turismo

Domingo, 11 de noviembre de 2007

Diario de un naturalista

 Por Charles Darwin

23 de diciembre de 1833.– Llegamos a Puerto Deseado, en la costa de la Patagonia, a los 47 grados de latitud. La bahía, de anchura muy variable, penetra a unas veinte millas en el interior de las tierras. Ancla el Beagle a algunas millas de la entrada de la bahía frente a las ruinas de un antiguo establecimiento español (...).

Un día expidió el capitán una lancha, al mando de Mr. Chaffers, con provisiones para tres días, con objeto de reconocer la parte superior del puerto. Comenzamos por buscar ciertos manantiales de agua dulce indicados en una antigua carta española. Encontramos un portezuelo en cuyo vértice corría un arroyito de agua salobre. El estado de la marea nos obligó a permanecer allí unas horas, y yo aproveché ese tiempo para dar un paseo por el interior de las tierras. El llano se componía, como de ordinario, de cantos rodados mezclados con una tierra que representaba todo el aspecto de la creta, pero de naturaleza muy diferente. La poca dureza de estos materiales determina la formación de numerosos barrancos. En todo el paisaje no hay más que soledad y desolación, no se ve un solo árbol, y salvo algún guanaco que parece hacer la guardia, centinela vigilante, sobre el vértice de una colina, apenas si se ve algún animal o un pájaro; y sin embargo, se siente como un placer intenso, aunque no bien definido, al atravesar esta llanura donde ni un solo objeto atrae nuestras miradas, y nos preguntamos: ¿desde cuándo existirá así esta llanura? ¿Cuánto tiempo durará aún esta desolación?

¿Quién puede responder? Todo lo que hoy nos rodea parece eterno. Y no obstante, el desierto hace oír voces misteriosas que evocan dudas terribles.

Por la tarde avanzamos algunas millas más arriba y dispusimos las tiendas para la noche. En la mañana del día siguiente se detenía la lancha por la escasa profundidad del agua, que era casi dulce, y Mr. Chaffers mandó a armar los remos para elevarnos todavía dos o tres millas. Allí volvimos a estancarnos, pero esta vez en agua dulce, cenagosa; y aunque aquello no fuese más que un simple arroyo, era difícil explicar su origen de otro modo que por la fusión de las nieves de la cordillera. En el punto en que establecimos nuestro vivac, estábamos rodeados por elevados cantiles e inmensas rocas de pórfido. No creo haber visto en mi vida lugar más aislado en el resto del mundo que esta grieta rocosa en medio de tan dilatada llanura.

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