turismo

Domingo, 5 de enero de 2014

CORRIENTES LA FIESTA DEL GAUCHITO GIL

El gaucho cumplidor

Cada 8 de enero parte desde la ciudad correntina de Mercedes la peregrinación hacia el santuario del Gauchito Gil, una presencia ya constante al borde de las rutas. Crónica de una fiesta pagana donde miles de personas bailan, beben y comen, mientras un espontáneo sincretismo de religiones se cuece al rayo del sol.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

El humo de centenares de micros avanzando a paso de tortuga junto a la fila de peregrinos torna irrespirable el aire, mientras el sol ablanda las velas aún sin prender en las manos de esas personas vestidas, esencialmente, de rojo. Me paro último en la fila de 500 metros y mi vecino me informa que, con suerte, entraremos al santuario en unas seis horas.

Avanzo entonces hasta la mitad de la cola y me llama la atención una panza al aire con los tatuajes de Cristo y el Che. Pertenece a un treintañero de La Matanza que vino en peregrinaje con amigos a pedir por sus dos hermanos “privados de libertad”. Le pregunto por qué el Che y me responde que “está todo bien con él, es un revolucionario, somos de la misma banda”. Le pregunto por qué Jesucristo y me dice que él es “católico a full” y cree en Dios y los santos. Entonces me da la espalda para mostrarme el tatuaje del Gauchito Gil.

Con pretendida ingenuidad, le pregunto su profesión y me dice que no trabaja. Pero uno de sus amigos interviene aclarando los tantos: “Gomeros, la profesión de la familia es ser gomeros”. Y estalla una carcajada general, mientras uno me señala los cinco puntos tumberos que lleva tatuados en un hombro. Antes de seguir mi camino, el tatuado me da su nombre de batalla: “Soy el Metra de La Matanza”.

Me voy hasta el primer lugar de la fila a las puertas del tingladito enrejado que protege la Cruz Gil original –que se habría puesto cuando lo mataron al gaucho y donde estaría hoy el cuerpo– y conozco a Rubén Lamas, un joven con la espalda completamente tatuada. En su piel están San Jorge venciendo al dragón, San Expedito con su capa roja, Gauchito Gil, San La Muerte con su guadaña, dos Jesucristos –con corona de espinas uno, el otro con el sagrado corazón a la vista–, la Virgen María y una iguana.

“Yo me hice un santuario en la espalda, fijate que todos los santos rodean la cara de mi hijo Lautaro. No soy católico pero creo en Dios, y la idea fue agradecer la llegada de mi hijo, porque mi mujer no podía quedar embarazada. Fuimos a mil médicos y nada, hasta que mi hermana me invitó a venir acá. ¿Vos me vas a creer, hermano, que vine un 8 de enero y para el 8 de febrero mi mujer ya tenía un embarazo de un mes?”, me cuenta Rubén, y le tengo que creer.

Sumarse a la peregrinación al gaucho es una experiencia de turismo antropológico.

UNA MISA PARA EL DIFUNTO La peregrinación al santuario de este gaucho santificado “de facto” comienza el 8 de enero a las seis de la mañana con una misa y un casamiento en la Iglesia de la Nuestra Señora de la Merced. En el suelo, a los pies del altar, se acumulan estatuillas de ese santo pagano que lleva boleadoras y viste chiripá rojo, pañuelo al cuello, camisa arremangada y faja en la cintura, con una cara que se parece mucho a la de Cristo en la cruz, pero con bigotes y una vincha en lugar de la corona de espinas.

Afuera de la iglesia esperan taconeando el asfalto medio millar de caballos con jinetes de agrupaciones gauchas ataviados con sus mejores pilchas para iniciar la procesión al santuario. El icono poderoso que todos quieren tocar es una doble cruz roja –con cuatro brazos en lugar de dos– que encabeza la cabalgata.

Los jinetes atraviesan la ciudad y salen a la ruta. Yo me subo a la caja de una camioneta llena de peregrinos y quien me estira la mano para trepar es Juan Torrisi, el hombre que construyó una plaza en Avellaneda en homenaje a Antonio Mamerto Gil, ese gaucho desertor del ejército que se habría convertido en una especie de Robin Hood. La ruta se atasca con micros, motos, caballos, autos y gente. Algunos caminan bailando chamamé.

