turismo

Domingo, 3 de abril de 2005

LAGO NAHUEL HUAPI > EXCURSIóN A LA ISLA VICTORIA

Una isla de cuento

 Por Julián Varsavsky

La isla Victoria es el prototipo del paisaje barilochense elevado a su máxima expresión: un enorme espejo azul de agua cristalina, una sucesión de valles montañosos con sus cumbres nevadas, y un frondoso bosque andinopatagónico que protege en sus entrañas a una pequeña joya de la naturaleza: el ciervito pudú-pudú, el más pequeño que existe en el planeta, con 40 centímetros de alto y apenas 9 kilogramos de peso.

Una isla con historia Las excursiones a la isla Victoria que se realizan desde Bariloche parten de Puerto Pañuelo, en el kilómetro 25 de la Avenida Bustillo. Desde allí se ofrecen visitas guiadas de medio día –puede ser de día entero si se lo desea– atravesando las aguas picadas de este enorme lago con pretensiones de mar que es el Nahuel Huapi. El trayecto en barco dura una hora cuarenta minutos y bordea todo el tiempo gran parte de esta isla angosta y alargada que mide 20 kilómetros de un extremo al otro. Al desembarcar, el guía comienza un racconto de la compleja historia de la isla, descubierta por el hombre blanco en 1620 cuando el capital Juan Fernández llegó hasta aquí buscando la mítica ciudad de los Césares. Hacia 1862 el famoso Perito Moreno visitó la isla y recién en 1902 el terrateniente Aarón Anchorena permaneció unos días en ella quedando tan deslumbrado que a su regreso solicitó al Estado nacional el usufructo de la isla Victoria. Al año siguiente, Anchorena se instalaba como arrendatario y comenzó a levantar edificaciones, construyó un aserradero y un astillero, abrió picadas entre la vegetación y limpió sectores de bosque para plantar especies exóticas –como la secuoya y el pino Oregón– cuyo daño a las variedades nativas era desconocido en aquel entonces. Según testimonios de la época, Anchorena realizaba una explotación sustentable y cuidadosa de la naturaleza e introdujo una hacienda vacuna y caballar, además de animales como jabalíes, faisanes, ciervos y hasta osos, que servían para aumentar el atractivo del lugar como coto de caza. Salvo los osos, las otras especies se adaptaron y proliferaron en la isla, Hoy, la comunidad actual de ciervos alcanza alrededor de mil ejemplares.

El romance de Anchorena con la isla duró hasta 1911, cuando el escritor y viajero Paul Groussac se burló de él en un diario de Buenos Aires refiriéndose a la “grandeur de pionero-colono-estanciero” que el terrateniente porteño había plasmado en la isla. Ofendido, Anchorena devolvió de inmediato las tierras al Estado y abandonó sus seis confortables cabañas, el aserradero, el astillero y el coto de caza.

A partir de ese momento y durante los 15 años siguientes se sucedieron diversas concesiones que aumentaron el número de cabezas de ganado y trajeron consigo también el hacha y el fuego, reduciendo en un cincuenta por ciento el bosque andino-patagónico que cubría la isla. En 1924, el ministro de Agricultura Tomás Le Bretón creó, junto al puerto Anchorena, el Vivero Nacional para impulsar la reforestación de la isla con especies nativas y exóticas traídas de todo el mundo.

El vivero silencioso

La iniciativa del vivero resultó exitosa y funcionó hasta los años 50. Y el área que abarcó es una de las que se recorre hoy en día por el sector central de la isla, el único que está permitido visitar a los turistas. Para ingresar al antiguo vivero se atraviesa una hermosa arcada vegetal formada con cipreses de Monterrey, que son parte de una pared doble de esta especie que se plantó para proteger del viento a los frutales. Al pasar del otro lado se descubre una calma absoluta.

A nivel paisajístico los resultados del vivero son hermosos, con unos bosques de árboles gigantes dispuestos a la vera de un amplio sendero que parece una avenida arbolada. Se destacan los bosques de pino ponderosa, de eucalipto y de pino insigne, que alcanzan los 40 metros de altura. Pero el problema es que los pinos producen acidez en el suelo, lo cual elimina prácticamente toda posibilidad de crecimiento a cualquier otra especie vegetal. Ni siquiera los arbustos y las gramíneas crecen a sus pies, Por esa razón, el agradable silencio que nos rodea al caminar por los bosques de pino es sencillamente porque la pared de árboles impide el paso del viento, pero además porque no hay ninguna especie animal que le dé vida al lugar porque allí no hay nada para comer.

