turismo

Domingo, 28 de febrero de 2016

FRANCIA > UN ITINERARIO DE ARTE

Sueños en bruto

Tres sitios franceses permiten descubrir una forma artística que fascinó a los surrealistas, aquella que Dubuffet llamó Art Brut. Un raro palacio de piedra, una casa hecha con pedazos de vajilla rota y un parque de gigantes: sendos lugares para una exploración diferente de los raros caminos que toma la creación.

 Por Graciela Cutuli

Las formas artísticas desarrolladas al margen de las artes “oficiales” –o al menos reconocidas como tales, con base en los principios académicos heredados del Renacimiento– existieron desde siempre en el mundo occidental. Se trata de creaciones autodidactas, de “obras ejecutadas por personas indemnes de cultura artística”, tal como definió a esta modalidad en 1945 el pintor francés Jean Dubuffet.

Lo cierto es que este primer reconocimiento generó poco a poco el interés del público y de la sociedad hacia una forma creativa hasta entonces despreciada... o estudiada solamente por psiquiatras. Las obras maestras del Art Brut –es decir un arte no pulido, como un diamante en bruto– son monumentales: sólo en Francia se destacan, a gran escala, el Palacio del Cartero Cheval o la Casa Picassiette. Pero Art Brut se construye también gracias a una multitud de pequeños objetos, realizados por enfermos, convictos o jubilados, que buscaban ocupar el presente más que perdurar en un hipotético futuro. Desde hace unos años, se generó en Europa occidental y América del Norte un interesante movimiento para recuperar este curioso legado artístico, que incluyó la creación de varios museos, en particular en Francia, Suiza, Países Bajos y Estados Unidos.

Uno de los monstruos gigantes de Robert Tatin, el más académico de los artistas de este paseo por el Art Brut francés. Foto: Wikimedia

LA TRIADA DEL ART BRUT Los lugares donde descubrir las múltiples formas del Art Brut son numerosos. Dubuffet pensaba que “el arte se escapa apenas se pronuncia su nombre, lo que le gusta es estar de incógnito. Sus mejores momentos son cuando olvida cómo se llama”. Sus presentantes fueron muchos y procedentes de horizontes muy distintos, pero hubo también artistas “académicos” que reivindicaron esta forma de inspiración, como Dubuffet para su serie de obras L’Hourloupe, y Robert Tatin para sus Monstruos. El sitio de Tatin se visita en el este de Francia. Es una de las mejores formas de iniciarse en el Arte Brut, junto con la visita a otros dos sitios míticos, el Palacio Ideal del Cartero Cheval y la Casa Picassiette.

El Palacio del Cartero comenzó con una piedra en el camino del paseo cotidiano que realizaba el cartero Joseph-Ferdinand Cheval todos los días, para entregar el correo en las granjas escondidas entre las sierras de la Drôme, en el sur de Francia. Fue en el año 1879 y Cheval, impresionado por las formas de la piedra encontrada, decidió “ser albañil y arquitecto ya que la naturaleza quiere ser escultora”. Día tras día, empezó así a recolectar piedras en los caminos cuando repartía las cartas, y a ensamblarlas en construcciones cada vez más complejas y monumentales. Durante más de 30 años se dedicó a construir su Palacio Ideal. Años durante los cuales paseaba por toda la región de Hauterives con su carretilla, hoy convertida -a través de fotos y postales- en uno de los símbolos de su genio creativo. La relación del cartero Cheval con las piedras era casi animista. Buscaba en particular piedras de formas raras o perforadas, que abundan en esta región rocosa al pie de los Alpes. A medida que se levantan las paredes, que se crean las figuras y se esculpen las fachadas y los pasillos interiores, los estilos y las referencias se superponen unos con otros. Como salido de una visión o de un sueño, su raro palacio evoca a la vez los grabados de cuentos fantásticos de los libros de antaño, los palacios orientales, los templos de Angkor y los pabellones de la Exposición Universal de París de 1878 (la misma que mostró por primera vez la electricidad a los parisienses, y cuyos informes Cheval guardaba en las revistas de la época).

