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La Argentina desinflada
Fin de la hiper
 

Finalmente sucedió: tras el desmadre de la hiperinflación, llegó la estabilidad. Lo que siguió fue otra historia, pero el desinfle de la híper fue, sin duda, una buena noticia.

Por Julio Nudler

LLa hiperinflación era aquel estado de cosas en que resultaba más barato viajar en taxi que en colectivo porque se pagaba al final. Cuando los australes eran como ínfimos pagarés de muchos ceros, librados por un Estado fundido. Pero en 1991 llegó la buena noticia que nadie, y menos el periodismo, creyó: la inflación desaparecería con la Convertibilidad. Lo que en realidad ocurrió fue que, a partir de entonces, los precios se dividieron en tres bandos: los que siguieron subiendo, de golpe o de a poco; los que permanecieron más o menos igual, y los que empezaron a bajar. Como resultado, el promedio de todos los precios creció todavía por un par de años, y luego se quedó oscilando en torno de cero.
Pero algunos economistas comenzaron a reparar en que aquel primer grupo de precios que seguían subiendo correspondía a los bienes “no transables”, así llamados porque no se exportan ni importan. Por ejemplo, el agua potable, un corte de pelo o la llamada telefónica a una tía. En cambio, los “transables”, como un microondas o una PC, se volvían cada vez más baratos. Y a este fenómeno lo denominaron “distorsión de precios relativos”. Este concepto servía para presagiar que quienes producían bienes transables –y entre cuyos costos figuraban diversos bienes no transables– corrían peligro de fundirse por quedar fuera de competencia, mientras que los proveedores de no transables se forrarían, sobre todo si se trataba de servicios monopólicos, en los que no podían aparecer más oferentes atraídos por el brillante negocio. Este era el caso de las privatizadas empresas estatales de servicios públicos.
Así, la buena noticia de la estabilidad empezaba a mostrar un gesto torvo. Un dólar barato, una economía desaprensivamente abierta y un mal diseño de las privatizaciones, todo ello sazonado con mucha corrupción y una alevosa ineficiencia del Estado, provocaban un veloz aumento de la desocupación. El problema no se notó al principio porque el solo hecho de que aminorara bruscamente la carrera de precios provocó un aumento en el poder de compra de los salarios, acentuado por la caída nominal en las tasas de interés, que permitía adquirir bienes durables (heladeras, autos) con cuotas mucho más bajas. Pero una vez absorbido ese benéfico impacto inicial, el proscenio fue ganado por otras noticias: el cierre de plantas, el endurecimiento de las condiciones laborales, la precarización.
Aun así era grato poder olvidarse de las pizarras cambiarias y las deprimentes devaluaciones, o empezar a poder hablar por teléfono después de años de incomunicación, y ver que todo se modernizaba y que proliferaba la oferta de bienes, rompiendo el cautiverio del consumidor. Inauguraban Puerto Madero, construían shoppings, abrían un nuevo hotel internacional cada día, agregaban decenas de canales al cable, rutas con peaje, estallaban el packaging, el management, el marketing, la www. Las multinacionales, los hedge funds y los investment banks entraban en tropel, comprando empresas y bancos, arrancando a la Argentina dormida de su aletargado aislamiento.
¿Falló algo? ¿Por qué tanta decepción, tanta violencia, tanta deuda impagable? No importa. En medio de los escombros se yergue, innegable, el mausoleo de la inflación, la que sigue siendo sólo una pesadilla del pasado. De su antiguo trono la expulsó su antagónica, la deflación, una dama que siempre promete mayores placeres a quienes saben esperar. Dejar para mañana, postergar cualquier impulso, porque todo será más fácil y barato después. En esa languidez, la economía va extinguiéndose lentamente, como envuelta en el sopor.
Si nos fuese dado volver a 1991, ¿despreciaríamos la buena noticia, preferiríamos quedarnos con la inflación como mal conocido? Probablemente pensemos que había mejores maneras de derrotarla, que no es razonable pagar cualquier precio por evitar que los precios aumenten. Pero lo cierto es que no nos es dado volver al ‘91, y que es preciso reconocer que las escépticos de aquel momento se equivocaron. Aseguraban que el plan estallaría en pocos meses, pero no estalló. Diez años después hay por tanto algo para festejar, aunque la celebración tenga lugar en un recinto rodeado de rejas y guardias de seguridad, con temores de default y un país entumecido por la recesión más larga de la historia, pero despierto por el estruendo de los bombos y enloquecido por los cortes de ruta.
¿Las buenas noticias serán siempre así?

