VERANO12

SALMAN RUSHDIE X MARTIN AMIS

 Por Martin Amis

Era una iglesia ortodoxa griega, sombría, polvorienta, con una cúpula enorme, y estaba repleta de escritores. Rushdie entró rápidamente con la que entonces era su mujer, la novelista norteamericana Marianne Wiggins.

–Estaba conmocionado –dice ahora.

Parecía excitado. Todos lo estábamos. Saul Bellow lo denomina “fascinación del acontecimiento”.

–Salman –le dije mientras nos dábamos un abrazo (le gusta abrazar a los amigos, y nunca de forma rutinaria, siempre en serio)–, estamos preocupados por ti.

–Y yo estoy preocupado por mí –repuso él.

Los Rushdie se sentaron junto a mi mujer y a mí. Sentí un vergonzoso impulso de recomendarles los hermosos bancos vacíos al fondo de la iglesia. Rushdie no dejaba de mirar por encima del hombro. Su agente, Gillon Aitken, mantenía a raya a los representantes de la prensa.

–¡Salman! –exclamó jovialmente Paul Theroux–. ¡La semana que viene tendremos que volver por tu culpa!

El servicio religioso, como era de esperar, fue un tormento por derecho propio, con falsetes y plegarias incomprensibles. Descubrí que mis pensamientos eran débil pero insistentemente blasfemos. Los ensotanados clérigos agitaban los humeantes incensarios en el aire, como camareros griegos que retirasen ceniceros incendiados. Concluí que aquello era la última broma que Bruce Chatwin gastaba a sus amigos y familiares: su heterodoxo teísmo se había centrado finalmente en una religión que ninguno de sus conocidos podía entender ni sentir. Nos sentamos, nos levantamos, nos pusimos en pie y volvimos a sentarnos tratando de no estropear con suspiros ni bostezos el aburrido teatro de una fe extraña. Cuando terminó, Salman y Marianne se escabulleron de los periodistas que aguardaban y se marcharon en el coche de un amigo. Rushdie se pasó el día buscando a su hijo Zafar, tratando de encontrarlo, supongo, para despedirse de él, antes de empezar su nueva vida.

Asistí brevemente a la reunión de después del funeral. En circunstancias normales habríamos aprovechado la ocasión para airear la preocupación por nuestro llorado amigo. Pero nadie pensaba en Bruce ni hablaba de él. Todo el mundo pensaba y hablaba de Salman: del peligro que corría, de su radical elevación. De vuelta a casa hice media docena de cosas que Salman Rushdie ya no tenía libertad de hacer. Estuve en una librería, en una tienda de juguetes, en un bar; volví a casa. Por el camino compré un periódico de la tarde. Los titulares decían a toda plana: “El ayatolá ordena ejecutar a Rushdie”. Salman se había esfumado en el mundo de la prensa sensacionalista. Había desaparecido en la primera página.

Su situación es única, desde luego. Una originalidad molesta. Los términos de la fatwa (sentencia de muerte y cadena perpetua a la vez); el volumen de la recompensa (el triple de lo estimado en el caso del avión que se estrelló en Lockerbie); la naturaleza del exilio, que aparta al novelista tanto del sujeto (sociedad) como del objeto (sobria consideración literaria): en sus propias palabras, Rushdie está firmemente “maniatado a la historia”. Su originalidad es la medida de su aislamiento. Y quizá, también, la proporción de su estoicismo. Porque nadie más –sin duda ningún otro escritor– habría sobrevivido tan bien.

Eso se lo digo a menudo. Suelo repetirle que si el Asunto Rushdie fuese, por ejemplo, el Asunto Amis, a esas alturas yo me habría convertido en un individuo de cien kilos, lagrimoso y sedado, sin pestañas ni pelos en la nariz, y cubierto de ronchas y ampollas por diversas desventuras con la jeringa y la pipa de crack. Ha subido algo de peso (“falta de ejercicio”) y vuelve a fumar, un hábito muy moderado; durante una temporada contrajo una especie de asma provocada por la tensión. Pero Rushdie no ha cambiado: la tez rosácea, la arruga lateral en el labio superior cuando sonríe (que da la impresión de unos incisivos infantilmente cortos), los ojos tan extrañamente cubiertos que desde hace tiempo piensa en una pequeña intervención quirúrgica para evitar que los párpados absorban los iris. Su presencia intensa y ocurrente sigue sin merma, incólume. A veces, cuando se lo llama, a sus “Bueno, estoy perfectamente” les falta algo de convicción. Por lo demás, es un milagro de equilibrio.

¿Cómo es posible? Sin duda, Rushdie tiene mucho contrapeso natural. Sabe del exilio, de sus desarraigos, de sus sorprendentes ocasiones de expansión, de la sensación que puede dar de estar desnudo y ser invisible a la vez, como en un sueño. Salman Rushdie siempre ha tenido algo del Olimpo. Su fe en sus propias facultades, sin embargo (en contraste con otras clases de fe), no es monolítica y sí, por tanto, precaria: ligera, caprichosa y burlona. La primera vez que lo vi, hace siete años, me comentó que acababa de jugar un partido de fútbol con un equipo de escritores en un histórico encuentro celebrado en Finlandia.