Félix Silvero es un devoto cuyo padre inició en 1992 la cabalgata de los gauchos peregrinos con la doble cruz. Hoy es Félix quien la encabeza y recuerda un episodio de 1995: “Con mi papá decidimos traer la cruz al desfile de gauchos del 5 de julio, día de la ciudad. Cuando apareció papá arriba del caballo llevando la cruz se hizo un silencio total. Todos se miraban y no sabían cómo reaccionar, hasta que uno se atrevió y comenzó a aplaudir. Lo siguieron otro y otro, hasta que la plaza reventó en un aplauso total. Ahí se supo públicamente que éramos todos devotos del gaucho. Aquí lo siguen todas las clases sociales, pero en la alta muchos lo ocultan, es más bien en las clases bajas donde esto se hace público”.

Un alto en la concurrida y variopinta peregrinación al santuario del Gauchito Gil.

LA LLEGADA DE LA CRUZ El momento cumbre de la celebración es la llegada de la cabalgata al santuario con su caótico enjambre de puestitos de venta en estrechos pasillos que asemejan un zoco árabe. Alrededor del tingladito con la cruz el aglomeramiento es permanente todo el día (según la policía hubo 450.000 personas el año pasado, una cifra muy discutida). A medida que se acerca el momento de entrar la gente se enfervoriza. “¡Que viva el gaucho!”, grita uno y todos vivan con actitud guerrera, puño en alto.

Ordenando el ingreso por una abertura sin puerta de dos metros de ancho, un policía flaquito sostiene a duras penas una chapa de zinc con el logo de Pepsi. Esta endeble compuerta retiene el flujo de la masa, que empuja hasta que el policía la abre unos segundos a intervalos de cinco minutos. “Vayan pasando”, grita el oficial, y deja ingresar a un centenar que estará un instante frente a la cruz. A veces la presión multitudinaria es tan fuerte que el policía se rinde y la chapa es corrida a la fuerza. Pero al primer descuido el policía retoma el poder colocando la chapa de prepo. En el tumulto un chico me dice: “Al gaucho le pedí que cuando sea grande quiero ser fotógrafo como vos”.

En el centenar de puestos de venta que rodean al santuario se venden lechones y corderos asados, choripanes y toda clase de comidas. En los negocios hay miles de imágenes del Gauchito Gil, San La Muerte y la Virgen de Itatí, además de vinchas, remeras, pulseras, capas estilo Superman, relojes, vasos y encendedores con motivos religiosos. También es posible tatuarse en el cuerpo a su santo preferido, incluyendo a Maradona.

Los promeseros a quienes se les concedió un pedido siempre regresan a cumplir. Hay quien pidió por su cosecha de sandías y regresó con un camión repleto para repartir entre la gente. Otro trajo 20 costillares, cocinó y repartió. Hubo quien hizo ocho kilómetros a pie con media res al hombro. Están también los que traen todos los cigarrillos que se fumarían el año entrante y de inmediato dejan el vicio. El caso más impresionante es el de una señora que en 2008 vino en silla de ruedas y meses después, ya curada, hizo unos cuantos metros avanzando de rodillas.

Muchos piden por suerte en el juego y se van derechito a probarla en los bingos de la feria, donde se apunta con granos de maíz. Y en medio del caos corren litros y litros de vino en tetra o fernet con cola en botellas plásticas cortadas por la mitad, todo al ritmo de cumbia, chamamé y rock chabón.

La mitad de los hombres está en cueros –la exhibición de tatuajes es fundamental– y por todos lados circulan tanto buzardas temblequeantes como abdominales cuadriculados como planchas de ravioles. Sorprende la cantidad de jóvenes africanos vendiendo relojes y bijouterie. Frente a uno de ellos una nena se detiene y exclama: “¡Mirá mamá, el cuco negro!”.

Al rayo del sol las calesitas giran, pasan gauchos con facón al cinto y un fotógrafo ofrece retratos con sombrero mexicano sobre una llama. En uno de los puestos se venden remeras de fútbol de la B: Argentino de Merlo, Deportivo Laferrere, Almirante Brown, Nueva Chicago y Chacarita.

