Domingo, 7 de enero de 2007 | Hoy
EUROPA > BULGARIA Y RUMANIA
La Unión Europea acaba de dar la bienvenida a Rumania y Bulgaria, dos países de antigua civilización que, después de siglos de vaivenes, vuelven a integrar el espacio europeo con plenos derechos. Y sus vecinos occidentales redescubren con curiosidad el potencial turístico de sus respectivas capitales.
Por Graciela Cutuli
Basta mencionar las principales capitales europeas para que rápidamente venga a la imaginación alguna imagen emblemática: el Big Ben londinense, el Coliseo romano, la Torre Eiffel parisiense, la Cibeles madrileña. Pero ¿quién tiene guardadas en su registro mental imágenes de las capitales de los nuevos países que acaban de incorporarse a la Unión Europea? Mencionar a Bucarest o Sofía trae más recuerdos de las clases de geografía de la secundaria, o de la historia reciente de la caída de la cortina de hierro, que imágenes atractivas de folleto turístico. Y sin embargo, hay todo un mundo por descubrir, con el eje en el este, y la integración a la UE no puede sino abrir las puertas de ambos países a una corriente turística más accesible y sostenida. Está claro que se trata de otra Europa, no aquella del glamour de las capitales más occidentales, con su aureola de consumo y su tradicional posición dominante en el mapa del mundo: esta parte del continente es mucho más pobre y dueña de culturas más volcadas hacia adentro de sus fronteras que hacia afuera. El búlgaro y el rumano nunca fueron, como el francés o el inglés, lenguas internacionales, y los dos países vivieron durante siglos a la sombra del dominio que fijaron Moscú de un lado, Berlín del otro, y al sur el Imperio Otomano. Pero justamente por eso hoy son lugares a descubrir, para sorprenderse dejando de lado los preconceptos, para ser bien recibidos por gente cordial y abrir los ojos hacia un este europeo que busca seguir el camino que les indicaron en los años recientes Budapest y Praga. Con el atractivo adicional para los turistas de que las distancias son cortas y el costo de manejarse en Bucarest y en Sofía es sensiblemente menor que en el resto de Europa.
El alfabeto cirílico es la primera muestra tangible de que en Bulgaria habrá que apelar a la habilidad (y a la buena voluntad de los interlocutores) para hacerse entender. Por las dudas, dado que en tales circunstancias es habitual apelar al (casi) universal lenguaje de los gestos, hay que tener en cuenta que los búlgaros dicen “no” moviendo la cabeza de abajo hacia arriba, y “sí” moviéndola de la izquierda a la derecha...
Esta es una buena época para visitar Bulgaria, pese al frío, ya que el 14 de febrero se realiza la fiesta de Trifon Zarezan, una celebración de los vitivinicultores durante la cual se podan las vides, y se las riega con vino, para asegurarse una cosecha abundante. Además es época de esquí, y cerca de Sofía hay buenos lugares donde probar la nieve, con excelentes instalaciones. La montaña más concurrida es la de Vitosha, en las afueras de Sofía, aunque el centro principal, Borovets, está a 70 kilómetros, y si se busca un ambiente búlgaro más tradicional conviene elegir el centro de esquí de Bansko.
Volviendo a Sofía, la capital –la antigua Serdica de los romanos, que le debe el nombre actual a la iglesia de Santa Sofía– se está modernizando a pasos agigantados, y lo mismo hacen sus habitantes, celular en mano y bastante pendientes de las modas occidentales. Allí está, por supuesto, la herencia soviética en la forma de los grandes y grises edificios de departamentos que rodean la ciudad, pero felizmente el centro histórico no ha perdido nada de su belleza ni de su animación: todo lo contrario, los búlgaros son aficionados a sus plazas, paseos, museos y espectáculos públicos, y la salida a comer es también una excelente experiencia para probar una cocina eslava a la que no le faltan contactos con la mediterránea.
La rápida capacidad de adaptación de un pueblo que supo de más de un vaivén en su historia lejana y reciente se puede apreciar en los mercados callejeros, donde la versión local de la “Biblia junto al calefón” se traduce en incontables recuerdos soviéticos yuxtapuestos con íconos religiosos y souvenirs de la Bulgaria moderna.
