turismo

Lunes, 20 de mayo de 2002

SANTA CRUZ EXCURSIóN AL GLACIAR UPSALA

Un mundo de punta en blanco

Crónica de una travesía en barco frente a las paredes del Upsala, el mayor glaciar de la provincia de Santa Cruz, hasta la bahía de Onelli, donde confluyen otros tres colosos de hielo en medio de un profundo valle. Un viaje entre centenares de témpanos que navegan a la deriva como galeones de cristal.

Por Julián Varsavsky

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Como en Cien años de soledad, esa imagen de traslúcida solidez probablemente quedará grabada como un hito en los recuerdos de cualquier mortal que se enfrente por primera vez a una muralla de hielo. Y para vivir esa experiencia única, nada mejor que un viaje al mundo de los glaciares de la provincia de Santa Cruz.

Témpanos a la deriva Avanzamos en un cómodo catamarán que se desliza por las aguas diáfanas del lago Argentino, en busca del glaciar Upsala. Tras los ventanales vemos un gigantesco valle montañoso que prácticamente nos encierra a los cuatro costados. Al pasar por la Boca del Diablo –la parte más estrecha del lago– aparece el primer témpano mediano, que al no tener competidores nos deslumbra con la magia primigenia de todo descubrimiento. El gran trozo de hielo tiene una parte blanca, otra celeste y una transparente, resultado de los engañosos artificios de la luz, que se descompone en un abanico de rayos celestes al pasar por un “prisma” de hielo.
En la lejanía aparece el encendido resplandor del glaciar, y un silencio reverencial se apodera de los pasajeros por un instante. A un costado pasan el segundo, el tercero y el enésimo témpano, que quintuplica el tamaño de nuestra embarcación. El bloque de hielo es como un galeón celestial de 30 metros de altura y traslúcidas paredes, que flota misterioso a nuestro lado. Impresiona pensar que esa gran mole que nos vuelve insignificantes reproduzca su tamaño seis veces debajo del agua, y que flote inmóvil como anclada para siempre en el mismo lugar. Pero lo más extraño es que la solidez de estos acorazados de hielo se agrieta con facilidad preludiando una separación. En poco tiempo el témpano se irá subdividiendo numerosas veces, para luego achicarse hasta alcanzar el tamaño de un cubito que cabe en una vaso de agua. Y, por último, se disolverá en la gran masa de agua para convertirse en una molécula.
Las formas, tamaños y colores de los témpanos son tan caprichosas y cambiantes como las de las nubes. Los hay de varias puntas, con forma de pirámide casi perfecta, y están los que parecen un submarino que se insinúa apenas en la superficie del agua. Otros se asemejan a una meseta que nace en las profundidades del lago, y está aquel con insinuaciones helicoidales. Más atrás, un témpano sumergido asoma un pequeño triángulo, como la aleta de un tiburón. Algunos se acercan ocultos con el sigilo de un cocodrilo, y otros parecen pequeños barquitos de juguete meciéndose a la deriva.

Un whisky En determinado momento, uno de los integrantes de la tripulación se para en la punta de la popa, enlaza con una soga un témpano ya moribundo –del tamaño de una pelota de básquet– y lo sube al barco. Sobre la cubierta, rompe el hielo con un pico y coloca los pedazos en una cubetera, mientras los pasajeros lo miran con curiosidad. Todo se aclara cuando al poco rato pasan los mozos ofreciendo a los turistas un “whisky on the rock” con los restos de lo que alguna vez fue un témpano tan grande como nuestro barco. La pureza de este hielo en “estado salvaje” que choca contra las paredes del vaso es absoluta. Su transparencia perfecta, sumada a la de las aguas prístinas del lago y la blancura unánime de la nieve que cubre las montañas, crean un mundo de punta en blanco.