Quien crea que visitar la fiesta del Gauchito Gil será una agradable experiencia de “turismo antropológico” debe saber que el día 8 de enero el caos es absoluto –resulta más sencillo ir el 7, cuando hay menos actividad– y que recorrer en auto los ocho kilómetros hasta el santuario es muy difícil. Lo mejor es caminar al rayo del sol entre la bosta de caballo cocinándose sobre el asfalto. También hay borrachos, pero son raros los hechos de violencia. Los mayores inconvenientes son el calor y la falta de sombra, de modo que un oportuno mercedeño aprovecha para ofrecer un servicio de pelopincho y unas duchas que instala en el container de un camión.

Por un rato, las estatuillas rojas invaden el altar principal de la iglesia de Mercedes.

A PURO SINCRETISMO En Corrientes existe una singular religiosidad popular donde proliferan decenas de santos no reconocidos por el catolicismo. Millares de casas por toda la provincia tienen santuarios privados en el fondo, que son el centro de una ritualidad en la que los antropólogos reconocen elementos de diversas religiones. Esta religiosidad tiene fuerte influencia del catolicismo, impuesto por los jesuitas a partir de 1690, reduciendo a los guaraníes en núcleos de trabajo. En coincidencia con la liturgia católica, al Gauchito Gil –igual que a otros similares– se le reza de rodillas, llevándole ofrendas frente a una cruz. También es objeto de peregrinación con actos de sacrificio, se espera que conceda milagros, algunos lo consideran intermediario ante Dios –otros no– y se le prenden velas.

Pero hasta aquí llega la coincidencia con lo católico. Al margen de cualquier solemnidad, al gaucho también se le baila, le dedican un sapukay y se le ofrece una fiesta llena de excesos con mucha ostentación de cuerpos, donde se come y bebe sin límites, todos estos elementos más cercanos a las fiestas de las religiones africanas que estuvieron presentes en Corrientes hasta hace menos de un siglo (a fines del siglo XVIII el 20 por ciento de la población correntina era descendiente de esclavos negros).

Al mismo tiempo, ciertos modos de la religiosidad aborigen perduran en la provincia, como la cos-tumbre de ir al cementerio a pasar el día con un familiar muerto, a quien se le deja comida, se le cuentan novedades y se le piden cosas. Aún hoy en el cementerio de Mercedes se pueden ver familias haciendo un asado frente a la tumba de la abuela, donde ponen música y hacen una pequeña fiesta.

En la cosmovisión guaraní –en Corrientes miles de personas hablan guaraní como primera lengua– las personas tienen dos almas: una espiritual que provee la capacidad de hablar facilitando la comunicación social, y otra de carácter “animal”, ligada a lo corporal. Cuando una persona muere, el alma “animal” perdura mientras exista el cuerpo y queda deambulando por la zona. Por eso necesita alimentos. Y es este mismo rito, con sus particularidades, el que practican miles de personas frente a la tumba del Gaucho Gil.

El resultado de este sincretismo es una caótica religiosidad en permanente cambio, sin dogmas ni líderes o una institucionalidad que la dirija, salvo una comisión directiva a cargo del santuario, que por cierto administra millones de pesos y sobre la cual pesa la sospecha de corrupción.

En la religiosidad popular correntina –en la que el Gauchito Gil es apenas uno de muchos santos– reina una especie de libertad religiosa en la que cada cual rinde culto como mejor le parece, con lo que tiene más a mano. Así van surgiendo santos –o adquieren auge unos mientras decaen otros–, como San La Muerte, Juanita Cabrera, los gauchos Lega y Cubillo, el santo negro San Baltasar, Santa Librada y otros a los que nadie les exige ser reconocidos por ningún credo. Alcanza con que estos santos se adapten a las necesidades de las personas y les sirvan para enfrentar sus cuestiones más íntimas: problemas de trabajo, salud, amor, dinero, choques con la ley y la idea de la muerte. En última instancia, son las mismas preocupaciones que habrá tenido el entonces ignoto gaucho Gil, mientras veía el mundo patas para arriba colgado de los tobillos en un espinillo, cuando le dio su facón a su verdugo antes de decirle: “Cuando llegues a Mercedes te vas a enterar de la orden que me indulta y que tu hijo está moribundo por una enfermedad. Invocá mi nombre a Dios y se sanará”.

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El Gauchito y el Che, unidos en un sincretismo particular y sin fronteras.
 
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