Los principales lugares de interés están en el centro de la ciudad, empezando por la catedral Alexander Nevski, tal vez la silueta más representativa de Sofía. Es un templo imponente, construido en homenaje a los miles de soldados rusos que liberaron Bulgaria del dominio otomano, y su cúpula dorada ofrece sin duda un recuerdo inolvidable. Para completar el itinerario religioso hay que visitar la iglesia rusa ortodoxa de San Nicolás, con sus cinco cúpulas resplandecientes en forma de cebolla, y la mezquita Bania Balli. En la que fue antiguamente la iglesia de Bojana, de unos nueve siglos de antigüedad, funciona hoy el Museo Nacional, dedicado a la historia y la cultural locales. Y más lejos aún en el tiempo, de la época en que Bulgaria era la Tracia romana, queda como testimonio el edificio de Sveti Georgi (San Jorge), una construcción romana intacta situada justo detrás del hotel Sheraton, en el centro de Sofía. Y si después de la historia se busca un poco de descanso, hay dos lugares ideales: la plaza Slaveikov, con su mercado de libros al aire libre (¡incluyendo discos, películas y productos que lo hacen parecer mucho a una versión búlgara del porteño Parque Rivadavia!). Allí se encuentra también uno de los más claros símbolos de los cambios en Sofía: un local de McDonald’s. El otro lugar es el complejo de Kambanite (literalmente “las campanas”), que surgió a fines de los ‘70-principios de los ‘80 cuando, por iniciativa de la Unesco, se realizaban aquí una serie de asambleas infantiles internacionales que reunían a niños de diversos países para realizar intercambios culturales. Hoy queda como recuerdo esta colección de campanas de todo el mundo, en un parque situado en el extremo de Sofía, ideal para un momento de descanso y para un picnic, exactamente como hacen los habitantes de la capital.
A diferencia de Sofía, la primera impresión que se tendrá al poner los pies en Rumania es la de cierta familiaridad: sobre todo porque el idioma, finalmente, empieza a sonar a algo conocido y hasta los lectores menos imaginativos pueden deducir el significado de los carteles y textos públicos. El rumano, claro, es una lengua latina, y a pesar de la influencia eslava no ha perdido esa transparencia que la lengua madre les sigue regalando, siglos después, al italiano, el español, el rumano, el portugués y el francés, entre otras. Vista de cerca, Rumania es mucho más variada de lo que se puede imaginar a la distancia: allí están las alturas de los Cárpatos, las costas sobre el Mar Negro, el delta del Danubio, los monasterios del norte de la región de Moldavia y, por supuesto, las negras leyendas surgidas en Transilvania en torno a la figura de Drácula.
También Bucarest depara sus sorpresas: esta ciudad, una verdadera desconocida por los años de aislamiento, era conocida a principios del siglo XX como una “pequeña París”, por sus bulevares arbolados –especialmente la avenida Kisseleff, versión local de los Champs Elysées, con su propio Arco del Triunfo– y todavía conserva lugares con un sabor de belle époque que la hacen sorprendente. Su amplia red de subterráneos es otro punto de contacto con París, y sin duda una de las mejores maneras de moverse en la ciudad. Otro elemento que ayuda es el trazado de las calles, con avenidas principales que cortan la capital de norte a sur, cruzadas por otras que van de este a oeste. Además de la avenida Kisseleff, otro paseo importante es Calea Victorei, donde se levantan varios edificios importantes: el Museo Nacional de Historia y el Palacio de Correos, entre otros. Muy cerca, la avenida Magheru concentra cines, hoteles y agencias de viajes.
Bucarest refleja en la arquitectura los hitos de su historia: las numerosas iglesias ortodoxas conviven con los cuadrados edificios de la época comunista, y las elegantes mansiones en estilo Segundo Imperio dan paso al gigantesco edificio del Parlamento, cuyas seis mil habitaciones lo ponen lejos de cualquier escala humana. Entre unos y otros, los parques y plazas aportan siempre una nota de verde que hace la vida más agradable, lo mismo que las pausas en los numerosos cafés que se extienden sobre las veredas, sobre todo en primavera y verano, cuando las temperaturas pueden ser bastante altas. Ambas estaciones son también las más lindas para dar un paseo en los barcos que proponen navegar los ríos y lagos de la zona.
Por supuesto, uno de los lugares imperdibles son las ruinas del palacio de Vlad Tepes, el fundador de la ciudad, cuya negra leyenda (no tan legendaria, ya que sus actos de crueldad fueron muy ciertos) inspiró el personaje de Drácula.
Como testimonio del lugar donde se fundó Bucarest queda hoy día el sitio llamado Curtea Veche (literalmente “el patio viejo”). La visita bucarestina debe completarse con el Museo al Aire Libre del parque Herastrau, el Museo Nacional de Arte (en el edificio del antiguo Palacio Real), la iglesia ortodoxa Stravropoleos, la Iglesia Patriarcal y la Opera. En todos lados, se podrá percibir la rica vida cultural que promueven los rumanos a pesar las dificultades económicas del país, la amplitud de su historia, y la cordialidad con que abren sus puertas a los visitantes llegados del resto del mundo. Y antes de dejarla con destino a otros rumbos, vale la pena darse una vuelta por los alrededores, jalonado de palacios, monasterios, bosques y lagos, que invitan a pasar el día para descubrir nuevos perfiles de la vieja y nueva Rumania.
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