Durante su infancia se cambió de casa varias veces. Las mudanzas eran una costumbre familiar que se potenció durante el exilio de su madre y que de regreso al país se unieron a los deseos de su padre, que si bien contaba con algunas propiedades heredadas por la familia, prefería trazar su propio sendero y no deberle nada a nadie. El pibe pasó por barrios de casas bajas, por zonas más céntricas del conurbano, y hasta vivió en un noveno piso en el límite con la Capital Federal, pero todas las casas tenían algo en común. En la cocina había un cuadro.

Sesenta centímetros de alto y cuarenta de ancho que se llevaban la mirada de cualquiera que pasaba por allí. La imagen, en blanco y negro, ocupaba el centro de la pared y retrataba una pareja, que sonriente e inundada de emoción, levantaba los brazos saludando hacia adelante. A él, que convivió con el retrato toda su infancia, desde que tomaba el té para ir al jardín o cuando se hacía las tostadas a la madrugada para ver los partidos de fútbol repetidos del día anterior, siempre le llamó la atención la obra. Y cada vez que preguntó a sus padres quiénes eran los del cuadro, la respuesta no tardaba en llegar: "Eran dos que gobernaban para el pueblo".

El cuadro, que reflejaba el saludo de Juan Domingo Perón y Eva Duarte de Perón, había sido rescatado por su papá, que lo encontró tirado en la unidad básica de su barrio, esa que lo vio desarrollar sus primeros pasos, tocar el bombo sin parar, y hacer propios los valores del justicialismo, la movilidad social ascendente, los derechos y demás.

El chico que tenía el cuadro en su cocina nació en plena crisis del 2001 y no vivió consciente esa etapa, una de las partes más trágicas de la historia argentina, sino todo lo contrario. En su casa eran seis, y sin embargo iban a colegio privado, comían asado todos los fines de semana, se iban a la costa atlántica cada febrero y hasta pudieron alcanzar el tan ansiado cero kilómetro gracias a un programa ideado y ejecutado por el Gobierno nacional de turno. Él lo veía como algo normal y no solía hacer preguntas, con disfrutar de los logros familiares le alcanzaba, pero cuando empezó a interesarse por cuestiones de índole mayor, su pequeña cabeza entendía que a los suyos le iba bien porque "los que gobernaban, gobernaban para el pueblo".

En clase escuchaba que sus compañeritos repetían frases de ciertos canales de noticias que apuntaban contra los mandatarios de aquel entonces, y eso lo confundía. El comentario general del aula apuntaba hacia otro lado, y si bien él era contestatario y se la bancaba a cara de perro, con los meses prefirió omitir los debates. Transitaba el cuarto grado de la escuela primaria cuando empezó a invitar a los amigos a su hogar, pero le daba un poco de vergüenza que las visitas vieran el cuadro de la cocina. Esquivaba esa parte de la casa, y si algún amiguito tenía sed, lo hacía esperar en el living para ir a buscar los vasos solo.

Con los años creció y ya no le interesaba el qué dirán, pero para 2015 las cosas ya no estaban tan bien. La realidad ajustaba un poco más, y los gustos que tuvo de chico reducían poco a poco. Su padre consiguió un trabajo en el interior de la provincia de Buenos Aires, y como estaba cansado de la furia con la que se vivía en la ciudad, la familia entera partió hacia nuevos horizontes. Los esfuerzos de más de veinte años de trabajo de sus padres se transformaron en una nueva casa propia. Ya no tenían que alquilar, y eso representaba un alivio.

Cuando empezaron a acomodar las cosas de la mudanza número mil, el cuadro apareció de nuevo. Sin embargo, a diferencia de años anteriores, su madre se mimetizó con el contexto y ya no lo veía con tanta aceptación. "No queda lindo, no va con la onda de la casa", se excusaba, pero la cuestión era más profunda. La frase de "pueblo chico infierno grande" se agigantaba, y allí tenían las de perder. Los hermanos menores habían crecido y los invitados se multiplicaban, y ella no quería que a las dos semanas se corriera la bola y ya tuvieran algún mote. Para más, el pueblo acarreaba una mentalidad retrógrada que abarcaba todos los sentidos de la vida, y que se potenciaba por la presencia de una base militar que se ubicaba a poquísimos kilómetros de distancia.

El pibe desarrolló su adolescencia durante nueve años de gobiernos que, hayan intentado o no, poco y nada hicieron por y para el pueblo. Y se notaba en todo, porque comía asado una o dos veces por mes, el auto apenas si se mantenía en funcionamiento, y las vacaciones ya ni siquiera eran un plan viable para los seis. Finalizó la secundaria y como la mayoría de los jóvenes del interior, partió hacia La Plata para realizar sus estudios terciarios, donde se encontró con el desafío de mantenerse solo.

Si bien se las rebuscó y encontró un trabajo, cada actividad que realiza representa un esfuerzo económico supremo. A él eso mucho no le afecta, porque se reinventa y busca alternativas, pero le duele pensar en su futuro y en la nula posibilidad de crear una realidad mejor, donde el disfrute sea el eje rector de su cotidianidad, ya que el contexto no acompaña en absoluto.

Semanas atrás, el pibe volvió a la casa de sus padres para visitar a la familia. Como vio que una puerta cerraba mal fue al cuartito del fondo para buscar las herramientas. Al voltear la mirada encontró, en una esquina, el cuadro que siempre lo acompañó en la cocina. Estaba tirado, sucio, lleno de polvo y hasta con telarañas, pero algo lo detuvo.

Al recorrer mentalmente su vida en sólo quince segundos, se dio cuenta que durante los últimos años no participó de la política, que ya no discutía con amigos, no iba a ninguna marcha, y que no le interesaba enterarse de las cosas, porque cada información que llegaba aumentaba el desgano y sólo sumaba mierda. Sin embargo, desde lo más profundo, le brotó un mandato que le abrió los ojos y le cambió la percepción de la realidad que hoy lo hostiga, sobre todo, porque ve que no hay respuestas concretas ante el avasallamiento de la dignidad.

Mirando aquella imagen el pibe entendió que la historia es circular. Y que para hacerla girar, junto a sus pares, tiene el desafío de agarrar los colores de la vida, de empuñar de una vez por todas el pincel, y crear una obra de la magnitud semejante para que cuando sus hijos sean grandes digan que en la cocina había un cuadro.