turismo

Domingo, 21 de noviembre de 2004

ITALIA - CRóNICAS DE ALPINISMO

Travesía al Monte Blanco

Desde Courmayeur, uno de los centros de esquí y de alpinismo más antiguos de Europa, un ascenso con evocaciones literarias hasta los 3 mil metros por el macizo del Monte Blanco, la cumbre más alta del continente. La montaña está en la región del Valle D’Aosta, uno de los paisajes más fascinantes de los Alpes, con riscos escarpados entre la niebla, ruinas romanas y castillos medievales.

texto y foto:
Florencia Podestá

El avión sobrevuela los Alpes de Francia a Italia; la visión es impresionante. Cualquiera que haya sobrevolado los Andes se dará cuenta de que esto es algo muy diferente. Los Andes corren en cadenas paralelas, los Alpes son más bien nudos, cúmulos, un mar en total desorden. “¡El Mont Blanc!”, señala mi compañero de asiento. Incluso sin conocerlo, se adivina. El Mont Blanc o Monte Bianco –la cumbre más alta de Europa, con casi 5 mil metros– sobresale entre el resto de las montañas por su tamaño, pero más que nada por lo que le da su nombre, la blancura enceguecedora de sus hielos y nieves eternas. Desde el avión pueden verse las lenguas gigantescas de los glaciares que nacen allí, los más grandes de los Alpes.
El Monte Bianco/Mont Blanc –entre Francia e Italia y “a metros” de Suiza– se encuentra en el fondo del Valle D’Aosta; ésta es una de las regiones sin duda más fascinantes de los Alpes, tanto por sus paisajes magníficos como por sus más de 3 mil años de historia misteriosa. Sus ruinas romanas, castillos medievales y riscos escarpados entre la niebla son casi un arquetipo de la imaginación romántica del siglo XIX. No sorprende que fuera uno de los paisajes preferidos por los poetas y pintores románticos, como Byron, Shelley y Turner.

DEL LLANO A LA MONTAÑA
En el lado italiano, Courmayeur es la ciudad base para las excursiones al Bianco, uno de los centros de esquí y de alpinismo más antiguos del continente (en el lado francés, su equivalente es Chamonix). A pesar de su carácter de resort famoso para esquiadores snob, Courmayeur sigue siendo un maravilloso pueblito medieval. Aquí funciona la prestigiosa Società delle Guide Alpine di Courmayeur, la asociación de guías de montaña, fundada en 1850, la más antigua de Italia, y la segunda más antigua del mundo después de Chamonix.
Encontramos a nuestro guía en el Café des Guides y nos propone el ascenso a la Tour Ronde (3800 m), que forma parte del macizo del Bianco; para llegar a su base debemos realizar una travesía sobre el Glacier du Géant. Una passeggiata con equipo de hielo a casi 4 mil metros de altura.
Nos levantamos muy temprano. Es imprescindible comenzar el ascenso lo antes posible y estar arriba al mediodía porque, cuando el sol calienta, se ablanda la nieve que cubre las grietas del glaciar y aumenta también el peligro de avalanchas. Así, al alba estamos en Purtud para abordar la funivía que nos llevará al corazón del macizo, al Refugio Torino y de allí a Punta Hellbronner, a 3400 metros.
Los valles van quedando atrás. A la izquierda, la apacible Val Ferret bajo la sombra de los Grandes Jorasses, cruzada por el torrentoso Dora di Ferret, con sus praderas verdísimas, pueblitos, baitas (establos) de piedra y vacas microscópicas. A la derecha, la salvaje Val Veny, casi deshabitada y todavía en plena formación glaciaria, surcada y herida por las duras masas del Glacier du Miage y el de la Brenva. Finalmente llegamos al Refugio y nos calzamos el equipo. Ya sobre la nieve nos sentimos más en el elemento, distendidos como para mirar alrededor. Aunque no es nuestra primera vez en alta montaña, nos quedamos sin aliento. El paisaje no presenta nada terrestre, humanizable; la fuerza desnuda de estas montañas es casi demasiado violenta. Frente a nosotros se extiende la superficie enceguecedora del Glacier du Géant y de la Vallée Blanche, una estepa de hielo y nieves eternas. Como un anfiteatro, lo circundan los picos del conjunto del Monte Bianco y Grandes Jorasses. Las oscuras formaciones de crestas, agujas y torres de granito emergen verticales como lanzas hacia el cielo. Pero hay algo más que desconcierta. Súbitamente el mundo se vuelve más simple, más duro. Si no contamos el azul espacial de la atmósfera tan leve, “éste es un mundo en blanco y negro”, dice el guía. Pronto nuestros ojos cambian el registro: aquí ya no se ven los colores, aquí lo que se ve es la luz. Todo vibra compuesto de luz: la nieve, las nubes que nos envuelven y nos abandonan a toda prisa, el aire, las rocas.Todo se define por un contraste. Ya no hay tonos y matices, sólo hay intensidades.
Caminamos en silencio glaciar arriba, dejando el col del Toula a la izquierda. La pendiente es suave, pero constante. El único sonido es el del viento y nuestras pisadas en la nieve. En la pared del Grand Capucin se ven puntitos microscópicos de colores estridentes: son alpinistas, parados sobre un hombrito de la roca cortada a pico. Ahora me viene a la mente algo que leí: “Al pintar un paisaje, la idea debe preceder al pincel”, escribía el pintor chino Wang Wei. “En cuanto a la proporción, la altura de la montaña es de diez pies; la de un árbol, de un pie; la de un caballo, de un décimo de un pie; la de un hombre, de una centésima de pie.”