Del Austral a hoy

Peor es nada

El estado de cosas en el país es el mejor índice de que, especialmente en economía, a toda buena noticia le correspondió una desilusión posterior.

Por Alfredo Zaiat

La ilusión era que el Plan Austral, en 1985, sirviera para dejar la crisis atrás. Se frenó la inflación, se parió una nueva moneda y el horizonte de grandeza que siempre espera a la Argentina estaba al alcance de la mano. Era una buena noticia, que esperanzó a muchos de que el primer gobierno democrático luego de la dictadura pudiera encontrarle un rumbo a la economía. Fue una desilusión. Al Austral le siguieron sucesivos programas, el australito, el Primavera, que terminaron también en fracasos. El estallido fue el 6 de febrero del ‘89, días después de otro, el asalto al Regimiento Militar de La Tablada.
La hiperinflación fue el saldo que dejó esa experiencia. Saqueos, extensión de la pobreza a niveles inéditos para la Argentina y destrucción masiva de puestos de trabajo. Quiebra del Estado, concentración del ingreso y el poder financiero, marcando el compás de los movimientos de los ministros. La híper, en definitiva, fue el mejor aliado para el banco de pruebas del Plan B & B y de la Convertibilidad. Fue el disciplinador social por excelencia para acompañar sin resistencia la profunda reestructuración económico–social de la década menemista.
La ilusión era que la Revolución Productiva, en 1989, permitiera superar la crisis dejada por la administración de Alfonsín. Era una buena noticia. Salariazo y aliento a las actividades productivas abrieron las puertas a expectativas. Duró poco. Más bien, esa esperanza duró un suspiro. El Palacio de Hacienda fue concesionado a Bunge & Born. La apuesta era entregar el manejo de la economía al poder, al verdadero poder. El resultado fue desastroso. La segunda hiperinflación barrió con ese programa, dejando el camino despejado para el desembarco de Domingo Cavallo.
La ilusión era que la Convertibilidad, en 1991, fuera la herramienta que pudiera sacar a la economía del pozo. Era una buena noticia. Para muchos lo fue, en realidad, durante mucho más tiempo que los anteriores planes. El espejismo del 1=1, que ciertamente todavía continúa, provocó en su primera etapa un boom de consumo. Esa fiesta, financiada con el ingreso de dinero fácil para comprar empresas públicas y privadas, y para especular en la Bolsa, dejó libre el escenario para la mayor liquidación de activos públicos de la historia argentina. La apertura económica que provocó la avalancha de importados, barriendo con gran parte de la industria local, resultaba irrelevante durante el festín consumista. El voto–cuota fue símbolo de esa etapa y parecía que la Argentina ingresaba, por fin, a un ciclo de prosperidad.
Fue otra desilusión. El saldo de esos diez años es llamativamente similar al que dejaron los fallidos intentos de la década del ‘80. Concentración, marginación social, desempleo creciente. Un Estado hipotecado, pérdida de autonomía ante la insólita extranjerización de la economía y el poder financiero no ya sólo marcando el ritmo sino también el baile de los ministros.
La fantasía de mantener congelada la paridad cambiaria fue el compromiso asumido por el Gobierno de la Alianza, en 1999, para no ahuyentar electores. Para muchos, endeudados al fin, era una buena noticia. Pero ahora también se sabe cuáles son los costos del experimento de la década del ‘90, que se proyecta a estos días. La coexistencia de dos países en uno, Belindia, mitad Bélgica, mitad India, resume hoy a la Argentina cuando antes era una caracterización de otros países de la región. Y un proceso recesivo que ya se extiende a tres largos años y la economía al borde de la bancarrota.
Ahora, Domingo Cavallo vino a ocupar el papel de salvador. La esperanza, en el 2001, quedó en manos, paradójicamente, de uno de los responsables de que todavía se aguarde una buena noticia, y que sea duradera, en economía. De todos modos, nuevamente para muchos, pero especialmente para un Gobierno desorientado, fue una buena noticia.
Sin embargo, pese a las sucesivas pálidas de estos años vale aferrarse a la sabiduría de la bobe, que suele decir que “siempre se puede estar peor”. Si es así, todo lo pasado en los últimos 14 años en la economía ha sido una buena noticia.

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