–¿En serio? –le dije–. ¿Y cómo te portaste?

Esperaba el género de comedia habitual (tobillo torcido, ataque al corazón, incompetencia, mala suerte). Pero me largó otra clase de comedia, por fuera de la banda izquierda.

–Pues, bueno –repuso–, en realidad marqué como por arte de magia.

–No es posible. Supongo que te limitarías a estirar la pierna. Y los goles se marcaron solos.

–El primero fue de una volea lanzada a la altura de la cadera a veinte metros de la portería. El segundo, regateé a dos jugadores al extremo de la puerta y metí el balón por debajo del larguero con el lateral del pie izquierdo.

–¿Y el tercero, Salman? Con la suela. De chiripa.

–No. El tercer gol fue un poderoso cabezazo.

Aunque no se conozca el juego, con esto se hace uno idea. Ese es el estilo de Rushdie. Siempre le desafía a uno a que decida si tomarle o no en sentido literal.

Bueno, pues ciertas fuerzas contemporáneas habían decidido, llegando puntualmente a una sentencia de literalista: eterno residuo. Creo que Rushdie puede cargar con el peso del anatema y con la animosidad ampliamente generalizada, porque se ha estado entrenando para ello desde hace mucho tiempo. Al fin y al cabo ya ha librado escaramuzas con dirigentes políticos: en Vergüenza, con el general Zia (el libro fue prohibido en Pakistán, por supuesto); y en Los hijos de la medianoche con la señora Gandhi (que le demandó por difamación). Pero luego llegó el entrenamiento intensivo, que se inició el 26 de septiembre de 1988, el día que se publicaron Los versos satánicos. Prohibiciones y cremaciones, peticiones y manifestaciones, disturbios en Islamabad (seis muertos), desórdenes en Cachemira (un muerto, cien heridos). Rushdie sostuvo entonces que aquellas muertes “no estaban sobre su conciencia”; pero a esas alturas, confiesa, ya se sentía “muy mal. Fue la cosa más horrible..., hasta que ocurrió la otra cosa aún más horrible”. Los tumultos se produjeron en días consecutivos. Al tercero se anunció la fatwa. Rushdie comprendió entonces que su libro había suscitado cuestiones mortales. No tenía elección; estaba obligado a convertirse en historia del mundo.

–Al principio me pareció más o menos imposible desligarme, apartarme. Antes de que el ayatolá diera ese paso, me consideraba parte del debate. Ahora el debate continúa, pero me han excluido de él.

Otro estado como de sueño: Rushdie era un espectador fantasma de su propio juicio. Y descubrió que tenía que dedicar todo su tiempo a saber lo que pasaba. Empezaba la jornada a las seis y media con el primer telediario y terminaba a las once menos cuarto con las noticias de la noche. Por entonces, la historia de Rushdie llenaba tres páginas en todos los periódicos nacionales; y, de modo intermitente, siempre estaban el Bradford Telegraph and Argus, el Weekly Mail sudafricano, el Osservatore Romano, el Salzburg Kronen Zeitung, Al Ahram, Al-Noor, el Muslim Voice e India Today. Adondequiera que dirigiese la mirada veía piras de libros y bigotes retorcidos.

Pregunta: ¿Qué tiene pelo rubio largo, tetas grandes y vive en un iglú en Islandia? Respuesta: Salman Rushdie... Esos chistes, habituales en todos los pubs y paradas de autobús, se los contaban a Rushdie sus guardaespaldas de la brigada especial; también se convirtió en tema central para cómicos de televisión, como prototipo del perseguido, el marcado, el evanescente. Rushdie encontraba algunos chistes más graciosos que otros, pero lo que le inquietaba era la repentina promiscuidad de su fama.

–No dejo de pensar: Pero ¿qué coño hago ahí? ¿Qué pinto yo en esas series cómicas? ¿Qué coño hago en el programa televisivo de Jasper Carrot?

Pero en cierto sentido la propia fatwa es un chiste de Rushdie. La cuestión de la blasfemia es al menos discutible (y Rushdie quiere proseguir ese debate), pero ¿qué puede decirse de los desvaríos de Jomeini, que describían a Rushdie como un mercenario de la literatura, contratado por el judaísmo internacional para ablandar al Islam antes de una guerra relámpago neocolonialista? Eso sí que tiene gracia. Cuando uno escribe, cuando intenta instruir y entretener, pretende que el mundo se ponga en pie y preste atención. Pero no literalmente. Y en el telediario de la noche están los puntos candentes que bullen en el mapamundi de colores, Bombay, Los Angeles, Bruselas, disturbios, fuego y muerte. ¿Cuál es la historia? Tú eres la historia; tu libro es la historia. Y ahora otro capítulo de líneas cruzadas, ironías incomprendidas, atroces malentendidos.

