turismo

Domingo, 9 de febrero de 2014

NEUQUéN. VILLA LA ANGOSTURA

Pueblo de la vida nueva

Un paseo veraniego por Villa La Angostura, el “jardín de la Patagonia”, donde el sueño de cambiar el estilo de vida se cristaliza en emprendimientos turísticos. Artesanías, gastronomía, excursiones guiadas a caballo y mucho paisaje, de la mano de viejos y nuevos residentes.

 Por Guido Piotrkowski

El Tero Bogani parece un baqueano nacido y criado al pie de la cordillera, en medio de estas montañas inmensas del sur de Neuquén. Pero bajo ese sombrero de ala ancha y las botas de montar, detrás de ese paso cansino que arrastra quien se baja del caballo y de esa tonada indefinida, hay un tipo que se crió en Buenos Aires. Sin embargo el Tero lleva más de veinte años por estos lares; sus hijos nacieron al abrigo de estos cerros milenarios y él se mimetizó con el paisaje. El Tero es un baqueano más, y como todo buen baqueano conoce como pocos los senderos de estas montañas. Antiguamente los pobladores de Villa La Angostura y su región eran ganaderos que venían, en su mayoría, del lado chileno. Había porciones de tierra generosas para sus animales y la Argentina necesitaba habitar la región: así se fueron formando pequeñas comunidades, familias que ya van por la tercera o cuarta generación. Pero en las últimas dos décadas este pueblo rodeado de lagos azules y picos nevados se transformó en un imán para aquellos que, hastiados de la ciudad, se decidieron por un cambio de vida. El crecimiento del turismo atrajo entonces a pequeños emprendedores, artesanos, guías de turismo, hoteleros, gastronómicos, en busca de un nuevo destino. “Calidad de vida”, que le dicen. Y en este enclave patagónico, que cambia de colores con cada estación, parecen haber encontrado su lugar en el mundo.

El Tero Bogani, uno de los “hijos adoptivos” de Villa La Angostura, experto en cabalgatas.

EL BAQUEANO Es una hermosa y soleada tarde de diciembre, vengo llegando de Bariloche, a setenta kilómetros nomás. Pasé a almorzar por Los Viejos Tiempos y la comida estaba tan buena que, creo, comí de más. Y ahora, mientras me balanceo arriba del caballo, lo lamento. El plan es ir hasta el Mirador Belvedere. “¿Querés ir hasta el Filo? –pregunta el Tero–. Es un poco más arriba, son unas tres horas de ida y vuelta, pero tenés una vista espectacular.” Claro que sí. Vamos al paso bordeando el arroyo Las Piedritas, hasta encontrar un vado para cruzarlo. Andamos a la sombra de los ñires, atravesamos un bosquecito de cipreses y coihues, hasta el bosque donde están los nothofagus que crecen más alto: las lengas. Se escucha el susurro de una caída de agua. Al otro lado de un precipicio que mete miedo, el Tero señala la cascada Inacayal. Foto. Cruzamos a la cara noroeste del cerro y llegamos al Filo, donde la vista –a pesar de una brumita que se entrevera con el sol radiante– es grandiosa. Se ven el lago Correntoso y el Nahuel Huapi, azulísimos, la frontera con Chile y más allá. Desensillamos, mateamos y comemos medialunas, los caballos pastan. Estiramos las patas, ellos también. Desandamos camino por otro sendero, y volvemos a la Villa.

Restaurante Fishing del Hotel Correntoso, con vista a las aguas del Nahuel Huapi.

LA ARTISTA Sonia Villalba, más conocida como Sonia Haus, tiene su local y taller, Blumenhaus, en el casco histórico de la Villa, frente a la casa del guardaparques y al puerto donde amarran los barcos que zarpan a la península de Quetrihué para visitar el magnífico bosque de arrayanes, uno de los pocos que existen en todo el mundo. Este es uno de los rincones más lindos y tranquilos de la Villa. “Soy artista, sobre todo”, dice Sonia no bien abre la boca, y sonríe. Está dándole unos últimos toques de pincel a un plato de cerámica recién salido del horno. Sonia tampoco es de aquí, vino desde la Capital, pero “ahora soy neuquina”, aclara, también de entrada, como para que no queden dudas. Diseñadora gráfica, tuvo su estudio en el centro de la ciudad. “La jungla no es para mí, me vine a vivir a la naturaleza. Ganaba bien, estaba muy bien, pero uno tiene que decidir si sólo quiere bienestar económico o en el alma. Así que acá estoy”, dice sonriendo, siempre sonriendo. Entre todas las velas, cerámicas y cuadros de mil colores que abarrotan el local en una suerte de perfecta armonía, colgado de una columna destaca un cuadrito. Es una caricatura de Sonia, en lápiz y a mano alzada, firmada por Fontanarrosa. Es el recuerdo de un taller que hizo en la facultad con el maestro del humor gráfico, y que Sonia conserva con orgullo indisimulable.

