detalles de la explotación del oro, y de los mineros, que empezaban jovencísimos y a veces tardaban un año, a pico y pala, para avanzar apenas unos metros en la apertura de los túneles. La expectativa de vida era muy corta por entonces, pero siempre había nuevos adolescentes para reemplazar a los que ya no soportaban el durísimo trabajo de La Carolina. Según la opción que se elija para visitar la mina, también se puede alargar la visita para lavar el lecho del río, en busca de alguna pepita perdida que permita, si no lograr riqueza, al menos recuperar el costo de la excursión.

Ingreso al túnel del norte del cerro Tomolasta, eje de la explotación minera hoy abandonada.

DE PASEO EN LAS SIERRAS Saliendo de La Carolina se pueden recorrer varios senderos de trekking, animarse a la escalada o rappel por las escarpadas sierras, lanzarse en parapente o simplemente hacer un picnic por los alrededores. Pero si se quiere remontar el tiempo mucho más todavía, se puede visitar Inti Huasi: más que cueva, es un gran alero que, según explican los geólogos, se formó cuando una gran burbuja de aire quedó atrapada en una colada de lava, allá por el Precámbrico. En el duro paisaje puntano, el alero sirvió de refugio a los primeros pobladores de la región: se estima que allí hubo gente desde hace al menos ocho mil años. Los estudios todavía están en curso, pero Inti Huasi se puede visitar sin problema gracias a la instalación de una pasarela de madera. Al final, un minimuseo exhibe puntas de flecha, herramientas prehistóricas de piedra y hueso, y otros objetos que dejaron las culturas primitivas del lugar. Además de su interés propio, Inti Huasi también hizo historia por otro motivo: fue aquí donde, por primera vez, se utilizó en América latina el sistema de datación de restos prehistóricos con radiocarbono.

Si la visita es en verano, en los alrededores hay muchos pueblitos donde hacer un alto al borde de un arroyo y a la sombra de los árboles. Pero el principal centro turístico de la región es Potrero de los Funes, un anfiteatro natural de 400 hectáreas que brinda frescura veraniega desde sus 1000 metros de altura sobre el nivel del mar, frente a un inmenso lago artificial. Es un lugar perfecto para pasar el día e iniciarse en algunas actividades náuticas como la navegación a vela o el kayak, o bien la pesca deportiva. No muy lejos tampoco está la localidad de La Punta, que hace un par de años inauguró una réplica del Cabildo de Buenos Aires tal como era en 1810, con un importante despliegue en el interior para mostrar cómo eran los personajes y la vida en la época de la Revolución. Así San Luis conjuga naturaleza e historia, chispazos de oro y mucho descanso a la vera de las sierras.

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El interior de la galería se recorre, iluminados con linternas, a lo largo de unos 300 metros.
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