Observarlo con atención supone ponerle en peligro, pero algo puede decirse de la vida que lleva ahora. Vive como un agente secreto; es nómada y recluso a la vez.

–¿Un día normal? No tengo días normales, porque siempre cabe la posibilidad de tener que mudarse. Leo mucho. Hablo bastante por teléfono, dos o tres horas al día. Tengo videojuegos. Ajedrez. Supermario. Soy un maestro en Supermario I y II. Por lo demás, hago lo de siempre. Empiezo a trabajar a las diez y media, no almuerzo y acabo sobre las cuatro.

En general, un escritor está más vivo cuando está solo. Puede dedicarse a imaginar a los demás. Pero tras esa soledad suele haber un murmullo gregario; un murmullo que Rushdie ya no escucha.

–Lo raro es no poder salir por la noche. Ni siquiera por la tarde. Ni por la mañana. Para aclararse las ideas.

No es sorprendente descubrir que con una sentencia de muerte no se logra una concentración maravillosa. Harún y el mar de las historias es el resultado de una lucha sin precedentes.

–Las distracciones eran interiores en vez de exteriores. Cuando escribo, me sumerjo en esa parte de mí de donde procede la novela. Pero tengo que abrirme paso luchando contra lo otro: la crisis. Y cuando al fin lo consigo, estoy agotado.

Harún empezó como una serie de historias que Rushdie contaba a su hijo Zafar a la hora de dormir; “o a la del baño. Se tendía en la bañera y escuchaba; o sentado, envuelto en toallas”. Cuando estaba acabando Los versos satánicos, Zafar hizo prometer a su padre que se olvidaría de los adultos por una temporada y escribiría un libro para niños.

–No podría haber escrito una novela para adultos. Carecía de distancia, de calma. Tenía que cumplir la promesa que hice a Zafar porque era lo único que podía hacer por él. Ese era el látigo con que me flagelaba. Me daba energía para hacer algo tan raro como escribir un cuento de hadas en medio de una pesadilla. No hay nada más absoluto que una promesa hecha a tu hijo. Es inquebrantable.

El nuevo libro puede leerse y se leerá como un comentario fantástico sobre la situación del autor. Esa lectura será ingenua, sin duda, pero la pureza de respuesta literaria es otro privilegio que Rushdie debe resignarse a perder, de momento. Todos sus libros de pronto parecen predecir y explorar su situación presente, y partes de Los versos satánicos son casi vulgarmente premonitorias (“Tu blasfemia, Salman, es imperdonable... Contraponer tus palabras a la Palabra de Dios...”). En cualquier caso, Harún es un pequeño clásico de apasionada invención. El cambio de género es, al fin y al cabo, de todo inconsútil: ¿qué es “realismo mágico” sino la ávida autonomía de la imaginación infantil? Ahí están las historias que Rushdie quería contar a su hijo. Pero hay más: también se ve al niño en Rushdie, su encanto, su malicia, su inocencia, su anhelante corazón.

A la pregunta de si tiene planes para el futuro, Rushdie responde:

–Planes. Bueno, “planes” sería una palabra demasiado trascendente.

Su supervivencia, su capacidad de esperanza, continuará siendo objeto de diaria improvisación. De cuando en cuando se oyen declaraciones de Teherán en los siguientes términos: a) si Rushdie reconoce su error, b) si renuncia a la edición de bolsillo, c) si reclama y reduce a pulpa todos los ejemplares de tapa dura, d) si ofrece amplias reparaciones, e) y si se convierte en un musulmán devoto, de todos modos no sería suficiente. ¿Qué será suficiente? El tono del desafío hace pensar en el adolescente abandonado, herido de amor. Casi podría ser un Harún menos generoso y tolerante. Llena el océano con tu llanto. Llora un río de lágrimas.

Una vez que Rushdie empezó su cuento de hadas, se desvanecieron todas las dificultades. Escribió el primer borrador en dos meses y medio; el segundo, en dos semanas: “a enorme velocidad. Un capítulo diario”. Ese gran adelanto no estaba relacionado con ningún cambio en las circunstancias. Tenía que ver con la estructura de la primera frase, “que parecía contener mucha energía. Era como un diapasón”. Y Rushdie la cita:

En el país de Alifbay había una vez una ciudad triste, la más triste de las ciudades, una ciudad tan ruinosamente triste que había olvidado su nombre.

Pero el lector ya está triste, conmovido y hechizado por la dedicatoria del libro (un acróstico), que se refiere a la lejanía impuesta, a una sensación de obstáculos en el retorno a casa, y a un tiempo perdido que ningún final feliz puede recuperar.

Z embla, Zenda, Xanadu:

(A) Todos los mundos soñados pueden ser realidad.

(F) El país de las hadas también es temible.

(A) Mientras ando vagando en la lejanía.

(R) Lee, y llévame contigo a casa.

Este retrato está incluido en Visitando a Mrs. Nabokov y otras excursiones, de Martin Amis.

(Editorial Anagrama).

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