Bosque y montaña en la apacible villa patagónica que muchos eligieron para cambiar de vida.

EL ARTESANO Se puede decir que Américo Bezenzette tuvo su “momento” de fama cuando una de sus fajas pampa llegó a manos del papa Francisco. Américo no tiene pinta de ser muy creyente, pero igual se lo ve orgulloso porque aquella prenda que tejió con sus propias manos llegó a manos del pontífice. Sí, Américo tampoco es de acá, Américo es de allá, de Banfield, provincia de Buenos Aires. Y se mudó a la Villa en 2002, con su mujer y dos hijas. Ahora ceba mate en el altillo de su casa de un barrio alejado y tranquilo. Y además de hacer fajas pampa, es corredor aficionado, como lo atestiguan las fotos pegadas en la pared de madera. El hombre muestra sus trabajos y fotos de sus trabajos, mientras explica que reunió varias técnicas para trabajar en un solo telar a pedal. “Este era, originalmente, un arte de los mapuches de la zona de Chile. En las avanzadas de 1770, en la provincia de Buenos Aires, llevaron la técnica a otras comunidades de la región bonaerense y de Neuquén. Después quedó como un arte muy particular en la zona del sur, Rauch, Los Toldos.”

Américo habla lento y pausado, se sienta al telar y enseña cómo funciona, mientras recuerda que lo descubrió en un viaje a Salta, de joven, en busca de instrumentos andinos. “Fui al mercado artesanal y vi unos telares. Ahí me conecté con el tema. Hice el primer telar en Buenos Aires y empecé a viajar por el norte y a dar clases: cuando estaba enseñando conocí la técnica pampa.” Después tuvo otro golpe de suerte, que no es sólo suerte, porque su trabajo es realmente bueno. Durante dos años, estuvo haciendo fajas a pedido del sultán de Brunei, un exotismo que le permitió vivir holgado durante un tiempo. “Te sirve un poco para el ego, no más que eso. No es que te llueva trabajo... Es todo tanto el hoy, que el ayer no existe.”

Diego y Mariana Serra, de Cervecería Epulafquen, y su cerveza artesanal.

LOS CERVECEROS El secreto a voces mejor guardado de La Angostura se llama Patio Cervecero Epulafquen, una cabaña de madera “escondida” en el barrio Epulafquen. El local es simple y agradable: mesas de madera, una barra con una chopera de varias canillas, y un rinconcito tipo living, muy acogedor. La cervecería es frecuentada sobre todo por locales, y algunos pocos turistas llegan por el boca a boca. Sus propietarios, Diego y Mariana Serra, tampoco son de aquí. Son de Buenos Aires y también, dicen, vinieron con la “idea de cambiar el estilo de vida”. El es gasista matriculado, y tenía un centro de copiado frente a la Facultad de Ciencias Económicas. Ella estudiaba Ingeniería en Alimentos. Se conocieron de mochileros en El Calafate, aunque él veraneaba siempre en la Villa. Por eso Diego se compró este terreno en el ’96, y en el ’98 –ya en pareja– construyeron una pequeña casita. Cuando decidieron huir de la gran ciudad, eligieron la Villa para convivir, y de a poco montar este negocio que comenzó como un hobby allá por 2001.

Diego sorbe el primer trago de su Pale Ale, una de las cuatro variedades que producen durante todo el año. Además elaboran Golden Ale, Indian Pale Ale y Stout, y rotan una más por estación. Serra cuenta que trabajó como gasista hasta hace tres años, y que con ese dinero fueron invirtiendo en este emprendimiento. “Arrancamos con nada, un equipo de cincuenta litros. Fuimos creciendo y el año pasado elaboramos 32.000 litros.” En diciembre el patio cervecero cumplió tres años, y se puede decir que hoy Epulafquen es una de las cervezas más deliciosas de la Patagonia.

“Hubo un auge muy importante de cervezas en Argentina –sigue Diego mientras degustamos una gloriosa picada–. Acá en Patagonia tenemos un agua única, que es nuestro orgullo. Podés hacer un muy buen producto, competitivo con cualquier parte del mundo.” “La Polaca”, como le dicen a su mujer, habla poco pero ahora interviene: “También porque es la zona del lúpulo”, dice. “Pero es el agua”, insiste el maestro cervecero. “La misma receta la llevás a Buenos Aires y nada que ver –asegura–. El agua es el noventa por ciento de la cerveza. Si el agua no es buena, la cerveza no es buena. Claro que después sí, tenés que tener una buena receta.”.

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El Nahuel Huapi, tiene la mayor parte de su superficie en Neuquén.
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