El color glacial Un pequeño giro del timonel nos hace bordear un témpano colosal con una pared perfectamente lisa. De inmediato se despliega ante nosotros la pared radiante del glaciar Upsala, arrojándonos en la cara todo el brillo de su inabarcable belleza. La primera imagen del glaciar produce un inquietante asombro; un flash de belleza absoluta que se desvanece al instante, como todo momento de perfección. Al salir a cubierta, el desafío inicial es develar el misterio del color del hielo. Esa curiosa necesidad de ponerles nombre a las cosas nos obliga en un principio a ir descartando colores: no es blanco, tampoco es el azul que tanto conocemos, ni el celeste o el turquesa. Pero hay algo de todos ellos en esas extrañas estructuras semitransparentes. Si a esto se le suma que los colores van cambiando con el movimiento del sol, y que cada sector de pared varía sus tonos según su altura y la densidad de agua congelada, llegamos a la conclusión de que, en referencia al color, todo espacio es de transición en el glaciar. Las pequeñas variaciones en el gran contexto casi azul, casi blanco y casi verde conforman una verdadera composición minimalista de colores emparentados que se combinan infinitamente, creando un complejo universo de matices construido con muy pocos elementos. Estamos, sin dudas, ante un nuevo color; un color cambiante y en perpetuo movimiento; un color inconformista al que solo cabe denominarlo “color glacial”.

La forma A simple vista, el glaciar semeja la confluencia de varios aludes de nieve que bajan de las montañas acumulándose en la parte baja de un valle, al que llenan con toda la densidad de sus hielos comprimidos. Un maremagnum de color blanco parece llegar desde atrás de las montañas, deteniéndose justo antes de caer al lago, como si una pared invisible le hubiese cerrando el paso.
El paisaje sugiere un movimiento potencial de fuerzas descomunales que fueron petrificadas sobre un plano inclinado en el momento culminante de su caída arrasadora. Una fuerza que, si se desatara de su cuajo, sería capaz de arrasar con la mitad del globo.
Una escarpada pared demarca el frente del glaciar, y detrás de ella se vislumbran millares de picos de hielo que parecen cúpulas de catedrales amontonadas de forma caótica una detrás de la otra. Incontables catedrales transparentes parecen sepultadas debajo del hielo, dejando vislumbrar apenas las formas puntiagudas de sus ruinosas cúpulas.

El tamaño El glaciar está rodeado de picos y montañas de un promedio de 2000 metros de altura. La noción de las proporciones –totalmente inhumanas– se pierde de inmediato en medio de la vastedad. Nadie en el barco se imagina que esa muralla glacial que observamos con extrañeza mide 3 kilómetros de ancho. Tampoco suena lógico que su altura supere los 60 metros, y mucho menos que esa pared pueda extenderse –al menos– otros 30 metros por debajo del agua. Pero lo más asombroso es el área total ocupada por esa acumulación de hielo (60 kilómetros de largo y otros 10 de ancho), que resulta ser tres veces más grande que la Capital Federal.
El glaciar es una majestuosa trama de universos concéntricos que se extiende ante la mirada. Nos enfrentamos a un mundo de rectas transparencias con un brillo que encandila y nos impide ver apenas más allá de su superficie. Al asomarnos a su secreto, nos abruma la convicción de que detrás de esas torres de cristal se esconden venturosas maravillas, esferas celestiales y acaso el secreto de la belleza. Pero el hermético microcosmos permanece vedado. Intuirlo desde afuera es nuestro único consuelo.

Tres glaciares El barco se interna por el brazo Upsala del lago Argentino hacia la bahía Onelli donde desembarcamos para realizar una caminata por un bosque de altas lengas y almorzar en un restaurante instalado en un claro entre los árboles. Otra caminata de 10 minutos nos lleva hasta uno de los paisajes más espectaculares de toda la Patagonia. Allí donde termina el sendero, se abre un pequeño valle con una laguna colmada de pequeños témpanos que flotan muy cercanos uno del otro. Desde la orilla, da la sensación de que podríamos cruzar el lago saltando entre témpano y témpano. Pero lo más asombroso está justo detrás del lago, a no más de 500 metros, donde confluyen tres glaciares que parecen caer desde lo alto delas montañas. Son los glaciares Onelli, Bolado y Agassiz que –no es exagerado decirlo– vienen a morir a nuestros pies.
Finalmente emprendemos el regreso. Atrás ha quedado la caótica geometría del hielo; una imagen abstracta y fría –como la que reflejan los espejos vacíos–, que habrá de acompañarnos hasta el fin.

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Una roca en la laguna colmada de pequeños témpanos es un buen mirador para contemplar la gélida belleza de los glaciares Onelli, Bolado y Agassiz.
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