Trabajando de día y de noche, a la luz de faroles, el retraído cartero levantó él solo una obra que terminó midiendo 26 metros de fachada, 14 metros de ancho y unos 10 metros de altura en las torres más altas. El interior está lleno de pasillos, y no hay un solo trozo de superficie que no esté decorado con piedras, motivos realizados con cemento e inscripciones que mezclan máximas del sentido común con profecías, dichos campesinos, fervor religioso y la moral de la época.

El Palacio fue terminado en 1912. Luego Cheval empezó a construir en el cementerio comunal su propia sepultura, que llamó la Tumba del Silencio y del Descanso Sin Fin, durante otros ochos años, de 1914 a 1922. Murió en 1924, a los 98 años. Pero antes tuvo el gusto de recibir muestras de interés de André Breton y Pablo Picasso. Su Palacio fue declarado Monumento Histórico Nacional en Francia en 1969 (y su tumba también está inscripta en el inventario de los monumentos). En la actualidad es un museo al aire libre que convoca a multitudes de curiosos e interesados en el Art Brut. En algún rincón del palacio se ven las piedras que despertaron el genio creativo del cartero, modestos fragmentos de una de las obras más sorprendentes de Francia.

Las formas del Palacio Ideal que revive los sueños artísticos de un solitario cartero.

EL BARRENDERO DE CHARTRES No menos sorprendente que el Palacio Ideal del Cartero es la Casa Picassiette, en Chartres, una ciudad conocida sobre todo por su imponente catedral gótica. Picassiette era el sobrenombre de Raymond Isidore, el barrendero del cementerio municipal. Un hombre modesto y de instrucción rudimentaria, que vivió entre 1902 y 1964. Sintiéndose relegado por su empleo y desdeñado por sus vecinos, que lo tomaban por loco, se refugió en la realización de la obra de su vida: la decoración íntegra de su casa y su jardín con fragmentos de cerámicas de vajilla, porcelanas y vidrios. El resutlado es asombroso.

El nombre de Picassiette viene de un juego de palabras entre Picasso y assiette (plato en francés). Como en el caso del cartero, fue una casualidad lo que despertó su genio creativo. Al encontrarse con pedazos de porcelanas durante un paseo, tuvo la idea de almacenarlos para hacer un mosaico y adornar una pared de su casa. Lo que fue una idea puntual se convirtió en la obra de toda una vida, y durante 25 años recubrió enteramente su casa, exterior e interiormente, con fragmentos de cerámica y loza de todos los colores y formas. Hasta su cama y el mobiliario de la casa fueron recubiertos. Como en el Palacio Ideal, no hay un solo sector libre: se alternan esculturas de cemento, paisajes y reproducciones de monumentos (todos con trozos de cerámica), y también algunas inscripciones y pinturas en las paredes (una Mona Lisa, un retrato de Landrú, escenas bíblicas). La frágil obra, expuesta a la intemperie, es restaurada continuamente por artistas y ceramistas, y el incesante vaivén de turistas pone animación en una zona residencial alejada del centro de Chartres, rindiendo homenaje a este hombre que se sentía desdeñado por sus contemporáneos y solía decir: “He usado lo que los demás desprecian”.

Finalmente, otra forma de Art Brut monumental –aunque más ligada al arte en su concepción convencional- se puede ver en el oeste de Francia. Se trata del Museo Robert Tatin, un artesano con cierta formación artística, que se dedicó a partir de 1960 a construir un extraño y cautivante sitio, l’Allée des Géants. Se trata de un parque a cielo abierto bordeado por estatuas gigantescas de personajes tan distintos como Juana de Arco, el Douanier Rousseau, Picasso, André Breton, Julio Verne y Henri de Toulouse Lautrec. Además de los gigantes, de apariencias entre visionarias y grotescas, el sitio tiene un conjunto arquitectónico cuyo principal edificio es un templo que simboliza todas las religiones: Notre-Dame-Tout-le-Monde. Mientras seguía en obra, el sitio fue declarado Museo por el Ministerio de Cultura, consagrando definitivamente la obra de Robert Tatin, que vivió entre 1902 y 1983.

La casa de Picassiette, el barrendero de un cementerio que cubrió las paredes y hasta los muebles con trozos de vajilla.

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Ecos del sudeste asiático en el edificio que Cheval construyó día a día, piedra tras piedra.
 
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