EXTASIS DE ALTURA
En esta altitud no hay vida posible, salvo la de los predadores carnívoros: hombres, y algunos pájaros que suben cuando hay sol. Ahora descendemos y nos desviamos en dirección a la Tour Ronde, que muestra su cara norte. Ya en una zona cubierta de nieve, definitivamente plana y enorme como un estadio, descansamos un poco antes del ascenso final. Mi mente está vacía y llena a la vez. “¿Y? ¿Qué tal?”, me preguntan. Qué recurrencia literaria, ahora pienso en una novela que leí hace años, La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin, cuando un personaje relata su travesía por una especie de casquete polar: “No trato de decir que fui feliz en esas semanas en que arrastrábamos el trineo por una capa de hielo en pleno invierno. Yo tenía hambre y me sentía agotado. La felicidad depende de algún modo de la razón, y sólo se gana con el auxilio de la razón. Lo que se me dio entonces fue eso que no se gana y no se conserva, y a veces ni siquiera se reconoce en el momento: alegría”. Alegría. Ante nosotros, las agujas de piedra emergen como furias petrificadas.
Entonces sí, encaramos la cresta sur de la Tour Ronde. Después de 3 horas de subida, la Tour parece acabar, y estamos en la cima. Gracias a que este pico, como lo indica su nombre, es redondo, la vista es total e ininterrumpida. Lo bueno de no subir al Monte Bianco sino a otra altura cercana es que, precisamente, ¡se puede ver la cumbre del Bianco! Sin duda una de las montañas más deslumbrantes del planeta. En el horizonte se ven todas las cumbres de los Alpes italianos: Ruitor, Gran Paradiso, Monte Rosa, Cervino/Matterhorn. Dejando mochilas y piolet, ponemos un mantelito en la piedra para un picnic irreal, sobre un balcón que cae a pico en el abismo. Mil metros más abajo, la lengua majestuosa del glaciar de la Brenva se precipita en el valle verde, otros 2 mil metros más abajo todavía. Del otro lado de la Brenva, la seguidilla de agujas embrujadas: Aiguille Noire de Peuterey, Aiguille Blanche, Aiguille Rouge, Aiguille du Chatelet, de Combal, du Midi, etc., el tenebroso y puntudo Mont Maudit (“maldito”) y otros “colmillos” sin nombre. Las pendientes son asimétricas: de este lado, el macizo parece una muralla escarpada; la fisuración vertical del granito favoreció esta típica formación dentada de la cresta. Cuando miro hacia Francia, en cambio, veo que desciende con más suavidad en varios glaciares.
Hora de volver. Tras descansar un poco al sol, la bajada es rápida. Esa noche en el Café des Guides nos encontramos con otros escaladores. “¿Qué te pareció?”, quieren saber los amigos. No recuerdo qué respondí, algo con muchos signos de admiración y gratitud; compartir la montaña es algo muy especial. Más tarde, en la soledad de mi cuarto que me trasladaba de alguna forma a las soledades de la montaña, pensé de nuevo en los chinos, esta vez en un poeta, Du Fu, del siglo VIII: “Bebemos diez veces, sin tomar respiro, diez veces bebemos sin emborracharnos./ Nos sentimos tan amigos como en los tiempos de antes./ Mañana, los picos de las montañas se interpondrán de nuevo entre nosotros./ Las montañas y el tráfago del mundo, sin sentido y sin fin”

Compartir: 

Twitter

Al fondo, el macizo del Monte Blanco domina los bellísimos paisajes del Valle D’Aosta.
 
TURISMO
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.