El vivero pasó a depender más tarde del Parque Nacional Nahuel Huapi –creado en 1935–, y la sucesión de tragedias ecológicas a que fue sometida la isla comenzó a revertirse de manera importante. Dos años después se inauguró en su parte norte una Estación Zoológica para promover la aclimatación de las especies exóticas y, por sobre todas las cosas, funcionó como un centro de recría en cautividad para las especies en peligro de extinción. De esta forma se garantizó la continuidad del pudúpudú (o ciervo enano), el huillín (una nutria similar al lobito de río) y del huemul, otra clase de ciervo autóctono.

La estación zoológica funcionó hasta 1958, cuando se soltaron todas las especies que quedaban en cautiverio. Es así que ahora, los faisanes y los ciervos deambulan libremente por toda la isla. También vive allí un pequeño marsupial denominado monito de monte. Y en lo que respecta a la avifauna existe una colonia de cormoranes imperiales, numerosas palomas araucanas, gaviotas, bandurrias y avutardas.

Senderos y aerosilla

La isla Victoria se encuentra dentro del distrito fitogeográfico de los bosques andino-patagónicos, donde predominan los bosques de coihues y los cipreses. Además hay pequeñas comunidades de ñire y arrayán, y de esta última especie hay un bosque puro ubicado en la punta norte de la isla, visitada por algunas excursiones.

Uno de los paseos más agradables que se realizan en la isla Victoria es la ascensión al cerro Bella Vista en una aerosilla de 630 metros de largo (cuesta $ 10). La oportunidad es buena para observar la distinción entre el bosque natural y el exótico que hay en la isla. Hasta la torre número 2 se pasa justo por encima de la copa de las coníferas plantadas hace décadas para la reforestación. Y a partir de allí aparecen los árboles autóctonos como el coihue y el ciprés de la cordillera.

Al dejar la aerosilla se llega al Mirador Bella Vista, uno de los puntos panorámicos más hermosos de la zona, con un escarpado precipicio que da a las aguas verde claro de la bahía Anchorena. Al fondo se levantan imponentes los cerros Catedral, López, Capilla y Tres Picos. Para descender se puede utilizar la aerosilla o alguno de los dos senderos casi intransitados donde uno puede disfrutar de la paz absoluta del bosque en plena soledad.

Al recorrer los senderos del parque, el guía muestra diversas particularidades de los árboles y hace tocar a los viajeros la corteza de eucaliptos y del arrayán, que se distinguen por ser muy frías porque en verdad casi no tienen corteza. La del árbol secuoya, en cambio, tiene la textura de un corcho. Al avanzar por el bosque se oye el “toc-toc” del pájaro carpintero y el chillido breve del chucao, un pájaro que se desplaza a los saltitos por el suelo, sin volar.

En Playa del Toro

Un lugar para descansar luego de recorrer la isla es la Playa del Toro, una pequeña bahía con arenas volcánicas donde mucha gente se recuesta a tomar sol mientras disfruta de un pic-nic junto al bosque. En tiempos de verano, el lugar es propicio para darse un chapuzón ya que las aguas son muy poco profundas y acumulan más el calor.

A metros de la Playa del Toro hay un alero rocoso en la montaña donde se observan claramente unas pinturas rupestres que habrían sido pintadas por la cultura tehuelche. En realidad, en los tiempos prehispánicos la isla estuvo habitada sucesivamente por varias tribus indígenas y como vestigio de su presencia hay ocho puntos diferentes en toda la isla con pinturas rupestres. Incluso en la zona de Puerto Vargas están las ruinas de una construcción de 15 metros de largo subdividida en recintos rectangulares, algunos de los cuales tienen unas cámaras subterráneas donde se cree que se almacenaban piñones de araucarias como comestible.

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La isla Victoria. Una perfecta postal de la belleza del sur argentino: cerros, lagos y bosques.
 
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