turismo

Domingo, 27 de febrero de 2005

CUBA > LA CIUDAD DE LA HABANA

El latido americano

Con sus señoriales columnas, sus coloridos balcones, los patios andaluces, y la simpatía de sus habitantes, La Habana cautiva al visitante apenas llega. Es una de las ciudades más originales del mundo donde nada es artificial. Y al estar detenida en el tiempo, anclada en un pasado eterno que la tiñe de permanente nostalgia, conmueve por la pureza de esa esencia americana que late con su música por todos sus rincones.

Por Leonardo Larini

Las cuerdas, cinco a falta de seis, sobresalen del clavijero como serpentinas muertas. El micrófono está adherido en la caja con cinta adhesiva. La madera tiene abolladuras de todos los tamaños. Y sin embargo, de la guitarra de Alfredo salen boleros, mambos, rumbas y sones de una belleza indescriptible. Con casi ochenta años, el guitarrista agasaja a los turistas en uno de los tantos paladares de La Habana, esos restaurantes familiares en los que se come los más exquisitos platos típicos de Cuba en compañía de la generosa familia anfitriona. Con su camisa floreada, su elegante sombrero de paja y una constante sonrisa en su rostro moreno, Alfredo anima la sobremesa con un popurrí de la mejor música de la Isla a la vez que sus hijos y varios de sus nietos marcan el ritmo con viejos bongós o simplemente golpeando botellas con un tenedor. Así es como, en menos de medio mojito, se arma un divertido baile en el patio de la casa y debajo de una lluvia que, pese a su intensidad, no puede evitar la alegría desbordante de los turistas.

Más tarde, una vez que ha pasado una de esas tormentas repentinas tan características aquí, la ciudad adquiere una tonalidad que torna brillante incluso a los frentes más desvencijados. El agua caída, y la humedad que empapa las calles, acentúa los colores y mientras se camina afloran los aromas de los habanos, el café y el ron que se confunden con los variados perfumes desprendidos por las plantas y las flores de jardines y balcones. Esta atmósfera tan especial, impregnada por los crudos y dulces acordes de otra guitarra que llegan desde una cercana lejanía, es la ideal para disfrutar de la capital cubana, sin duda una de las ciudades más bellas y originales del mundo.

Pureza americana La Habana enamora instantáneamente. No hay margen para razonar. Con sus señoriales columnas, sus coloridos balcones, los patios andaluces, las iglesias barrocas y la simpatía e inocencia de sus habitantes, atrapa al visitante apenas éste da sus primeros pasos por las veredas. En La Habana nada, absolutamente nada, es artificial y cada mínimo detalle de su fisonomía o cada pequeño gesto de sus hombres, mujeres y niños provoca –inevitablemente– la emoción. Es una ciudad que, al contrario de casi todas las del resto del mundo, no ha perdido –ni mucho menos vendido– su alma. Y, al estar detenida en el tiempo, anclada en un pasado eterno que la tiñe de permanente nostalgia –con sus autos de la década del 50 yendo y viniendo como en una película–, conmueve por la pureza espiritual de su esencia, esa pureza de la América real que en casi todo el resto del continente parece destinada a la extinción.

A medida que se avanza en el recorrido –arbitrario y desordenado, como debe ser–, la euforia que caracteriza a todo enamoramiento se hace piel en los ojos, que lentamente se van humedeciendo rociados por los latidos de esta ciudad única que hechiza en todos sus rincones. Desde el Malecón hasta el Paseo del Prado, desde El Floridita hasta el magnífico frente del Teatro Nacional –pasando la legendaria Bodeguita del Medio y el Parque Central, o por la Catedral y el antiguo Convento de Santa Clara– todo conmueve con la misma intensidad. Como debajo de la arboleda de Coppelia, mientras se contempla a unos y otros haciendo cola para deleitarse con sus helados de fresa o de chocolate. Como en medio de la Plaza de la Revolución, con José Martí de un lado y el Che Guevara del otro, custodiando la memoria de un país que sí pudo elegir su destino. Como arriba de un camello –los enormes y rosados colectivos locales–, rodeado de gente auténtica, escuchando su simpático tono y sus cómicos modismos. O en un bar cualquiera. O charlando con un taxista en la puerta del magnífico Hotel Inglaterra. O en las viejas fortalezas y castillos. O en el Museo Ernest Hemingway. O frente al monumento de bronce que homenajea a John Lennon. En todo lugar de La Habana el turista no podrá desprenderse de una emoción tan honda como la mirada de los propios cubanos contemplando el horizonte desde el Malecón, imagen que Silvio Rodríguez ha sabido describir con fina maestría: “El alma del cubano es tan enorme quepodría contenerlo todo, hasta el océano que el Malecón mira, hasta el mundo que apenas imagina”.

En otro tiempo “Esto también es lindo”, comenta el gran Ibrahim Ferrer mientras camina por las calles de Nueva York en una de las escenas del film Buena Vista Social Club. Y ese también, pronunciado con total naturalidad y sin ninguna doble intención, representa el ejemplo más rotundo del amor de una persona a su tierra, a la que goza y disfruta con la misma intensidad –o más– que al transitar por las avenidas de una de las ciudades más espectaculares de Estados Unidos y del mundo.

Paradójicamente, en La Habana, lo viejo, lo antiguo y hasta lo que en otros países es obsoleto –por ejemplo esos maravillosos Playmouths, Pontiacs, Chevrolets y Cadillacs– aparece como lo novedoso, lo nuevo, lo desconocido. Eso es lo que sorprende al viajero, acostumbrado a la cada vez mayor uniformidad de las grandes capitales europeas. Y es en Centro Habana donde –como en Harlem, en La Boca o en el Pelourinho bahiano– se puede percibir el auténtico latido de la ciudad. Adentrarse en sus calles es como penetrar en una antigua película, o en una novela, o en un culebrón televisivo.

–¡Ven Camila, rápido, que tu hombre se está comiendo todos los tamales! –se le escucha decir a una mujer desde un descolorido balcón. Y ahí va la tal Camila disparada hacia su casa, dejando abandonadas a sus sonrientes amigas en la vereda de enfrente.

Los frentes de las viviendas, todos de color pastel, mantienen la fisonomía de la década del 40 y, mientras se pasea por estas callecitas de ensueño, cada tanto aflora el tentador aroma de moros y cristianos, el típico arroz con frijoles que, más allá de su desganada apariencia, no hay que dejar de probar al menos una vez. El paisaje se completa con inquietos niños improvisando partidos de béisbol, ancianos pensativos sentados en las puertas de las casas con sus habanos entre los labios y el saludo siempre a mano, hermosas jóvenes andando en bicicleta y antiguas verdulerías con oxidadas balanzas de hierro.

En Centro Habana se pierde completamente la noción del tiempo, sensación que sumada a la experiencia que generan la sorpresa y el descubrimiento constantes de todo viaje, transforma a este barrio entrañable en un punto de inflexión para la vida de cualquier turista. A partir de ahora, todo será antes o después de Centro Habana.

Un amor eterno Con la misma pasión de Alfredo, Ricardo toca su trompeta mientras cae la noche en el Malecón. De espaldas al mar, sopla las notas de un son que, bajo la luna y flameando entre las cabelleras de las hermosas mujeres habaneras, hace que el momento tenga todos los mágicos condimentos necesarios para la mejor despedida.

Y, aunque haya sido el amor de un solo día, el viajero ya lo sabe: el amor por La Habana será un amor para siempre. Un amor de ron y gardenias; un amor de fresa y chocolate.

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Color cubano. Pinturas de artistas habaneros se exhiben en las plazas de La Habana Vieja.
 
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